– Meg… -protestó Stephen, cuyas mejillas se habían sonrojado de repente.
– Cuando mi padre estaba en su lecho de muerte hace ya ocho años -prosiguió Margaret, que había levantado una mano para acallar a su hermano sin dejar de mirar al vizconde-, le hice la solemne promesa de que criaría a mis hermanos hasta que fueran mayores, de que los cuidaría hasta que se valieran por sí mismos. Esa promesa es sagrada para mí. Stephen no se irá mañana a ningún sitio, ni pasado mañana, ni el otro. Al menos, no se irá solo.
El vizconde de Lyngate enarcó las cejas y adoptó una expresión muy arrogante.
– Señorita -dijo, con el cuerpo tenso por la impaciencia-, le aseguro que a su hermano no le faltará de nada bajo mi tutela. Es uno de los hombres más ricos del reino y es imperativo que…
– ¿¡Bajo su tutela!? -Lo interrumpió Margaret-. Le pido disculpas, milord. Stephen seguirá estando bajo mi custodia aunque sea de repente más rico que Creso y que el rey de Inglaterra.
– Meg… -dijo Stephen al tiempo que se pasaba una mano por el pelo, cuyos rizos recuperaron el aspecto desordenado en cuanto alejó los dedos. Parecía muy avergonzado-. Meg, tengo diecisiete años, no siete. Y soy el conde de Merton a menos que todo esto sea una broma muy pesada. Creo que es mejor que me vaya para ver de qué se trata todo esto y también para aprender a hacer mi trabajo como es debido. Sería muy humillante conocer a mis pares sin tener la menor idea de lo que tengo que hacer. Estaréis de acuerdo conmigo en eso, ¿verdad? -Las miró a todas, una a una.
– Stephen… -protestó Margaret.
Sin embargo, él levantó una mano y volvió la cabeza para hablar al vizconde.
– Verá, milord -dijo-, somos una familia muy unida, como ya habrá comprobado. Le debo muchísimo a mis hermanas, pero sobre todo a Meg. Es evidente que tendrán que venir conmigo si me marcho, y he decidido que me iré. Deben venir porque insisto en que así sea. De hecho, no me iré sin ellas. ¿Qué voy a hacer yo solo en una casa solariega tan grande? Porque supongo que Warren Hall es grande, ¿no?
El vizconde inclinó la cabeza mientras Meg miraba a Stephen muy sorprendida.
– Además -prosiguió Stephen-, ¿qué clase de conde adinerado e influyente sería si dejo que mis hermanas sigan viviendo en una casita como esta después de haber sacrificado hasta el último penique de su herencia para enviarme a la universidad cuando cumpla los dieciocho años dentro de unos meses? No, lord Lyngate. Meg y Kate vendrán conmigo. Y Nessie también, si así lo desea o si podemos convencerla. Sé que no le gustará seguir viviendo en Rundle Park si nosotros nos marchamos de Throckbridge.
¿Iban a marcharse todos y a dejarla sola?, pensó Vanessa, horrorizada. ¿Iba a perder a su familia de un plumazo? ¡Por supuesto que se marcharía con ellos!
– Elliott -terció el señor Bowen-, no se puede decir que sea una propuesta descabellada. El muchacho ha tomado una decisión firme, y si sus hermanas lo acompañan, disfrutará de una vida familiar estable. Eso le vendrá muy bien. Además, ahora son las hermanas de un conde. Sería mucho más adecuado que la familia al completo residiera en Warren Hall y no aquí.
El vizconde de Lyngate paseó la mirada por la estancia y por cada uno de ellos, con las cejas enarcadas.
– A su debido tiempo, sí -convino-, pero no ahora. Todas necesitarían preparación, un nuevo guardarropa y mil cosas más. Tendrían que ser presentadas en la corte y después habría que introducirlas en la alta sociedad. Sería una tarea monumental.
Vanessa tomó una lenta bocanada de aire. Aunque la noche anterior el vizconde había conseguido redimirse un poco ante sus ojos, con ese comentario su opinión sobre él cayó en picado. Porque los veía a todos, a todos (incluso a Meg) como una responsabilidad monumental. Como un incordio. Como si no fueran nada. Un grupo de paletos. Tomó aire para hablar.
