– Ya te la he hecho.
Annabelle se mordió el labio y asintió.
– Eso me parecía. -Y dicho esto, se alejó andando.
No llevaba dinero encima, pero se subió a un taxi igualmente y luego hizo esperar al taxista a la puerta de su casa mientras ella entraba a coger efectivo para pagarle. Su familia se presentaría en cualquier momento. Agarró una maleta antes de que eso sucediera y empezó a llenarla con cualquier cosa con que toparan sus dedos, sin permitirse sentir ni pensar. Al cabo de quince minutos, estaba en su coche.
Poco antes de medianoche, Portia recibió la noticia de la proposición matrimonial de Heath por una llamada de Baxter Benton, que atendía las mesas del club Mayfair desde hacía mil años y había estado escuchando a escondidas durante la fiesta de la familia Granger. La pilló acurrucada en el sofá, envuelta en una vieja toalla de playa y unos pantalones de chándal -ya no le cabían los vaqueros-, rodeada de un mar de envoltorios de caramelo y pañuelos de papel arrugados, como si estuviera encerrada por una alambrada. En cuanto colgó el teléfono se puso en pie, animada por primera vez en varias semanas. No había perdido su instinto después de todo. Por eso no había podido dar con la mujer ideal para esa última presentación. La química que percibió entre Heath y Annabelle aquel día en su despacho no era fruto de su imaginación.
Echó a andar, pisando la toalla que había dejado caer al suelo, y agarró un ejemplar del Tribune, que no había abierto siquiera, para comprobar la fecha. Su contrato con Heath expiraba el martes: disponía aún de tres días. Dejó el periódico a un lado y empezó a caminar muy inquieta. Si era capaz de arreglar aquello, quizás, sólo quizás, pudiera dejar atrás Parejas Power sin sentirse una perfecta fracasada.
Era medianoche, y no podía hacer nada hasta la mañana. Contempló la porquería acumulada a su alrededor. La mujer de la limpieza se había despedido un par de semanas antes, y no la había reemplazado. Una película de polvo lo cubría todo, el cubo de la basura rebosaba y había que pasar la aspiradora por las alfombras. El día anterior ni siquiera había ido a trabajar. ¿Para qué? Estaba sin ayudantes, sólo quedaban Inez y el informático que se ocupaba de su página web, la parte del negocio que menos le interesaba.
Se tocó la cara. Aquella mañana había ido al dermatólogo, demostrando una organización de su tiempo catastrófica, pero, después de todo, también lo era su vida. No obstante, por primera vez en varias semanas, sintió un hálito de esperanza.
Heath se emborrachó el sábado por la noche, igual que solía hacerlo su viejo. Sólo le hacía falta tener a mano una mujer a la que pegar, y sería de tal palo tal astilla. Pensándolo bien, el viejo estaría orgulloso de él, porque hacía un par de horas que había vapuleado a una a base de bien; tal vez no físicamente, pero en el plano emocional le había dado una paliza de muerte. Y ella le había devuelto los golpes. Le había dado donde más le dolía. Cuando se desplomó en la cama, hacia la madrugada, deseó haberle dicho que la amaba, haber pronunciado las palabras que ella necesitaba oír. Pero a Annabelle no podía ofrecerle sino la verdad. Ella significaba demasiado para él.
Cuando por fin despertó, era domingo por la tarde. Fue trastabillando hasta la ducha y metió su cabeza dolorida debajo del agua. Debería estar en Soldier Field en aquel momento, con la familia de Sean, pero al salir de la ducha lo que hizo fue ponerse un albornoz, entrar en la cocina y coger la cafetera. No había llamado a un solo cliente para desearle suerte, y ni siquiera le importaba.
Sacó un tazón del armario y trató de incubar un poco más de su indignación con Annabelle. Le había desbaratado la vida, y no le hacía ninguna gracia. Tenía un plan, uno magnífico, para ambos. ¿Por qué no podía haber confiado en él? ¿Por qué necesitaba oír un montón de chorradas sin sentido? Los actos eran más elocuentes que las palabras y, una vez casados, él le habría demostrado lo mucho que le importaba de todas las maneras que sabía.
