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Volvió a sonreír, colgó y sacó de un cajón un cuaderno hecho polvo de papel pautado amarillo, junto con un lápiz mordisqueado, ya en las últimas. Cuando volvió al dormitorio, encendió una lámpara y se acurrucó sobre el colchón, a los pies de la cama, bien envuelta en el edredón. Tenía los pies helados, así que los introdujo bajo las mantas y los pegó al cálido muslo de Heath.

El aulló y hundió la cabeza en la almohada.

– Tendrás que pagar por eso, no lo dudes.

– Qué más quisieras. -Apoyó el cuaderno en sus rodillas envueltas por el edredón y se regaló con la vista de Heath. Parecía un pirata malo contra la nívea funda de la almohada. La piel morena, el oscuro pelo alborotado y la barba de tres días de malhechor, que había irritado diversas partes sensibles de su cuerpo-. Muy bien amante, es hora de negociar.

Él se incorporó un poco sobre las almohadas y se fijó en la libreta.

– ¿Es realmente necesario?

– ¿Estás mal de la cabeza? ¿Crees que voy a casarme con la pitón sin un acuerdo prenupcial blindado?

Heath hurgó bajo las sábanas buscando sus piececitos fríos.

– Parece que no.

– De entrada… -Mientras él le calentaba los dedos de los pies frotándolos con su mano, ella empezó a escribir en la libreta- No habrá móviles, ni BlackBerrys, ni faxes, ni ningún otro tipo de dispositivo electrónico que esté aún por inventar, en nuestra mesa a la hora de cenar.

Él siguió frotándole los dedos de los pies.

– ¿Y si comemos en un restaurante?

– Especialmente si comemos en un restaurante.

– Excluye los de comida rápida, y trato hecho.

Ella se lo pensó un momento.

– De acuerdo.

– Ahora me toca a mí. -Colocó la pantorrilla sobre su muslo-. Ciertos dispositivos electrónicos selectos, con exclusión de los antedichos, estarán no sólo permitidos en nuestro dormitorio, sino fomentados. Y me corresponderá a mí elegirlos.

– Como no te olvides de aquel catálogo…

El señaló la libreta.

– Anótalo.

– Bien. -Lo anotó.

La sábana resbaló hasta media altura sobre el pecho de Heath, lo que la distrajo momentáneamente mientras él seguía hablando.

– Los desacuerdos sobre dinero son la principal causa de divorcio.

Ella agitó la mano de un lado a otro.

– Ningún problema en absoluto. Tu dinero es nuestro dinero. Mi dinero es mi dinero. -Se apresuró a escribirlo.

– Debería dejarte negociar a ti con Phoebe.

Annabelle señaló su pecho bien torneado con el lápiz.

– En el caso improbable de que descubra después de casarnos que tu declaración de amor y devoción eternos ha sido una elaborada estafa ejecutada por ti, en complicidad con Bodie y el Coco Azul…

Él le masajeó el arco del pie.

– Yo, decididamente, no dejaría que eso me quitara el sueño.

– Por si acaso. Me cederás todos tus bienes terrenales, te raparás la cabeza al cero y abandonarás el país.

– Trato hecho.

– Además, tendrás que entregarme tus entradas para ver a los Sox para que las pueda quemar delante de tus narices.

– Sólo si obtengo algo a cambio.

– ¿El qué?

– Sexo sin restricciones. Como yo quiera, cuando yo quiera y donde yo quiera. En el asiento de atrás de tu reluciente coche nuevo, encima de mi escritorio…

– Decididamente de acuerdo.

– Y niños.

Ella se atragantó de improviso.

– Sí. Oh, sí.

Él no se inmutó ante su muestra de emoción, sino que entrecerró maliciosamente los ojos y entró a matar.

– Iremos a ver a tu familia un mínimo de seis veces al año.

Ella cerró violentamente la libreta.

– Eso no va a ocurrir.

– Cinco, y les daré una paliza a tus hermanos.

– Una.

Él le soltó el pie.

– Maldita sea, Annabelle. Transigiré con cuatro visitas al año hasta que tengamos el primer hijo, y después les iremos a ver cada dos meses, y esto no es negociable. -Agarró la libreta y el lápiz y empezó a escribir.

