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¿Por qué había ido a casa de sus hermanos? ¿¡Por qué!?

– Señorita Huxtable -le dijo a Margaret, y después procedió a saludar a los demás-. Señora Dew. Señorita Katherine. Señor Huxtable.

El señor Bowen los saludó con una inclinación de cabeza y una alegre sonrisa mientras decía:

– Señoras, caballero…

Vanessa se dijo con total convencimiento, tal como hiciera la noche anterior, que no iba a dejarse impresionar por un gabán elegante, por unas botas carísimas ni por un título nobiliario. Ni tampoco por esa cara de tez morena, rasgos cincelados y ceño fruncido.

¡Por el amor de Dios!, exclamó para sus adentros. Ni que su suegro fuera un don nadie… ¡Era un baronet!

Aunque en el fondo se sentía muy impresionada. El vizconde de Lyngate parecía estar muy fuera de lugar en la humilde, que no destartalada, salita de Margaret. Su presencia la empequeñecía. Parecía haber aspirado la mitad del aire de la estancia.

– Milord, señor Bowen… -correspondió Margaret, que mantuvo la compostura de forma admirable mientras los invitaba a ocupar los dos sillones emplazados frente a la chimenea-. ¿Les apetece sentarse? Señora Thrush, por favor, prepare un poco de té.

Todos se sentaron mientras la señora Thrush, visiblemente aliviada al ver que podía marcharse, desaparecía en dirección a la cocina.

El señor Bowen halagó el toque pintoresco de la casa y añadió que estaba seguro de que el jardín sería un cuadro de color y belleza en verano. También elogió a todo el pueblo en general por el éxito del baile, que según les aseguró lo había ayudado a pasar una noche muy agradable.

El vizconde de Lyngate volvió a hablar después de que la señora Thrush regresara con la bandeja y sirviera el té.

– Soy el portador de ciertas noticias que les conciernen a todos -anunció-. Me entristece tener que informarles del reciente fallecimiento del conde de Merton.

Todos lo miraron un momento.

– Unas noticias muy tristes, desde luego -asintió Margaret, poniendo fin al silencio-. Le agradezco muchísimo que nos lo haya comunicado en persona, milord. Creo que estamos emparentados con la familia del conde, pero no mantenemos relación alguna con sus miembros. Nuestro padre no se sentía cómodo hablando de esa rama de la familia. Tal vez Nessie conozca mejor el parentesco exacto que nos une. -Miró a la aludida con expresión interrogante.

Vanessa había pasado mucho tiempo con sus abuelos paternos durante la infancia y siempre escuchaba embelesada las interminables anécdotas de su juventud. A Margaret nunca le habían interesado esas historias.

– Nuestro abuelo era el benjamín del conde de Merton -dijo-. Cortó toda relación con la familia después de que le prohibieran continuar con su disipado estilo de vida, lo que incluía a la novia que había elegido, nuestra abuela. No volvió a verlos jamás. Solía decirme que papá era primo hermano del conde. ¿Es él quien ha muerto, milord? En ese caso, seremos primos segundos de su hijo.

– ¡Caray! -Exclamó Stephen-. Pero si somos familia cercana y yo ni siquiera sabía de ese parentesco. Desde luego que le agradecemos que haya venido a comunicarnos las noticias, milord. ¿Le ha pedido el nuevo conde que nos busque? ¿Está interesado en promover una reconciliación? -preguntó, mucho más animado.

– No sé si estoy dispuesta a reconciliarme con ellos después de que le dieran la espalda al abuelo por casarse con la abuela -terció Katherine con vehemencia-. De haberlos obedecido, nosotros no existiríamos.

– De todas formas, escribiré una nota dándoles el pésame al nuevo conde y a su familia -dijo Margaret-. Es lo correcto. ¿No crees, Nessie? Si fuera tan amable de entregársela al conde en persona, milord…

– El difunto conde era un muchacho de dieciséis años -la interrumpió el vizconde-. Su padre murió hace tres. Asumí el papel de su tutor y de albacea de sus bienes desde que mi padre murió el año pasado. Por desgracia, nunca gozó de buena salud y no esperábamos que llegara a cumplir la mayoría de edad.

