Elliott enarcó de nuevo las cejas, pero no dijo nada. ¿Qué se podía replicar a un halago tan inesperado? Claro que… ¿qué había querido decir con ese «a toda costa»?
La oyó reír una vez más mientras retomaban sus posiciones iniciales.
– Creo que no es usted muy hablador, milord -le dijo ella la siguiente vez que se reunieron.
– Me resulta imposible mantener una conversación seria en tan corto espacio de tiempo, señora -repuso con un deje acerado.
Imposible sobre todo porque todos los presentes parecían hablarse a gritos sin prestarse realmente atención y porque la orquesta tocaba cada vez más fuerte para hacerse oír por encima de las voces. No había escuchado una algarabía más espantosa en toda la vida.
Como era de esperar, ella se echó a reír.
– Aunque si lo desea, puedo hacerle un cumplido cada vez que nos reunamos. Creo tener tiempo más que suficiente para eso.
Se separaron antes de que ella pudiera replicar, pero en vez de acallarla con sus palabras como había sido su intención, la señora Dew lo miró con expresión risueña mientras Stephen Huxtable recorría la fila de la mano de su pareja y el grupo se preparaba para volver a repetir las figuras.
– Casi todas las damas deben adornar su cabello con joyas para que brille -le dijo cuando se reunió con ella y quedaron espalda contra espalda-. Los reflejos dorados de su pelo hacen innecesarias las joyas en su caso.
Era una afirmación escandalosa, y falsa, ya que su cabello era castaño sin más. Aunque también era cierto que brillaba más a la luz de las velas.
– Muy bien hecho -lo alabó ella.
– Eclipsa a todas las damas presentes en todos los sentidos -le dijo en la siguiente ocasión.
– Ahí no ha estado tan acertado -le recriminó ella-. A ninguna mujer le gusta un cumplido tan exagerado. Bueno, solo a las vanidosas.
– ¿Eso quiere decir que usted no es vanidosa? -le preguntó. Saltaba a la vista que Vanessa tenía muy poco de lo que presumir.
– Puede decirme, si le apetece, que soy increíblemente guapa -contestó ella mientras lo miraba con expresión risueña-, pero no que lo soy más que cualquiera de las damas presentes. Eso sería una mentira demasiado evidente y correría el riesgo de que no me tomara sus palabras en serio, cosa que me ocasionaría una profunda tristeza.
La miró con respeto muy a su pesar mientras se alejaba de él. La dama tenía cierto ingenio. De hecho, estuvo a punto de soltar una carcajada al escuchar sus palabras.
– Señora, le aseguro que es usted increíblemente guapa -le dijo cuando se tomaron de las manos al principio de la fila.
– Gracias, milord. -Le sonrió-. Es usted muy amable.
– Claro que lo mismo puede decirse de todas las damas presentes… sin excepción -añadió él mientras empezaban a dar vueltas entre las dos filas.
La señora Dew echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que Elliott estuvo en un tris de devolverle.
¡Por el amor de Dios! ¿Estaba coqueteando con ella?, se preguntó.
¿Estaba coqueteando con una mujer normal y corriente que no se dejaba acobardar por su estatus social ni buscaba sus halagos? ¿Con una mujer que bailaba con gran entusiasmo como si la vida no pudiera depararle nada más hermoso?
Se sorprendió cuando acabó la pieza.
¿Ya? ¿Tan pronto?, se preguntó.
– ¿No hay una tercera señorita Huxtable? -le preguntó mientras la acompañaba de vuelta al lugar donde se la habían presentado.
– ¿Una tercera? -Lo miró con expresión interrogante. -Me han presentado a la señorita Huxtable, la dama de cabello oscuro que está allí -explicó al tiempo que señalaba con la cabeza en su dirección-, y también a la señorita Katherine Huxtable, su hermana menor. Pero tenía entendido que había una tercera.
La señora Dew lo observó atentamente, aunque guardó silencio un instante.
– No hay una tercera señorita Huxtable -dijo-, aunque sí hay una tercera hermana. Soy yo.
– Vaya -comentó mientras cogía el monóculo-. No me habían informado de que una de las hermanas se había casado.
