Oyó una voz sibilante detrás de los arbustos.
– Acérquese.
– Ni hablar. He leído a Stephen King. Venga usted aquí.
– No puedo.
– No pienso moverme.
Pasaron unos segundos.
– De acuerdo -dijo ella-, pero dése la vuelta.
– Vale.
– No se movió.
Poco a poco, Portia emergió de entre las sombras y se adentró en el camino. Llevaba un impermeable largo, negro, con un pañuelo carísimo envolviéndole la cabeza. Se llevó a la mano a la frente a modo de visera.
– ¿Me está mirando?
– Claro que la estoy mirando. ¿Cree que estoy loco?
Transcurrieron unos segundos más, y luego ella bajó la mano. Estaba azul. Su cara entera y lo que alcanzaba a ver de su cuello eran azules. No de un leve tono azulado, sino de un azul brillante, intenso, como de metileno. Sólo sus ojos y sus labios se habían salvado.
– Ya lo sé -dijo-. Parezco un pitufo.
El parpadeó.
– Yo estaba pensando en otra cosa, pero sí, tiene razón. ¿No se le va con jabón?
– ¿Cree que saldría de casa con esta pinta si se fuera con jabón?
– Supongo que no.
– Es un producto cosmético exfoliante muy especial. Me lo aplicaron ayer por la mañana. -Parecía enfadada, como si fuera culpa de Heath-. Evidentemente, no pensaba dejarme ver hasta que se fuera.
– Y sin embargo, aquí está. ¿Cuánto dura el efecto pitufo?
– Unos pocos días más, y luego se pela. Ayer tenía peor aspecto.
– Es difícil de imaginar. ¿Y se ha hecho usted esto por…?
– Elimina las células muertas y estimula la generación de nuevas… Da lo mismo.
Portia reparó en su mandíbula sin afeitar, su albornoz blanco, las piernas desnudas y los mocasines de Gucci.
– No soy la única con muy mala pinta.
– ¿No puede un hombre tomarse un día de asueto de vez en cuando?
– ¿Un domingo en plena temporada de fútbol? No le creo. -Entró en la casa pasando por delante de él con paso decidido, y una vez dentro se apresuró a apagar la luz del recibidor-. Tenemos que hablar muy seriamente.
– No veo por qué.
– Negocios, Heath. Tenemos negocios que discutir.
Normalmente, la habría echado a patadas, pero ya no le apetecía seguir dándole al whisky, y necesitaba hablar con alguien que no estuviera predispuesto a ponerse del lado de Annabelle. Pasó delante de ella hacia el salón y, ya que no era su madito padre, y tenía alguna noción de normas elementales de educación, bajó el regulador de la única lámpara de la habitación.
– Hay cristales rotos junto a la chimenea.
– Ya veo. -Tomó nota de la ausencia de muebles en la sala, pero no hizo ningún comentario-. Me he enterado de que anoche le propuso matrimonio a Annabelle Granger. Lo que no sé es por qué la muy boba le rechazó. Dado que salió a toda prisa del club Mayfair sin usted, deduzco que eso es lo que ocurrió.
La sensación de haber sido maltratado de Heath hizo erupción.
– Porque está como una cabra, por eso. Y maldita la falta que me hace que me complique más la vida con sus chifladuras. Y no la llame usted boba.
– Discúlpeme -dijo, arrastrando las sílabas.
– No es que tenga un montón de hombres haciendo cola para casarse con ella, tampoco.
– Tengo entendido que su último prometido sufría un problema de identidad sexual, así que creo que podemos decir sin temor a equivocarnos que suponía usted una mejora.
– Parece ser que no.
Portia no se había dado cuenta, aparentemente, de que se le había resbalado el pañuelo. Bajo el cual, llevaba el pelo hecho un desastre, apelmazado a un lado, levantado por el otro. Era difícil conciliar su imagen con aquella otra, tan de mírame y no me toques, que Heath recordaba.
– Traté de advertirle de que no era de fiar -dijo ella-. Nunca debió hacer tratos con ella, de entrada. -Se le acercó, con ojos penetrantes en sus fantasmales cuencas azules-. Y, desde luego, no debía usted haberse enamorado de ella.
