– Esta vez sí -dijo él-. Le he visto a lo lejos, dirigiéndose a ese camino que da la vuelta al lago.
El mismo camino por el que había planeado ella dar un paseo después de comer.
– Sal a buscarle -continuó Bodie-, y cuando le encuentres sólo has de hacerle dos preguntas. Cuando hayas oído sus respuestas, sabrás exactamente qué hacer.
– ¿Dos preguntas?
– Eso es. Y te voy a decir concretamente cuáles son…
El agua de las hojas empapadas estaba calando las zapatillas de Annabelle, y empezaban a castañetearle los dientes, aunque más por los nervios, sospechaba ella, que por el frío. Podía ser que estuviera cometiendo el mayor error de su vida. No veía nada de particular en las preguntas que Bodie había planteado, pero él había sido categórico. En cuanto a Portia… esa mujer daba miedo. A Annabelle no le habría extrañado nada verla sacar una pistola del bolso. Portia y Bodie formaban la pareja más extraña que hubiera visto jamás, y sin embargo parecían entenderse a la perfección. Aparentemente, Annabelle tenía todavía mucho que aprender del oficio de casamentera. Tenía que reconocer que Portia empezaba a caerle bien. ¿Cómo iba a odiar a una mujer que se mostraba tan dispuesta a jugársela por ella?
El camino se hacía más empinado al subir hacia el acantilado rocoso que se erguía sobre el lago. Molly le había dicho que Kevin y ella iban de vez en cuando a saltar al agua desde allí. Annabelle se detuvo tras dar la vuelta a un recodo para recuperar el aliento. Fue entonces cuando vio a Heath. Estaba de pie al extremo del risco, contemplando el lago, con la chaqueta echada hacia atrás y las puntas de los dedos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Incluso desaseado y con el pelo revuelto, era magnífico, un macho alfa a la cabeza de todo aquello que emprendía, excepto la empresa más importante de todas.
El oyó sus pisadas y volvió la cabeza. Lentamente, dejó caer las manos a sus costados. En el cielo, a lo lejos, Annabelle vio un punto diminuto. Los globos, perdiéndose en la distancia. No parecía un augurio tranquilizador.
– Tengo dos preguntas que hacerte -dijo.
Su actitud, su expresión vacía, todo en él le recordó la forma en que habían cerrado las cabañas para el invierno: sin agua caliente, con las cortinas echadas, cerradas las puertas.
– Vale -dijo en tono indiferente.
El corazón le latía con fuerza a Anabelle cuando rodeó el cartel de PROHIBIDO LANZARSE AL AGUA.
– Primera pregunta: ¿dónde tienes el móvil?
– ¿El móvil? ¿Qué más te da?
No estaba segura. ¿Qué importancia podía tener que lo llevara en uno u otro bolsillo? Sin embargo, Bodie había insistido en que se lo preguntara.
– La última vez que lo vi -dijo Heath-, lo tenía Pip.
– ¿Has dejado que te robara otro teléfono?
– No, se lo di.
Ella tragó saliva y se le quedó mirando.
– ¿Le diste tu móvil? ¿Por qué?
– ¿Ésa es la segunda pregunta?
– No. Borra eso. La segunda pregunta es… ¿por qué no has devuelto las llamadas de Dean?
– Le devolví una, pero él tampoco sabía dónde estabas.
– ¿Y por qué te llamaba él, para empezar?
– ¿De qué va esto, Annabelle? Francamente, empiezo a estar harto de que todo el mundo se comporte como si el mundo entero girara alrededor de Dean Robillard. Sólo porque de pronto le haya entrado esta urgencia por firmar con un representante, no voy a acudir como un perrito. Le llamaré cuando le llame, y si eso no le vale, tiene el teléfono de IMG.
Annabelle sintió que sus piernas dejaban de sostenerla, y se desplomó sobre la roca más cercana.
– Ay, Dios mío. Es verdad que me quieres.
– Eso ya te lo había dicho -replicó él.
– Me lo has dicho, ¿verdad? -No conseguía recuperar del todo el aliento.
Él acabó por darse cuenta de que algo había cambiado.
– ¿Annabelle?
Ella intentó responder, lo intentó de veras, pero Heath había puesto su mundo patas arriba una vez más, y su lengua se negaba a colaborar.