Cogió unas aspirinas, bajó al piso inferior y se dirigió a la sala de audiovisuales, para poder seguir algún partido. No se había vestido ni afeitado ni había comido, y le importaba un carajo. Mientras zapeaba por los canales deportivos, pensó en cómo la había tomado con él la familia de Annabelle después de que ella abandonara la reunión. Como un banco de pirañas.
«¿A qué juegas, Champion?»
«¿La quieres o no?»
«Nadie hace daño a Annabelle y se va de rositas.»
Hasta Candace había intervenido: «Estoy convencida de que la has hecho llorar, y no soporta que se le corra el maquillaje.»
Para rematar la faena, Chet lo había dicho todo:
«Ahora será mejor que te vayas.»
Heath pasó el resto de la tarde del domingo, hasta entrada la noche, cambiando de un partido a otro sin enterarse de ninguno. Había ignorado el teléfono todo el día, pero no quería que nadie llamara a la policía, así que reunió los ánimos para fingir una coartada, alegando una gripe en una conversación con Bodie. Luego subió al piso de arriba y cogió una bolsa de patatas fritas. Le supieron a pelusa de secadora. Vestido aún con su albornoz de algodón blanco, se sentó en el solitario sofá del salón con una botella de whisky llena.
Su plan perfecto yacía a su alrededor hecho trizas. En una sola y desastrosa noche, había perdido una esposa, una amante y una amiga, y todas eran la misma persona. La larga y desolada sombra del camping de caravanas Beau Vista se cernía sobre él.
Portia se pasó el domingo encerrada en su apartamento, con un teléfono enganchado en el hombro, intentando localizar a Heath. Al final consiguió ponerse en contacto con su recepcionista, a la que prometió un fin de semana en un balneario si podía averiguar dónde se encontraba. La mujer no la llamó hasta las once de la noche.
– Está en su casa, enfermo -dijo-. En jornada de liga. Nadie puede creerlo.
Portia necesitaba pronunciar su nombre.
– ¿Ha hablado Bodie con él?
– Por él nos hemos enterado de que estaba enfermo.
– Entonces… ¿Bodie ha pasado a verle?
– No. Todavía está de viaje de vuelta de Texas.
Cuando colgó, a Portia le sangraba el corazón, pero no podía ceder a aquello, no en ese momento. No se creyó ni por un instante que Heath estuviera enfermo, y marcó su número. Cuando le saltó su contestador, volvió a intentarlo, pero no cogía el teléfono. Una vez más, se tocó la cara. ¿Cómo iba a hacer eso?
¿Cómo iba a dejar de hacerlo?
Se precipitó a su dormitorio y revolvió en sus cajones hasta encontrar el más grande de sus pañuelos de Hermés. Aún así, vaciló. Se acercó a la ventana y echó un vistazo a la oscuridad de la noche.
Al diablo con todo.
Heath estaba adormilado, con Willie Nelson sonando en el equipo de música. Hacia la medianoche, oyó el timbre de la puerta. Lo ignoró. Volvió a sonar, insistentemente. Cuando no pudo aguantarlo más, fue dando zancadas hasta el recibidor, agarró sus deportivas y las lanzó contra la puerta.
– ¡Largo!
Volvió dando pisotones al desierto salón y cogió el vaso de whisky escocés que había dejado momentos antes. Un ruido de golpes frenéticos en su ventana le hizo girarse… y contempló una visión salida directamente del infierno.
– ¡Joder!
Su vaso cayó al suelo hecho añicos, y el whisky salpicó sus pantorrillas desnudas.
– Pero qué co…
El rostro de pesadilla se escondió entre los arbustos.
– ¡Abra la maldita puerta!
– ¿Portia? -Pasó por encima de los cristales rotos, pero no vio nada más que las ramas agitándose al otro lado de la ventana. Aquel rostro oscuro, embozado y desprovisto de todo rasgo humano, a excepción de un par de ojos desorbitados, no podía ser producto de su imaginación. Volvió al recibidor y abrió la puerta de par en par. El porche estaba vacío.