Fue como si le diera un navajazo en el estómago.
– ¡No estoy enamorado de ella! No trate de poner etiquetas a esto.
Portia reparó en la botella de whisky vacía.
– ¿No? Pues me habría engañado tranquilamente.
Heath no iba a permitir de ninguna manera que le hiciera aquello
– Pero ¿qué pasa con ustedes las mujeres? ¿Es que no pueden dejar estar las cosas? El hecho es que Annabelle y yo nos llevamos estupendamente. Nos entendemos, y lo pasamos bien juntos. Pero a ella no le basta con eso. Tiene unas inseguridades de mil pares de cojones. -Empezó a dar vueltas por la sala, incubando su sensación de agravio y buscando un ejemplo que demostrara su afirmación-. Tiene ese rollo con su pelo…
Portia se acordó por fin del suyo y se palpó el aplastado revoltijo.
– Con un pelo como el suyo, supongo que podemos pasarle por alto un poco de vanidad.
– Lo aborrece -dijo él, triunfante-. Ya le he dicho que está como una cabra.
– Y sin embargo, es la mujer que ha elegido por esposa.
Su ira amainó. Se sentía como apaleado, y le entraron ganas de echar otro trago.
– Todo el asunto me ha cogido un poco por sorpresa. Es dulce, es lista. Inteligente de veras, no sólo sabihonda. Es graciosa. Dios, cómo me hace reír. Sus amigas la adoran, y eso ya dice mucho, porque son unas mujeres increíbles. No sé… Cuando estoy con ella, me olvido del trabajo, y… -Se detuvo. Ya había hablado más de la cuenta.
Portia se llegó hasta la chimenea, y el abrigo se le abrió exponiendo a la vista unos pantalones de chándal rojos y lo que parecía la parte de arriba de un pijama. Normalmente, Heath no habría hecho excesivo caso de una mujer con la cara azul pitufo y el pelo como quien acaba de levantarse de la cama, pero se trataba de Portia Powers, y no bajó la guardia; afortunadamente, por cierto, porque ella volvió al ataque.
– Pero a pesar de todo eso, usted parece amarla.
A duras penas podía controlar su agitación.
– Vamos, Portia. Usted y yo estamos hechos de la misma pasta. Los dos somos realistas.
– Que yo sea realista no quiere decir que no crea que el amor existe. Tal vez no para todo el mundo, pero… -Hizo un pequeño gesto, algo extraño, que no iba con su carácter-. Su proposición debió de dejarla desconcertada. Ella le ama, desde luego. Eso lo intuí durante nuestra infausta reunión. Me sorprende que no se mostrara predispuesta a pasar por alto su estreñimiento emocional y aceptar su proposición al vuelo.
– El hecho de que no quisiera mentirle no implica que no fuera una oferta buena de narices. Le habría dado todo lo que necesitara.
– Menos amor. Eso es lo que ella esperaba oír, ¿me equivoco?
– ¡No es más que una palabra! Lo que cuenta son los hechos.
Portia apartó con la punta del zapato la botella de whisky que él había dejado en el suelo.
– ¿Se le ha pasado por la cabeza, y se lo pregunto simplemente porque es mi trabajo, que es posible que sea Annabelle la que está en sus cabales, y usted el loco de atar?
– Creo que es mejor que se vaya a casa.
– Y yo creo que se queja usted demasiado. Le presentaron a una serie de mujeres deslumbrantes, pero Annabelle es la única con la que quiso casarse. Eso, por sí solo, ya debería hacerle reflexionar.
– Consideré la situación con lógica, eso es todo.
– Ah, sí, es usted el maestro de la lógica, es verdad. -Rodeó los cristales rotos-. Venga, Heath. Déjese de historias. No puedo ayudarle si usted no me dice la verdad sobre ese muro que ha levantado en torno a sí.
– ¿Qué es esto? ¿La hora del psiquiatra?
– ¿Por qué no? Dios sabe que sus secretos están a salvo conmigo. Y no porque no tenga un ejército de amigas íntimas deseosas de arrancármelos.