– ¡Oh, pobrecillo! -murmuró Vanessa.

Los penetrantes e inquietantes ojos azules del vizconde se clavaron en ella un instante, logrando que retrocediera hasta pegar la espalda en la silla.

– El conde, como es lógico, no tenía hijos -prosiguió él, desviando la mirada hacia Stephen-. Ni tampoco hermanos que puedan sucederle. Ni tíos. La búsqueda de un heredero nos ha hecho investigar otras ramas de la familia, y nos ha llevado hasta su tío abuelo. Y me refiero al abuelo de todos ustedes. Y a sus descendientes, por supuesto.

– ¡Caray! -exclamó Stephen mientras Vanessa se dejaba caer por completo contra el respaldo y Katherine se llevaba las manos a las mejillas.

El abuelo solo tuvo un descendiente. Su padre.

– Lo que nos ha llevado hasta usted, por supuesto -señaló el vizconde de Lyngate-. He venido a informarle, señor Huxtable de que es usted el nuevo conde de Merton y el nuevo dueño de Warren Hall, en Hampshire, así como de otras propiedades igual de prósperas. Lo felicito.

Stephen se limitó a mirarlo en silencio. Su rostro había perdido el color.

– ¿Conde? -Murmuró Katherine-. ¿¡Stephen!?

Vanessa se aferró a los apoyabrazos del sillón.

Margaret parecía una estatua de mármol.

– Felicidades, muchacho -dijo el señor Bowen, que procedió a ofrecerle la mano en un despliegue de buen humor.

Stephen se levantó para estrechársela.

– Es una lástima que su educación no lo haya preparado para la vida que debe asumir, Merton -señaló el vizconde de Lyngate-. El título conlleva mucho trabajo y un gran número de responsabilidades y deberes, además del rango y de la fortuna, claro está. Necesitará prepararse a fondo y recibir una educación adecuada; yo me encargaré de que así sea con mucho gusto. Tendrá que mudarse a Warren Hall sin demora. Ya estamos en febrero. Lo ideal sería que estuviera preparado para presentarse en Londres después de Pascua. La alta sociedad se reúne en esas fechas para celebrar la temporada social que coincide con las sesiones parlamentarias. Esperarán conocerlo, pese a su juventud. ¿Estará listo para marcharse mañana por la mañana?

– ¿Mañana por la mañana? -Repitió Stephen, que soltó la mano del señor Bowen para mirar atónito al vizconde-. ¿Tan pronto? Pero es que…

– ¿Mañana por la mañana, milord? -preguntó Margaret con más firmeza.

Vanessa reconoció el tono acerado de su voz.

– ¿¡Solo!?

– Es necesario, señorita Huxtable -adujo el vizconde de Lyngate-. Ya hemos malgastado varios meses mientras intentábamos dar con el paradero del nuevo conde de Merton. En Pascua…

– Stephen tiene diecisiete años -señaló Margaret-. Es imposible que se vaya solo con usted. Y además… ¿mañana? Ni hablar. Tendremos que preparar un sinfín de cosas. La alta sociedad puede esperar para conocerlo.

– Señorita, soy consciente de que… -replicó el vizconde.

– ¡Creo que no es usted consciente de lo más importante! -Lo interrumpió Margaret mientras Vanessa y Katherine miraban a uno y a la otra con fascinación, y Stephen volvía a sentarse en la silla como si estuviera al borde del desmayo-. Mi hermano nunca se ha alejado tanto de su casa y ¿espera que se marche solo con usted, un perfecto desconocido, mañana por la mañana, para vivir en una casa nueva, entre gente nueva, y para asumir una nueva vida que lo ha pillado totalmente desprevenido y para la cual no ha recibido educación?