Sin embargo, Stephen no parecía haber visto ni escuchado nada fuera de lo común… quizá ni siquiera hubiera escuchado al vizconde. Acababa de imponer su opinión, acababa de probar de forma tentativa las alas de su hombría, recién descubierta gracias al increíble anuncio que le habían hecho. Aunque no por eso dejaba de ser un muchacho lleno de entusiasmo.
– ¡Caray! -Se puso en pie de nuevo y los miró a todos con una sonrisa de oreja a oreja-. Meg, nos vamos a Warren Hall. Disfrutarás de una presentación en sociedad en Londres, entre la alta sociedad, Kate. Y volverás a vivir con nosotros, Nessie. ¡Es fantástico! -Se frotó las manos antes de acercarse a Katherine para abrazarla.
Vanessa no fue capaz de arruinarle el momento. Sin embargo, cuando miró al vizconde de Lyngate sin disimular la irritación que la embargaba, descubrió que él la estaba mirando con las cejas enarcadas.
Así que apretó los labios con fuerza.
Aunque no lo hizo durante mucho tiempo, porque después sonrió y se echó a reír cuando Stephen tiró de ella para ponerla en pie, tras lo cual la levantó en vilo y giró con ella en brazos.
– ¡Esto es fantástico! -exclamó su hermano de nuevo.
– Desde luego que lo es -convino con ternura.
– Será mejor que vayamos a Rundle Park a decírselo a sir Humphrey y a lady Dew -dijo-. Y a la vicaría, para decírselo al vicario. Y a… ¡Dios mío! -Se dejó caer de repente en una silla, otra vez blanco como la pared-. ¡Dios mío!
El vizconde de Lyngate se puso en pie.
– Les dejaremos para que asimilen las noticias -dijo-. Pero volveremos esta tarde para acordar ciertos detalles. No tenemos tiempo que perder.
Margaret también se había puesto en pie.
– Y no perderemos el tiempo, milord -le aseguró con firmeza-. Pero no espere que estemos preparados para marcharnos mañana, ni pasado mañana, ni dentro de tres días. Nos iremos en cuanto estemos listos. Hemos vivido en Throckbridge toda la vida. Nuestras raíces en este pueblo son tan profundas como las que usted tiene en su casa. Tendrá que concedernos un poco de tiempo para trasplantarlas.
– Señorita… -replicó el vizconde, al tiempo que le hacía una reverencia a Meg.
Vanessa comprendió que su intención había sido la de utilizar su poder y su autoridad a fin de obnubilarlas y llevarse a Stephen al día siguiente para que comenzara su nueva vida. Sin sus hermanas.
Qué tontos eran los hombres.
El vizconde de Lyngate le hizo una reverencia que ella correspondió con una sonrisa. Su Ilustrísima iba a descubrir que los paletos no eran tan fáciles de manipular como los sirvientes a los que debía de estar acostumbrado a dominar.
Ni siquiera Stephen, pensó mientras ambos caballeros salían de la salita y después abandonaban la casa. Stephen era un conde.
¡El conde de Merton!
– El conde de Merton -le oyó decir, haciéndose eco de sus pensamientos-. Por favor, que alguien me pellizque.
– Solo si tú me pellizcas antes a mí -repuso Katherine.
– ¡Por el amor de Dios! -Exclamó Margaret, cuya mirada iba sin descanso de un lado a otro de la estancia-. ¿Por dónde empiezo?
– ¿Por el principio? -sugirió Vanessa.
– Ojalá supiera dónde está -repuso Margaret con voz apesadumbrada.
Sin embargo, Stephen tomó de nuevo la palabra. Había recuperado el color y tenía los ojos brillantes.
– ¡Caray! -exclamó-. ¿Os dais cuenta de lo que significa esto? Significa que no tendré que esperar a acabar mis estudios universitarios, que no tendré que esperar años para hacer lo que siempre he soñado hacer. No tendré que esperar para poder manteneros a todas. No tendré que esperar ni un solo minuto más. Soy el conde de Merton. Tengo muchas propiedades. Soy un hombre rico. Y gracias a mí, vais a tener una casa grandiosa y una vida muchísimo más grandiosa. En cuanto a mí… bueno…
Saltaba a la vista que se había quedado sin palabras.
– ¡Ay, Stephen! -susurró Katherine con cariño.