– Ay, Dios. Estoy tan excitado ahora mismo que voy a explotar. -Bruscamente, se levantó del banco, tirando de ella-. Vámonos de vuelta a mi piso. Ya.
– Sólo si me prometes que no me vas a contar chistes verdes de esos que me sacan los colores.
– Con el color que tienes ahora mismo, la cosa no podría empeorar mucho.
Ella sonrió.
– Ya sabes que no tengo sentido del humor.
– Trabajaremos ese asunto. -Y entonces la besó, con labios azules y todo.
El lunes por la mañana, incluso antes de meterse en la ducha, Heath empezó a darle al teléfono. Estaba resacoso, asqueado, asustado y exultante. La terapia de choque de Portia le había hecho afrontar lo que su subconsciente hacía mucho tiempo que sabía, pero su miedo le impedía reconocer: que amaba a Annabelle con todo su corazón. Todo lo que Portia dijo había dado en el blanco. Su enemigo había sido el miedo, no el amor. De no haber estado tan ocupado midiendo su carácter con una regla torcida, puede que hubiera entendido lo que le faltaba en su interior. Se había enorgullecido de su rectitud profesional y su destreza intelectual, de su agudeza y su tolerancia al riesgo, pero se había negado a admitir que su miserable infancia le había convertido en un cobarde emocional. Como resultado, había vivido una vida a medias. Tal vez contar con Annabelle a su lado le permitiría por fin relajarse y convertirse en el hombre que nunca reunió el valor de ser. Pero para que eso fuera posible, tenía que encontrarla primero.
Ella no respondía ni a su teléfono fijo ni al móvil, y no tardó en descubrir que también sus amigas se negaban a hablar con él. Tras una ducha rápida, consiguió contactar con Kate. Primero le echó la bronca, luego admitió que Annabelle la había llamado el domingo por la mañana para hacerle saber que estaba bien, pero se negó a contarle a su madre dónde se encontraba.
– Personalmente, te echo a ti la culpa de todo esto -dijo Kate-. Annabelle es extremadamente sensible. Tendrías que haberte dado cuenta de eso.
– Sí, señora. Y en cuanto la encuentre, le prometo que lo arreglaré todo.
Aquello la ablandó lo suficiente como para que le revelara que los hermanos Granger se la tenían jurada, y que debía andarse con cuidado. Aquellos tíos le encantaban.
Salió hacia Wicker Park. De su despacho no paraban de llegarle mensajes, uno detrás de otro, pero los ignoró. Por primera vez en toda su carrera, no se había puesto en contacto con ninguno de sus clientes para comentar el partido del domingo. Ni tenía intención de hacerlo hasta que hubiera encontrado a Annabelle.
Soplaba el viento procedente del lago, y la nubosa mañana de octubre había amanecido con algo de rasca. Aparcó en el callejón detrás de la casa de Annabelle, y encontró allí el flamante deportivo plateado, un Audi TT Roadster, que había encargado para ella por su cumpleaños, pero no su Crown Vic. El señor Bronicki reparó en Heath de inmediato, y se acercó a ver qué buscaba, pero aparte de trasladarle la información de que Annabelle había salido conduciendo como una loca el sábado por la noche, no pudo decirle nada más. Se interesó no obstante por el Audi y, cuando supo que era un regalo de cumpleaños, advirtió a Heath que más valía que no esperara tener «relaciones» con ella en compensación por un coche de lujo.
– No crea que porque su abuelita no está aquí ya no va a haber gente que cuide de ella.
– Qué me va usted a contar -masculló Heath.
– ¿Cómo dice?
– Digo que estoy enamorado de ella. -Le gustó cómo sonaba aquello, y lo repitió-. Quiero a Annabelle, y tengo intención de casarme con ella. -Si es que la encontraba. Y si ella estaba dispuesta a aceptarle.
El señor Bronicki refunfuñó.
– Bueno, pero asegúrese de que no suba sus tarifas. Mucha gente ha de subsistir con unos ingresos fijos, ¿sabe?
– Haré lo que pueda.