En los ojos de él, la esperanza pugnaba por desbancar al desaliento. Habló sin apenas mover los labios.
– ¿Me crees?
– A-ja. -Los latidos de su corazón habían creado un efecto de ondas concéntricas, y tuvo que apretar los puños para que dejaran de temblarle las manos.
– ¿Sí?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Vas a casarte conmigo?
Ella volvió a asentir, y a Heath no le hizo falta más. Con un gemido grave, tiró de ella para ayudarla a incorporarse y la besó. Durante segundos… horas… Annabelle no supo cuánto duró aquel beso, pero él cubrió mucho terreno: labios, lengua y dientes; sus mejillas y sus párpados; su cuello. Introdujo las manos bajo su jersey para acariciarle los senos. Ella hurgó bajo su chaqueta para tocar su pecho desnudo.
Annabelle apenas recordaba luego cómo regresaron a la cabaña vacía, sólo que su corazón cantaba y que no podía caminar lo bastante deprisa para seguir el paso a él. Finalmente, Heath la levantó en sus brazos y cargó con ella. Ella echó atrás la cabeza y rompió a reír mirando al cielo.
Se desnudaron, con una urgencia que les volvía torpes al quitarse apresuradamente los zapatos embarrados y los empapados vaqueros, al desprenderse dando botes de los calcetines húmedos, chocando con los muebles, y el uno con el otro. Ella tiritaba de frío para cuando él levantó las mantas y la arrastró consigo a la cama helada. Le ofreció el calor de su cuerpo para hacer desaparecer la piel de gallina, le frotó los brazos y los riñones, le chupeteó los contraídos pezones hasta devolverles la calidez. Finalmente, halló con dedos febriles los pliegues prietos de su entrepierna y los abrió convirtiéndolos en pétalos caldeados por el verano, hinchados por un rocío de bienvenida. Reivindicó cada rincón de su cuerpo con su tacto. Ella gimió con un sonido ahogado cuando la penetró.
– Te quiero tanto, mi dulce, dulce Annabelle -susurró, volcando en sus palabras todo lo que su corazón sentía.
Ella rió con el gozo de su invasión y le miró a los ojos.
– Y yo a ti.
El lanzó un gruñido, volvió a besarla e hizo pivotar sus caderas para entrar hasta el fondo. Se abandonaron, no a una elaborada coreografía amatoria, sino en un acoplamiento embarullado de fluidos, de dulce concupiscencia, procaces obscenidades, de confianza total y absoluta, tan sagrada y pura como los votos ante el altar.
Mucho rato después, con sólo agua helada para lavarse, maldijeron y rieron y se salpicaron mutuamente, lo que les llevó de vuelta a la cama. Siguieron haciendo el amor el resto de la tarde.
Cuando se despedía la luz del día, les interrumpieron llamando a la puerta enérgicamente, e inmediatamente oyeron la voz de Portia.
– ¡Servicio de habitaciones!
Heath se tomó su tiempo, pero finalmente se enrolló una toalla a la cintura y salió a investigar. Volvió con una bolsa de ultramarinos de papel marrón llena de comida. Presas de un apetito voraz, comieron y se dieron de comer, devorando sandwiches de rosbif, jugosas manzanas de Michigan y pegajosa tarta de calabaza que les supo a gloria. Lo bajaron todo con cerveza tibia, y luego, saciados y aturdidos, se durmieron el uno en brazos del otro.
Era noche cerrada cuando Annabelle despertó. Se envolvió en un edredón, fue al salón y recuperó su móvil. Al cabo de unos segundos, le saltó el contestador de Dean.
– Ya sé que Heath ha perdido un poco la cabeza contigo, colega, y te pido disculpas en su nombre. El hombre está enamorado, así que no ha podido evitarlo. Te prometo que lo primero que hará mañana por la mañana será llamarte y poner las cosas en su sitio, de modo que ni se te ocurra hablar con IMG entretanto. Te lo digo en serio, Dean, si firmas con otro que no sea Heath no volveré a hablarte en la vida. Es más, le diré a todo Chicago que duermes con un póster gigante de ti mismo junto a la cama. Lo que probablemente sea cierto.