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Su familia se había quedado con la boca abierta, todos menos Candace, que se acabó su tercera copa de chardonnay y decidió que ya era hora de sacar su tema de conversación predilecto.

– Nunca lo oirás de boca de uno de ellos, Heath, pero la familia Granger es de las más antiguas de San Luis, no sé si me entiendes

Heath enroscó los dedos en torno al pie de su copa.

– No estoy muy seguro.

Por más que se alegrara de cambiar de tema, Annabelle deseó que Candace hubiera elegido algún otro. A Kate tampoco le hacía feliz, pero ya que Candace había decidido portarse mal en lugar de Annabelle, se limitó a pedirle a Lucille que le pasara la sal.

– La sal hace subir la tensión arterial -se sintió en el deber profesional de apuntar Lucille.

– Fascinante. -Kate le pasó el brazo por delante para coger el salero.

– Los Granger son una de las familias originales de las destilerías de San Luis -dijo Candace-. Prácticamente, fundaron ellos la ciudad.

Annabelle reprimió un bostezo.

Heath, sin embargo, abandonó su costilla de primera para prestarle a Candace toda su atención.

– No me digas.

Candace, una esnob de nacimiento, estuvo más que encantada de extenderse en detalles.

– Mi suegro esperó a acabar el instituto para anunciar que pensaba dedicarse a la medicina en vez de a la cerveza. Su familia se vio forzada a vender el negocio a la Anheuser-Busch. Según parece, la historia fue la comidilla de los periódicos locales.

– Me lo figuro. -Heath buscó la mirada de Annabelle, al otro lado de la mesa-. Nunca me comentaste nada de esto.

– Ninguno lo hace -dijo Candace en un susurro de conspiradora-. Les avergüenza haber nacido ricos.

– Avergonzarnos, no -dijo Chet con firmeza-. Pero Kate y yo hemos creído siempre en el valor del trabajo duro. No teníamos la menor intención de criar a unos hijos sin nada mejor que hacer que contar el dinero de sus fideicomisos.

Dado que ninguno de ellos podría tocar el dinero de sus fideicomisos hasta que tuvieran unos ciento treinta años, Annabelle nunca había entendido dónde estaba el chollo.

– Hemos visto a demasiados jóvenes arruinarse así-dijo Kate.

Candace tenía otro chisme que desvelar.

– Parece que se armó bastante revuelo cuando Chet llevó a Kate a su casa. Los Granger pensaron que se rebajaba casándose con ella.

Lejos de ofenderse, Kate se mostró arrogante.

– La madre de Chet era una esnob terrible. No podía evitarlo, la pobre. Era un producto de esa cultura de la alta sociedad de San Luis tan cerrada, que es precisamente por lo que puse tanto empeño, podría añadir que en vano, en convencer a Annabelle de que no hiciera puesta de largo. Puede que mi familia fuera de clase trabajadora; sabe Dios que mi madre lo era, pero…

– No te atrevas a hablar mal de Nana. -Annabelle acuchilló una judía verde.

– … pero yo podía aprenderme las normas de etiqueta tan bien como cualquiera -prosiguió Kate sin alterarse en ningún momento-, y no me llevó mucho tiempo encajar perfectamente entre los encopetados Granger.

Chet miró a Kate con orgullo.

– Para cuando murió mi madre, se preocupaba más por Kate que por mí.

Heath no había apartado la vista de Annabelle.

– ¿Tuviste puesta de largo?

Ella se puso toda estirada, levantando la barbilla.

– Me encantaban los trajes, y en aquel momento parecía buena idea. ¿Tienes alguna objeción?

Heath se echó a reír, y el ataque le duró tanto que Kate tuvo que sacar un pañuelo de su bolso y pasárselo para que se secara los ojos. Annabelle no entendió, francamente, qué era lo que encontraba tan gracioso.

Candace permitió, imprudentemente, que el camarero le rellenara la copa de vino.

– Luego estaba el Meandro, la casa en la que se criaron todos…

Heath resopló, divertido.

– ¿Vuestra casa tenía nombre?

– A mí no me mires -replicó Annabelle-. Se lo pusieron antes de que yo naciera.

– El Meandro era una hacienda, no sólo una casa -explicó Candace-. Aún no nos acabamos de creer que Chet convenciera a Kate para que vendieran la propiedad, aunque su casa de Naples es espectacular.

A Heath le dio otro ataque de risa.

