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Se dio la vuelta recogiéndose el pelo en una coleta, luego se puso los vaqueros y unas zapatillas, además de un jersey muy abrigado que había tomado prestado del armario de Molly. Salió de la cabaña por la puerta de atrás. El viento se había llevado la tormenta por fin, y su aliento formaba nubecitas heladas en el aire límpido y frío mientras caminaba por el sendero que llevaba al lago. La alfombra de hojas empapadas se hundía bajo sus zapatillas, y de las ramas de los árboles le caían gotas en la cabeza, pero ver el lago de madrugada la animó, y no le importó mojarse.

Subir hasta allí había sido una buena elección. Heath era un vendedor consumado, y veía cualquier obstáculo como un desafío. Andaría buscándola cuando regresara, para intentar convencerla de que debería contentarse con la posición a la que él pretendía relegarla en su vida: por detrás de sus clientes y sus reuniones, sus llamadas telefónicas y su ambición desmedida. No podía regresar hasta que hubiera afirmado bien sus defensas.

Del lago emanaban columnas de neblina, y un par de garcetas blancas como la nieve picoteaban junto a la orilla. Bajo el peso de su tristeza, se debatía por hallar unos contados momentos de paz. Cinco meses antes, puede que se hubiera conformado con las migajas emocionales que Heath le arrojaba, pero ya no. Ahora sabía que merecía más. Por primera vez en su vida, tenía una visión clara de quién era y qué quería de la vida. Estaba orgullosa de todo lo que había conseguido con Perfecta para Ti, orgullosa de haber levantado algo bueno. Pero estaba aún más orgullosa de sí misma por haberse negado a ser para Heath plato de segunda mesa. Se merecía poder amar abierta y gozosamente -sin barreras-, y ser amada de la misma forma en correspondencia. Con Heath eso no iba a ser posible. Volviendo del lago supo que había hecho lo correcto. Por el momento, aquél era su único consuelo.

Cuando llegó al bed & breakfast, se puso a ayudar. Conforme los huéspedes empezaban a llenar el comedor, ella sirvió café, fue a por cestas llenas de bollos calientes, rellenó las fuentes del autoservicio y hasta se animó a hacer algún chiste. A las nueve el comedor se había quedado vacío, y ella se dirigió de vuelta a la cabaña. Antes de darse el baño, haría sus llamadas telefónicas de negocios. Un maestro de ejecutivos le había enseñado el valor del contacto personal, y tenía clientes que dependían de ella.

Era irónico lo mucho que había aprendido de Heath, incluida la importancia de seguir su propia opinión en vez de la de otros. Perfecta para Ti jamás la haría rica, pero unir a las personas era aquello para lo que había nacido. Toda clase de personas. No sólo las guapas y triunfadoras, también las raras e inseguras, las desventuradas y obtusas. Y no sólo las jóvenes. Fuera o no rentable, nunca podría abandonar a sus jubilados. Ser casamentera era un follón, impredecible y exigente, pero le encantaba.

Llegó a la playa desierta y se detuvo un instante. Se arrebujó el jersey y fue paseando hasta el muelle. El lago estaba tranquilo sin veraneantes, y le sobrevino el recuerdo de la noche en que Heath y ella habían bailado sobre la arena. Se sentó al final del muelle y se llevó las rodillas al pecho. Se había colado dos veces por hombres traumatizados. Pero nunca más.

Oyó pisadas sobre el muelle, detrás de ella. Alguno de los huéspedes. Se restregó la mejilla húmeda contra la rodilla para enjugar las lágrimas.

– Hola, cariño.

Levantó la cabeza, y el corazón le dio un brinco. La había encontrado. Debería haber sabido que lo haría.

– He usado tu cepillo de dientes -dijo él a su espalda-. Iba a usar tu cuchilla de afeitar, hasta que me he dado cuenta de que no había agua caliente. -Su voz sonaba áspera, como si no hubiera hablado en mucho rato.

Annabelle se dio la vuelta muy despacio. Abrió los ojos de asombro. Iba vestido de cualquier manera, desaseado y sin afeitar. Bajo una sudadera roja gastada, llevaba una camiseta naranja descolorida y unos pantalones de calle azul marino con pinta de haber dormido con ellos puestos. Sostenía en la mano un montón de globos de Disney. Goofy se había desinflado y colgaba junto a su pierna, pero él no parecía haberse dado cuenta. Entre los globos y su pelo alborotado, tendría que haberle parecido ridículo. Pero, desprovisto del barniz de refinamiento que tanto esfuerzo le había costado obtener, le hizo sentirse incluso más amenazada.

