Así, sin más ni más, le puso contra las cuerdas. ¿Había creído realmente que no se iba a dar cuenta? ¿Era por eso por lo que había decidido hacer aquello delante de su familia? Empezó a sudar. Si no manejaba la situación con mucho cuidado, todo el invento se vendría abajo en torno a él. Sabía lo que debía hacer, pero en el preciso instante en que debía conservar la calma, la perdió.
– ¡Había contratado a la banda de música de la Universidad del Noroeste!
Aquella revelación fue recibida con un silencio de perplejidad.
Había conseguido quedar como un asno. Annabelle meneó la cabeza con una dignidad y una calma que le ponían nervioso.
– Has perdido la cabeza. Si por lo menos lo hubieras hecho en privado…
– ¡Annabelle! -A Kate se le estaba poniendo rojo el cuello-. Sólo porque Heath no quiera airear sus más íntimos sentimientos delante de gente que apenas conoce no tienes que pensar que no está enamorado de ti. ¿Cómo va a no quererte nadie?
Annabelle mantuvo su mirada clavada en la de Heath.
– Te voy a decir una cosa que he aprendido sobre las pitones madre: a veces es más importante prestar atención a lo que no dice que a lo que hacen.
Kate se puso en pie.
– Oye, estás demasiado enfadada para discutir esto ahora mismo. Heath es un hombre maravilloso. Mira si no cómo ha encajado enseguida. Espérate a mañana, cuando hayas tenido ocasión de enfriar un poco los ánimos, y entonces podéis hablar de esto los dos tranquilamente.
– Ahorra saliva -masculló Doug-. No hay más que verla para darse cuenta de que la va a fastidiar.
– Venga, Patatita -suplicó Adam-. Dile al hombre que te casarás con él. Por una vez en la vida, sé un poco lista.
Lo último que necesitaba Heath era la ayuda de sus hermanos. A aquellos tíos los quería a su lado en una trinchera, no alrededor de una mujer cabreada. Pedir su mano delante de su familia había sido la peor idea que hubiera tenido nunca, pero no era la primera vez que un acuerdo se le torcía, y aun así se las había arreglado para sacarlo adelante. Lo único que necesitaba era pillarla a solas… y evitar el único tema que ella se empeñaría en discutir.
22
Annabelle salió corriendo al pasillo desierto. De los altavoces salía música suave, y la iluminación, tenue y romántica, arrancaba un resplandor relajante de las paredes granates, pero ella no podía dejar de temblar. Creía que Rob le había partido el corazón, pero aquel dolor no había sido nada en comparación con lo que sentía ahora. Nada más pasar el comedor, se topó con un rincón amueblado con un confidente y un par de sillas Sheraton. Heath la seguía, pero ella insistió en darle la espalda, y él tuvo la lucidez de no tocarla.
– Antes de que digas nada que luego vayas a lamentar, Annabelle, déjame sugerirte que enciendas tu fax cuando llegues a casa. Voy a mandarte el recibo de un joyero por un anillo de tamaño considerable. Fíjate en cuándo lo encargué. El martes, hace cuatro días.
De modo que había dicho la verdad al contar que había decidido casarse con ella la noche de la fiesta. No le supuso consuelo alguno. A pesar de que sabía que Heath tenía ese agujero emocional en su interior, había pensado que ella podría guardarse de caer nunca en él.
– ¿Me estás escuchando? -dijo-. Ya había decidido casarme contigo antes de conocer a un solo miembro de tu familia. Siento haber tardado tanto en ver las cosas claras, pero, tal y como te ha faltado tiempo para señalar, soy un idiota, y lo único que he conseguido esta noche ha sido demostrar que tienes razón. Tendría que haber hablado contigo en privado, pero empecé a pensar en lo mucho que significaría para ellos ser parte de esto. Obviamente, se me fue la cabeza.
– Ni se te ocurrió que yo fuera a negarme, ¿no? -Tenía la mirada perdida en su reflejo desvaído en la ventana-. Tenías tan claro que yo estaba loca por ti que ni siquiera lo dudaste.
Él se le acercó por detrás, hasta el punto en que pudo sentir el calor de su cuerpo.
– ¿No lo estás?