– Qué pesado estás -dijo Annabelle.

Candace siguió describiendo la belleza del Meandro, lo que hizo que a Annabelle le entrara nostalgia, aunque a Candace se le olvidó mencionar las ventanas que dejaban pasar las corrientes de aire, las chimeneas humeantes y las frecuentes plagas de ratones. Al final, hasta Doug se hartó, y cambió de tema.

***

A Heath le encantaron los Granger, todos y cada uno, con la excepción de Candace, que era una petarda engreída, pero, claro la chica tenía que vivir a la sombra de Annabelle, de modo que estaba dispuesto a mostrarse tolerante. Mirando en torno a aquella mesa, vio a la familia, sólida como una roca, con la que había soñado de niño. Chet y Kate eran unos padres amantísimos que habían dedicado su vida a hacer de sus niños unos adultos bien situados. A Annabelle le sacaba de quicio la forma en que sus hermanos la pinchaban -le hacían de todo, menos collejas-, pero siendo la pequeña, y la única chica, estaba claro que era su mascota, y observar la no muy sutil competencia entre Adam y Doug por monopolizar su atención resultó uno de los atractivos de la velada. Las sutilezas de las relaciones entre madre e hija se le escapaban. Kate se ponía machacona criticándola, pero no dejaba de buscar excusas para tocar a Annabelle siempre que podía, y le sonreía cuando ella no miraba. En cuanto a Chet… su expresión afectuosa no dejaba lugar a dudas sobre quién era la niña de sus ojos.

Contemplándola al otro lado de la mesa, sintió que el orgullo le atenazaba la garganta. Nunca la había visto tan hermosa ni tan sexy, aunque era cierto que sus pensamientos parecían derivar siempre en esa dirección. Sus hombros desnudos relucían a la luz de las velas, y él sintió deseos de lamer el cúmulo de pecas de aquella graciosa naricilla. El remolino brillante de su pelo le recordaba a las hojas de los árboles en otoño, y ardía en deseos de despeinarlo con sus dedos. Si no hubiera estado tan obcecado con su desfasada idea de lo que era una esposa de exhibición, habría comprendido meses antes el lugar que ella ocupaba en su vida. Pero había sido necesaria la fiesta del fin de semana anterior para abrirle los ojos. Annabelle hacía feliz a todo el mundo, incluido él. Con Annabelle, recordaba que la vida consistía en vivir, no sólo en trabajar, y que la risa era un bien tan precioso como el dinero.

Había cancelado las citas de toda una mañana para elegir su anillo de compromiso, de sólo dos quilates y medio, porque ella tenía las manos pequeñas, y cargar todo el día con tres quilates podría dejarla demasiado cansada para desnudarse por la noche. Tenía exactamente planeado cómo la pediría en matrimonio, y aquella mañana puso en marcha la primera parte de su plan.

Había contratado a la banda de música de la Universidad del Noroeste.

Veía con claridad cómo debería desarrollarse todo. En aquel momento, ella estaba enfadada, de modo que tenía que hacerle olvidar que, hasta hacía pocas semanas, había estado decidido a casarse con Delaney Lightfield. Estaba bastante seguro de que Annabelle le amaba. La patraña de Dean Robillard lo demostraba, ¿no? Y si estaba equivocado, haría que le amara… empezando aquella misma noche.

La besaría hasta dejarla sin respiración, la subiría al dormitorio, pondría a Nana de cara a la pared, y haría el amor con ella hasta quedar inconscientes los dos. Después, seguiría con todo un cargamento de flores, unas cuantas citas súper-románticas, y una retahila de llamadas obscenas. Cuando estuviera absolutamente seguro de haber derribado la última de sus defensas, la invitaría a una cena especial en el restaurante exclusivo de Evanston. Después de haberla arrullado con la buena comida, el champán y la luz de las velas, le diría que quería ver los paraderos más frecuentados de su antigua universidad y propondría un paseo por el campus de la Noroeste. Por el camino, la arrastraría bajo uno de aquellos grandes soportales con arcadas, la besaría, y probablemente le metería mano un poco, porque, para qué engañarse, le era imposible besar a Annabelle sin tocarla además. Finalmente, llegarían al lugar en que el campus se abre al lago, y sería allí donde la banda de música del Noroeste les estaría esperando, tocando alguna balada clásica y romántica. Se postraría sobre una rodilla, sacaría el anillo y le pediría que se casara con él.