– No deberías haber venido aquí -se oyó decir a sí misma-. Esto es perder el tiempo.

Él ladeó la cabeza y le brindó su sonrisa de charlatán.

– Oye, se supone que esto ha de ser como Jerry Maguire. ¿Te acuerdas? «Me conquistaste en cuanto dijiste hola.»

– Las mujeres flacuchas son unas incautas.

Su engañoso encanto se evaporó como el helio del globo de Goofy. Se encogió de hombros y dio un paso más hacia ella.

– Mi verdadero nombre es Harley. Harley D. Campione. Adivina de qué es la D. -Se hubiera lanzado sobre ella, pero no dejaba de balancearse.

– ¿De desgraciado?

– De Davidson. Harley Davidson Campione. ¿Qué te parece? A mi viejo le encantaban las bromas, siempre que no se las gastaran a él.

Annabelle no iba a permitirle que jugara a hacerse el simpático.

– Vete, Harley. Los dos hemos dicho todo lo que teníamos que decir.

Él se metió la mano libre en el bolsillo de la sudadera.

– Solía enamorarme de sus novias. Era un tío guapo, y sabía poner en acción su encanto cuando le daba la gana, así que las hubo a carretadas. Cada vez que traía a casa una nueva, yo me convencía a mí mismo de que iba a ser la que se quedaría, de que él por fin se asentaría y se portaría como un padre. Hubo esta mujer… Carol. Hacía fideos caseros. Aplanaba la masa con una botella y me dejaba a mí cortarla en tiritas. Lo mejor que he probado en mi vida. Otra, que se llamaba Erin, me llevaba en coche adonde yo quisiera. Falsificó la firma de mi padre en una autorización para que yo pudiera jugar al fútbol escolar con la Pop Warner. Cuando se fue, me quedé sin transporte y tenía que caminar seis o siete kilómetros para ir a entrenar si no me recogía nadie en la carretera. Eso resultó positivo al final, sin embargo. Acabé teniendo mucho más aguante que los demás tíos. No era el más fuerte, ni el más rápido, pero nunca me rendía, y eso fue una lección importante de la vida.

– A veces, saber cuándo rendirse es la verdadera prueba del carácter.

Como si no hubiera dicho nada.

– Joyce me enseñó a fumar, y algunas otras cosas que no debió enseñarme, pero tenía algunos problemas, y trato de no reprochárselo.

– Es demasiado tarde para todo esto.

– La cosa es que… -Miraba al muelle, no a ella, examinando las tablas alrededor de sus pies-. Más tarde o más temprano, todas aquellas mujeres a las que yo amaba se marchaban. No sé. Tal vez hoy no estaría donde estoy si una de ellas se hubiera quedado. -Cuando levantó los ojos para mirarla a ella, recuperó su vieja combatividad-. Aprendí muy pronto que nadie iba a facilitarme nada. Eso me volvió duro.

Pero no más duro de lo que era ella. Hizo acopio de sus fuerzas y se puso en pie.

– Te merecías una infancia mejor, pero yo no puedo cambiar lo que ocurrió. Aquellos años dieron forma a lo que eres. Arreglar eso no está en mi mano. Ni tampoco arreglarte a ti.

– Yo ya no necesito que me arreglen. El trabajo está hecho. Te quiero, Annabelle.

El dolor fue casi mayor de lo que ella podía soportar. Sólo estaba diciéndole lo que sabía que quería oír, y no le creyó, ni por un instante. Sus palabras estaban cuidadosamente calculadas, elegidas con el único propósito de cerrar un negocio.

– No, lo cierto es que no me quieres -acertó a decir-. Lo que pasa es que detestas no salirte con la tuya.

– No es eso.

– Para ti, ganar lo es todo. La alegría de matar es la sangre de tu vida.

– No cuando se trata de ti.

– ¡No me hagas esto! Es cruel. Tú sabes quién eres. -Los ojos de Annabelle se llenaron de lágrimas-. Pero yo también sé quién soy. Soy una mujer que no se contenta con el segundo lugar. Quiero lo mejor -dijo suavemente-. Y tú no lo eres.