Saltaba a la vista que la pobre se había llevado la peor parte en el aspecto físico.
– ¿Deberían haberlo hecho? -La vio enarcar las cejas con evidente sorpresa.
– Por supuesto que no -respondió con brusquedad-. Solo era curiosidad. ¿Su marido era el primogénito de sir Humphrey?
– No -contestó ella-. Era el menor de dos hermanos. Crispin es el mayor.
– Siento su pérdida -dijo. Una tontería decirle eso, ya que no había conocido al difunto y su muerte sucedió hacía bastante tiempo-. Debió de ser un golpe tremendo.
– Cuando me casé con él, sabía que se estaba muriendo -repuso la dama-. Padecía tuberculosis.
– Lo siento -repitió.
¿Cómo diantres se había metido en ese berenjenal?
– Yo también -dijo ella, y abrió el abanico para refrescarse la cara-. Pero Hedley no está y yo sigo viva, y usted no lo conoció a él ni me conoce a mí, de modo que no tiene sentido que nos pongamos tristes, ¿no le parece? Gracias por el baile. Seré la envidia de todas las damas, ya que he sido la primera en bailar con usted. -Le regaló una sonrisa deslumbrante mientras él le hacía una reverencia.
– Aunque usted no presumirá de ello porque no es una mujer vanidosa -apostilló él.
La señora Dew se echó a reír.
– Buenas noches, señora -se despidió y dio media vuelta.
Antes de que sir Humphrey pudiera abalanzarse de nuevo sobre él y obligarlo a bailar con otra dama, se dirigió hacia lo que supuso que era la sala de juegos.
Por suerte, había acertado. La estancia estaba más o menos en silencio.
Había hecho acto de presencia en el salón de baile y se había mostrado más o menos asequible durante el tiempo adecuado.
De modo que la señora Vanessa Dew era la tercera hermana… Qué irónico resultaba que la más fea hubiera sido la primera en casarse. Aunque la dama tenía cierta chispa que en determinados momentos suplía su falta de belleza.
Se había casado a sabiendas con un moribundo, ¡por el amor de Dios!
CAPÍTULO 04
Nadie se había levantado todavía en Rundle Park cuando Vanessa acabó de desayunar a la mañana siguiente, salvo sir Humphrey, que se estaba preparando para cabalgar hasta el pueblo a fin de hacerles una visita al vizconde de Lyngate y al señor Bowen en la posada. Según le dijo a Vanessa mientras se frotaba las manos más contento que unas pascuas, iba a invitarlos a cenar.
– Si quieres, Nessie -añadió-, en vez de ir a caballo, ordeno que preparen el carruaje y así le haces una visita a tu hermana. Sé que es tan madrugadora como tú.
Vanessa aceptó sin dudarlo. Estaba deseando comentar el baile con Margaret. Había sido una velada maravillosa. Por supuesto, se había pasado media noche en vela, rememorando la pieza inicial. Cosa en absoluto sorprendente. Nadie le había permitido olvidarla después. Porque el vizconde bailó con ella… y solo con ella.
Mucho antes de que la orquesta comenzara a tocar, Vanessa había decidido que no se mantendría callada, subyugada e impresionada por su persona. Sin embargo, y al cabo de unos minutos, se hizo evidente que el vizconde no tenía intención de conversar con ella, aunque cualquier caballero que se preciara habría hecho el esfuerzo por educación. Saltaba a la vista que no era un caballero muy educado. Otro defecto que había descubierto en él sin conocerlo. Así que fue ella quien inició la conversación.
Y acabaron bromeando el uno con el otro, ¡casi coqueteando! Tal vez, claudicó a regañadientes, el hombre tuviera algo bueno después de todo. ¡Por Dios! Nunca había coqueteado con un hombre. Y ningún hombre había coqueteado con ella.
No obstante, una sola pieza de baile con ella lo había asustado, de tal modo que no había invitado a ninguna otra dama. Se pasó el resto de la velada en la sala de juegos. Habría sido bastante humillante si le importase lo que ese hombre pensara de ella. Tal como estaban las cosas, su actitud solo había provocado la decepción de las mujeres que intentaron llamar su atención para que las invitara a bailar.