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En cualquier caso, habían sido sus palabras y no el resto de lo sucedido lo que la había mantenido en vela. Porque le resultaron extrañas durante el baile, y siguieron pareciéndole extrañas después, cuando las analizó en profundidad. Se preguntaba qué pensaría Margaret al respecto.

– El vizconde de Lyngate y el señor Bowen son unos caballeros muy simpáticos, ¿no te parece, Nessie? -le preguntó sir Humphrey ya en el interior del carruaje.

– Desde luego, padre.

El señor Bowen resultó ser un hombre muy agradable. Bailó todas las piezas con distintas damas, y en los descansos y durante la cena conversó con todas ellas y con el resto de los presentes. Vanessa sospechaba que el vizconde de Lyngate no se había divertido en absoluto. Y él era el único culpable en ese caso, porque había asistido con la predisposición de aburrirse. Su actitud le había resultado obvia desde el principio. En ocasiones, uno encontraba lo que iba buscando.

– Nessie -dijo su suegro después de reír alegremente-, creo que el vizconde te ha echado el ojo. Fuiste la única con quien bailó.

– Pues yo creo que le echó el ojo a las cartas en vez de echármelo a mí o a las demás invitadas -replicó ella, devolviéndole la sonrisa-. Se pasó casi toda la noche en la sala de juegos.

– Eso fue todo un detalle por su parte -señaló sir Humphrey-. La gente mayor apreció el gesto de que jugara con ellos. Rotherhyde le desplumó veinte guineas y estoy seguro de que será su único tema de conversación durante un mes por lo menos.

No estaba lloviendo, aunque el cielo amenazaba lluvia. Además, hacía mucho frío. El cochero la ayudó a bajar delante de la casa de sus hermanas, tras lo cual dio las gracias a su suegro por haberla acompañado en el carruaje.

Katherine estaba en casa, al igual que Margaret, ya que los pequeños no tenían colegio ese día. Stephen también estaba, pero se encontraba en su dormitorio, afanándose por traducir un texto en latín, pues Margaret le había dicho durante el desayuno que no podría salir hasta que acabase.

Vanessa abrazó a ambas y tomó asiento en su sillón preferido de la salita, junto al fuego. Hablaron de la fiesta, por supuesto, mientras Margaret cogía la aguja para hacer algunos remiendos.

– Nessie, me alegré muchísimo cuando te vi entrar en el salón con lady Dew, Henrietta y Eva -dijo su hermana-. Pensaba que ibas a echarte atrás en el último momento. Pero más me alegró verte bailar todas y cada una de las piezas. Me dejaste agotada solo con mirarte.

Margaret, en cambio, solo había bailado dos piezas.

– Yo tampoco me senté en toda la noche -terció Katherine-. ¿A que fue una velada maravillosa? Claro que la mayor conquista fue tuya, Nessie. Bailaste la primera pieza con el vizconde de Lyngate, nada más y nada menos. Es tan guapo que estoy segurísima de que todas las damas presentes sufrieron palpitaciones durante toda noche. Si no hubieras venido esta mañana, yo habría ido andando a Rundle Park. ¡Cuéntanoslo todo!

– No hay mucho que contar. Bailó conmigo porque mi suegro no le dejó otra alternativa -confesó-. Mis encantos no lo sedujeron, desde luego, y si su intención era la de buscar novia, abandonó la búsqueda nada más bailar conmigo. Bastante humillante, la verdad.

Las tres rieron entre dientes.

– Nessie, te estás menospreciando -dijo Margaret-. No vi que se mantuviera distante contigo. Estuvisteis hablando mientras bailabais.

– Porque yo lo obligué -le aseguró-. Me dijo que era increíblemente guapa.

– ¡Nessie! -exclamó Katherine.

– Y después afirmó lo mismo del resto de las damas presentes, sin excepción -añadió Vanessa-. Lo cual desmintió de forma efectiva su halago, ¿no os parece?

– ¿Por eso te pusiste a reír a carcajadas? -Le preguntó Margaret a su vez-. Les arrancaste una sonrisa a todos y estoy segura de que les habría encantado pegar la oreja. ¿Lo obligaste a decir esas bobadas? ¿Cómo lo conseguiste? Siempre has tenido el don de hacer reír a la gente. Hasta Hedley reía contigo cuando estaba… muy enfermo.