Después de que el señor Bronicki aparcase el Audi en su garaje para mayor seguridad, Heath rodeó la casa y llamó a la puerta principal, pero estaba cerrada a cal y canto. Sacó su móvil y probó a llamar a Gwen de nuevo, aunque fue su marido quien se puso al aparato.
– No, Annabelle no ha pasado la noche aquí-dijo Ian-. Tío más vale que te guardes las espaldas. Ayer habló con alguna de las del club de lectura, y las mujeres están muy cabreadas. Acéptame un consejo, colega. Es difícil encontrar a una mujer que se muera de ganas de casarse con un tío que no está enamorado de ella, por muy forrado que tenga el riñón.
– ¡Estoy enamorado de ella!
– Díselo a ella, no a mí.
– Maldita sea, es lo que intento. Y no sé cómo expresarte lo cómodo que me siento de saber que en esta ciudad todo el mundo está al tanto de mis asuntos privados.
– Tú te lo has buscado. Es el precio de la estupidez.
Heath colgó y trató de pensar, pero hasta que consiguiera que alguien hablara con él, lo tenía fatal. De pie en el porche de Annabelle, pasó revista rápida a sus mensajes. Ninguno era de ella. ¿Por qué demonios no le dejaba todo el mundo en paz? Se frotó la mandíbula y reparó en que había olvidado afeitarse por segundo día consecutivo, y tal y como iba vestido tendría suerte si no le arrestaban por mendicidad, pero se había puesto lo primero que había encontrado: unos pantalones de calle azul marino de marca, una camiseta rajada naranja y negra de los Bengals y una sudadera roja de los Cardinals manchada de pintura que Bodie había sacado de a saber dónde y olvidado en su armario.
Finalmente, consiguió hablar con Kevin.
– Soy Heath. ¿Has…?
– Sólo te digo una cosa… Para ser un tío supuestamente brillante, la has…
– Ya lo sé, ya lo sé. ¿Ha pasado Annabelle la noche en vuestra casa?
– No, y tampoco creo que estuviera con ninguna de las demás mujeres.
Heath se sentó en el peldaño de la entrada de su casa.
– Tienes que averiguar adonde ha ido.
– ¿Crees que me lo van a decir? Las chicas han pegado un cartel enorme de un extremo a otro de la casita rosa de su club social que reza: PROHIBIDA LA ENTRADA A LOS CHICOS.
– Eres mi mejor baza. Vamos, Kev.
– Todo lo que sé es que el club de lectura se reúne hoy a la una. Phoebe libra los lunes durante la temporada, y la reunión es en su casa. Molly ha estado haciendo collares de flores, así que la cosa debe de ir de algún rollo hawaiano.
A Annabelle le encantaba el club de lectura. Seguro que estaría allí. Habría salido corriendo a buscar consuelo y apoyo en esas mujeres tan rápido como pudieran llevarla sus piececitos. Ellas le darían lo que no estaba obteniendo de él.
– Una cosa más -dijo Kevin-. Robillard ha estado llamando a todo el mundo, tratando de ponerse en contacto contigo.
– Puede esperar.
– ¿He oído bien? -dijo Kevin-. Es de Dean Robillard de quien estamos hablando. Aparentemente, después de meses de tontear con unos y otros, ha descubierto que necesita urgentemente un representante.
– Le llamaré más adelante. -Heath se dirigió a la calzada, hacia su coche.
– ¿Será más o menos cuando te decidas a felicitarme por el partido de ayer, que se puede considerar el mejor de mi carrera?
– Sí, felicidades. Eres el mejor. Tengo que dejarte.
– Vale, sabandija, no sé quién eres ni qué pretendes, pero haz que se ponga otra vez al teléfono mi representante ahora mismo.
Heath colgó. Y entonces cayó en la cuenta. Había visto el número de Dean en su registro de llamadas perdidas, pero las había estado ignorando. ¿Y si Annabelle no hubiera pasado las dos últimas noches con sus amigas? ¿Y si hubiera ido corriendo con su quarterback mascota?
Dean cogió el teléfono al segundo timbre.
– Palacio del Porno de Dan el Pirado, dígame.