– Muy bien -replicó ella-. Yo me iré a un balneario mientras todos vosotros os sentáis a protestar por las limitaciones de la semana laboral de sesenta horas.

Él se echó a reír.

– Qué chorradas dices. Sabes perfectamente que te mueres de ganas de restregarle nuestro primogénito a Candace en las narices.

– Mira, ahí tienes razón. -Hizo una pausa y recuperó la libreta, pero no pudo leer ni una palabra de lo que llevaba escrito. Por más que odiara dejar que la realidad aguara su felicidad, era el momento de ponerse seria-. Heath, ¿cómo piensas ser un padre para esos hijos que queremos a la vez que cumples con esa semana laboral de sesenta horas? -Habló despacio, deseosa por dejar aquello bien claro-. Con Perfecta para Ti, yo tengo horarios flexibles pero… Sé lo mucho que te gusta tu trabajo, y jamás te pediría que renunciaras a él. Por otro lado, no pienso criar una familia yo sola.

– No tendrás que hacerlo -dijo él con aire de suficiencia-. Tengo un plan.

– ¿Te importaría compartirlo?

Él se estiró para agarrarla del brazo, la arrastró a su lado y le contó lo que tenía en mente.

– Me gusta tu plan. -Le sonrió y se acurrucó sobre su pecho-. Bodie se merece ser tu socio de pleno derecho.

– No podría estar más de acuerdo.

Estaban los dos tan complacidos que empezaron a besarse otra vez, lo que les llevó a una encantadora -y muy exitosa- prueba de las habilidades de Annabelle como dominatrix. El resultado fue que tardaron un rato en reanudar sus negociaciones. Cubrieron las cuestiones relativas a la ropa de dormir (ninguna), los nombres de los hijos (prohibidas las marcas de vehículos de motor) y el béisbol (diferencias irreconciliables). Cuando terminaron, Heath recordó que había una pregunta que se le había olvidado hacer.

Mirándola a los ojos, le cogió las manos y las llevó a sus propios labios.

– Te quiero, Annabelle Granger. ¿Quieres casarte conmigo?

– Harley Davidson Campione, has encontrado una esposa.

– Es el mejor negocio que he hecho en la vida -repuso él con una sonrisa.

epílogo

Pippi levantó la grabadora a la altura de sus labios y gritó:

– ¡Probando! ¡Probando! ¡Probando!

– Funciona -exclamó Heath desde el sofá situado en el extremo opuesto de la sala de audiovisuales-. ¿Crees que podrías hablar un poco más bajo?

– Me llamo Victoria Phoebe Tucker -susurró ella. Luego volvió a su volumen habitual-. Tengo cinco años, y vivo en el hotel Plaza. -Miró de soslayo a Heath, pero él había visto la película Eloise con la pequeña y se limitó a sonreír-. Esto es la grabadora de Heath, que dice que tengo que devolvérsela.

– Y tanto que sí. -Se suponía que Pip debía estar viendo el partido de los Sox con él mientras el club de lectura estaba reunido en el piso de arriba, pero se había aburrido.

– Prince todavía está enfadado por todos los teléfonos que me quedé cuando sólo tenía tres años -dijo a la grabadora-. Pero sólo era un bebé, y mamá los encontró casi todos y se los devolvió.

– No todos.

– ¡Porque no me acuerdo de dónde los guardé! -exclamó ella, fulminándole con su mirada de diminuta quarterback-. Te lo he dicho como un millón de veces. -Pasando de él, volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo-. Éstas son las cosas que me gustan. Me gustan papá y mamá y Danny y la tía Phoebe y el tío Dan y mis primos y Príncipe cuando no habla de teléfonos y Belle y todas las del club de lectura excepto Portia, porque no me dejó ir delante tirando las flores cuando se casó con Bodie porque se zurraron en Las Vegas.

Heath se echó a reír.

– Se «fugaron» a Las Vegas.

– Se fugaron -repitió-. Y Belle no quería que Portia fuera del club de lectura, pero la tía Phoebe ensistió porque decía que Portia necesitaba… -No se acordaba, y miró a Heath en busca de ayuda.