Se había creído muy lista restregándole a Dean por las narices pero él había sabido interpretar su pantomima, y ahora la había despojado de los últimos restos de su amor propio, por añadidura a todo lo demás.
– Sí, bueno, ¿y qué? Me enamoro con facilidad. Por fortuna, lo supero con la misma facilidad.
– Menuda mentira.
– No digas eso.
Finalmente, se volvió para mirarle de frente.
– Te conozco mucho mejor de lo que piensas. Viste lo bien que me llevaba con los chicos en la fiesta, y fue entonces cuando te diste cuenta de que sería un activo para tus negocios, lo bastante importante para compensar que no soy una belleza despampanante.
– Deja de hacerte de menos. Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás.
Podría haberse reído ante su desfachatez si no le doliera tanto.
– Para de decir mentiras. Soy una concesión, y ambos lo sabemos.
– Nunca hago concesiones -replicó él-. Y te juro que no las he hecho contigo. A veces dos personas encajan, y es lo que nos ha pasado a nosotros.
Era escurridizo como una anguila, y no podía permitir que la desarmara.
– Empieza a tener sentido. Tú no eres partidario de incumplir los plazos. Se avecina tu treinta y cinco cumpleaños. Es hora de tomar iniciativas, ¿verdad? En la fiesta, viste que yo podía ser un activo para tus negocios. Te gusta estar conmigo. Luego, esta noche, descubres que pertenezco al tipo de familia rica y distinguida que andabas buscando. Supongo que eso ha acabado de decidirte. Pero se te ha olvidado algo, ¿no crees? -Se forzó a mirarle a los ojos-. ¿Qué hay del amor? ¿Qué pasa con eso?
Respondió sin vacilar un instante.
– ¿Que qué pasa? Pon atención, porque voy a empezar por el principio. Eres preciosa, toda tú. Amo tu pelo, el aspecto que tiene, su tacto. Adoro tocarlo, olerlo. Amo la forma en que arrugas la nariz cuando te ríes. Me hace reír, además; no falla. Y adoro verte comer. A veces parece imposible que te puedas meter la comida en la boca a esa velocidad, pero cuando una conversación te interesa se te olvida que la tienes delante. Sabe Dios que adoro hacer el amor contigo. Ni siquiera puedo hablar de eso sin desearte. Adoro tu patética fidelidad a tus jubilados. Adoro lo duro que trabajas… -Y así continuó un rato, dando vueltas por un mínimo sector de la alfombra y catalogando sus virtudes.
Empezó a describir su futuro, pintando un cuadro de color de rosa de su vida en común, instalados en su casa; de las fiestas que darían, de las vacaciones que se tomarían. Hasta incurrió en la temeridad de hablar de hijos, lo que le hizo a ella volver a pisar con los pies en el suelo.
– ¡Basta! ¡Déjalo ya! -Cerró las manos en puño-. Lo has dicho todo excepto lo que necesito oír. Quiero que me quieras a mí, Heath, no que te guste mi espantoso pelo, ni lo bien que me llevo con tus clientes, ni el hecho de que tengo la familia con que siempre has soñado. Quiero que me quieras a mí, y eso no sabes cómo se hace, ¿verdad?
Él ni siquiera pestañeó.
– ¿Has escuchado algo de lo que he dicho?
– Hasta la última palabra.
La atravesó con su mirada, tratando de ahogarla en su letal seguridad.
– ¿Cómo no iba a quererte, entonces?
Si no hubiera estado tan dolorosamente acostumbrada a sus trucos, podía haber mordido el anzuelo, pero sus palabras cayeron en saco roto.
– No lo sé -dijo sin inmutarse-. Dímelo tú.
Él alzó una mano al cielo, pero Annabelle notó que actuaba a la desesperada.
– Tu familia tiene razón. Eres un desastre de persona. ¿Qué es lo que quieres? Sólo dime lo que quieres.
– Quiero tu mejor oferta.
Se la quedó mirando con una mirada intensa, intimidante, sobrecogedora. Y entonces hizo lo inimaginable. Desvió la vista. Descorazonada, ella le vio meterse las manos en los bolsillos, y cómo sus hombros caían de modo casi imperceptible.