Vanessa había hecho acopio de sus reservas de energía y las había utilizado durante las últimas semanas de vida de su esposo para hacerlo reír, para mantenerlo en todo momento con una sonrisa en los labios. Después se derrumbó. Se pasó postrada en la cama las dos semanas posteriores al funeral.

– ¡Bueno! -Exclamó mientras parpadeaba para librarse de las lágrimas-. Fue el vizconde de Lyngate quien me hizo reír, no al contrario.

– ¿Te explicó por qué ha venido a Throckbridge? -le preguntó Katherine.

– No -respondió-. Pero me dijo algo muy curioso. Me preguntó por la tercera de las Huxtable, porque ya le habían presentado a dos. ¿Mi suegro me mencionó mientras realizaba las presentaciones?

– No, que yo recuerde -contestó Margaret, que había alzado la vista de la funda de almohada que estaba zurciendo.

– No lo hizo -le aseguró Katherine con seguridad-. Tal vez le dijera algo mientras se alejaba de nosotras, o cuando le presentó a Stephen. ¿Qué le respondiste?

– Le dije que la tercera Huxtable era yo -contestó-. Y él comentó que no le habían informado de que una de nosotras había estado casada. Después cambió el tema de conversación y me preguntó por Hedley.

– Muy curioso, sí -convino Katherine.

– Me pregunto qué está haciendo el vizconde de Lyngate en Throckbridge -dijo Vanessa-. Creo que no está de paso. Le dijo a mi suegro que había venido por negocios. ¿Cómo sabía que había tres hermanas Huxtable? ¿Y por qué debería serle de interés ese detalle?

– Supongo que por simple curiosidad -aventuró Margaret-. ¿Qué es lo que hace Stephen para rasgar las costuras de todas las fundas de almohada que le pongo? -Cogió otra y comenzó a zurcirla con la aguja y el hilo.

– Tal vez no se deba solo a la curiosidad -objetó Katherine, y se puso en pie de un brinco con los ojos clavados en la ventana-. Vienen hacia aquí. ¡Los dos! -Exclamó de tal forma que su voz sonó como una especie de graznido.

Margaret se apresuró a soltar la costura mientras que Vanessa volvía la cabeza hacia la ventana para comprobar que, efectivamente, el vizconde de Lyngate y el señor Bowen estaban atravesando la verja del jardín y que continuaban caminando hacia la puerta principal. La visita de su suegro debía de haber sido la mar de breve, cosa muy inusual.

– ¡Caray! -Oyeron que gritaba Stephen mientras bajaba en tromba la escalera, encantado de contar con una excusa que lo alejara un rato de sus estudios-. ¿Meg? Tenemos visita. Ah, ¿estás aquí, Nessie? Me parece que anoche hechizaste al vizconde con tus encantos y viene a proponerte matrimonio. Lo someteré a un exhaustivo interrogatorio para asegurarme de que es capaz de mantenerte antes de darle mi consentimiento. -Sonrió y le guiñó un ojo.

– ¡Por Dios! -Exclamó Katherine al oír que llamaban a la puerta-. ¿Qué se le dice a un vizconde?

Los dos caballeros habían ido a Throckbridge por un asunto relacionado con ellos, comprendió Vanessa de repente. Ellos eran el «negocio» al que se refería el vizconde. Sabía de ellos antes de llegar al pueblo, aunque no le habían dicho que una de las hermanas había estado casada. ¡Qué misterio más raro y más emocionante!, pensó. Estaba muy contenta de haber decidido visitar a sus hermanos.

Esperaron a que la señora Thrush abriera la puerta. Y después esperaron a que se abriera la puerta de la salita, formando un silencioso cuadro lleno de dramatismo que parecía sacado de una obra teatral. Al cabo de un momento, que más bien pareció una eternidad, la puerta se abrió y se anunció la llegada de los dos caballeros.

El vizconde entró en primer lugar.

Esa mañana no había hecho la menor concesión al entorno rural en el que se encontraba, reparó Vanessa al punto. Llevaba un abrigado gabán hasta la rodilla, cuya esclavina debía de tener al menos siete u ocho capas, un sombrero de copa que ya se había quitado, unos guantes de cuero de color beis que estaba quitándose en ese preciso momento y unas botas negras de montar que debían de haberle costado una fortuna. Parecía más alto, más imponente, más serio (y diez veces más guapo) que la noche anterior mientras paseaba la mirada por la salita antes de clavarla en Margaret. Tenía el ceño fruncido, como si la visita no fuera de su agrado. Esa mañana no parecía muy dispuesto a bromear ni tampoco a coquetear.