– Lo que creo es que esos temas no le conciernen, milord -respondió ella-. Nosotras no somos nada para usted, aunque Stephen sí lo sea. Creo que mis hermanas y yo seremos capaces de aprender lo necesario para relacionarnos con la alta sociedad sin avergonzar a mi hermano en ningún sentido. En mi caso, me importa un bledo que usted se sienta avergonzado. Si llega a suceder, estoy segura de que le encantará mirarnos por encima del hombro con una mueca desdeñosa, y todo el mundo se compadecerá de usted por haberse visto obligado a cargar con semejantes paletas.
– ¿Y cómo va a relacionarse con la alta sociedad? -Le preguntó al tiempo que bajaba la voz y entrecerraba los ojos-. ¿Quién va a presentarla a la reina? ¿Quién va a invitarla a los eventos sociales? ¿A quién va a invitar usted?
Eso la silenció.
– Señora, creo que deberíamos continuar caminando antes de que se enfríe la cena -sugirió.
La oyó suspirar y ambos reemprendieron la marcha. Sin embargo, la dama no dio su brazo a torcer.
– ¿Y cómo le sentaría a usted que alguien llegase a su puerta de la noche a la mañana y pusiera su mundo patas arriba? -quiso saber.
¡Eso mismo le había pasado a él!, pensó.
– Si ese alguien me presentara un mundo mejor -contestó-, estaría encantado.
– Pero ¿cómo sabría que es un mundo mejor? -insistió ella.
– Iría a comprobarlo -respondió-. Y no me desquitaría con el mensajero por mis dudas y mis temores.
– ¿Ni siquiera aunque le hubiese hecho sentirse como un gusano que acabara de pisar?
– No me apresuraría a juzgarlo hasta que lo conociera mejor-replicó.
– Y con eso me ha puesto en mi sitio -sentenció ella-. Será mejor que vayamos por aquí. Llegaremos a la casa antes y la cena no se enfriará. Le he ofendido, ¿verdad? Siento mucho si le he juzgado a la ligera. Es que me preocupo por Stephen. Siempre ha sido muy inquieto y ha deseado una vida más interesante que la que podía esperar en este pueblo. Y ahora se ha encontrado de repente con algo que supera sus sueños con creces. Ya no sabe quién es, ni cómo va a ser su vida en ese nuevo mundo, ni tampoco la posición que va a ocupar. Y por eso se fijará en usted, como su mentor y su modelo a seguir, sobre todo porque ya lo admira. Temo lo que pueda pasarle si usted insiste en que debe ser más…
Sacó una mano del manguito y trazó un círculo en el aire.
– ¿Arrogante? ¿Avinagrado? -sugirió él.
La señora Dew soltó una carcajada inesperada, un sonido ligero y alegre.
– ¿Eso le he dicho? -quiso saber ella-. Seguro que está acostumbrado a que los plebeyos lo traten con deferencia servil. Me propuse desde el primer momento no dejarme impresionar por usted. Me parecía una tontería hacerlo.
– Debe de ser muy gratificante saber que lo ha conseguido a la perfección -le soltó con sequedad.
¡Por el amor de Dios! El comentario era fruto del rencor, un sentimiento que nunca se rebajaba a mostrar. Y para colmo, le fastidiaba tener que pasar una velada en casa de sir Humphrey Dew.
– Ser un conde, o un vizconde, es un asunto muy serio, señora Dew -prosiguió-. No se reduce a regodearse en su propia importancia ni a gastar montones de dinero o a sonreír de oreja a oreja a los empleados y a las personas que están por debajo. Ni siquiera a impresionarlos con su presencia. Se es responsable de ellos.
Tal como había descubierto muy a su pesar durante el último año. La mera de idea de tener que sentar cabeza y completar el proceso a lo largo de ese año cuando eligiera una esposa y se casara lo sumía en la más profunda depresión. Y no necesitaba ni mucho menos aumentar ese malestar ejerciendo de tutor de un jovenzuelo de diecisiete años… sobre todo cuando dicho jovenzuelo cargaba con tres hermanas, ninguna de las cuales se había alejado más de quince kilómetros de Throckbridge, en Shropshire, en toda su vida, si no se equivocaba. Porque saltaba a la vista que el muchacho no lo había hecho.
– ¿Y Stephen es una de esas personas de las que usted es responsable? -preguntó ella en voz baja.
– En efecto -contestó.
– ¿Cómo es posible? -quiso saber ella.
– El anterior conde era mi tío -le explicó-. Mi padre accedió a ser nombrado tutor de su sobrino, mi primo y el predecesor de su hermano. Pero mi padre murió el año pasado, dos años después que mi tío.
– Ah -dijo ella-. De modo que usted heredó el cargo de tutor junto con todo lo demás, ¿cierto?
– Sí -respondió-. Y unos cuantos meses más tarde mi primo murió y comenzó la búsqueda de su hermano. Y después descubrí que también era menor de edad. Ojalá tenga una larga vida. Mi familia ya ha sufrido demasiadas muertes seguidas y se merece un largo respiro.
– Si usted es su primo, ¿cómo es que…?
– Soy su primo por parte de madre -la interrumpió antes de que terminase la pregunta-. La madre de Jonathan y mi madre eran hermanas.
– Jonathan… Pobre muchacho. -Suspiró-. Aunque ahora comprendo que lo he juzgado mal, que lo he estado culpando de este asunto cuando usted se limitaba a cumplir con el deber que le dejó su padre. Debió de llevarse una tremenda decepción cuando descubrió que Stephen era tan joven.
Tal vez fuera una especie de disculpa. Aunque no bastó para calmarlo. Esa mujer tenía una lengua viperina y le resultaba ofensiva.
De cualquier manera, ¿cómo había llegado a ese punto? Tendría que haberse limitado a tocarse el ala del sombrero a modo de saludo cuando pasó por su lado, a preguntarle por su salud como dictaban las buenas maneras y a seguir su camino con George.
Cuando volvió la cabeza para mirarla, descubrió que ella había hecho lo mismo. La vio morderse el labio cuando sus ojos se encontraron y se percató del brillo travieso de su mirada.
– Me he atrevido a discutir con un vizconde, nada menos -comentó-. ¿Cree que lo escribirán en mi epitafio?
– Solo si se jacta de su hazaña con su familia y no deja de repetirlo hasta el día de su muerte -replicó.
La señora Dew se echó a reír antes de clavar la vista al frente.
– ¿Ha visto? -preguntó ella-. Ya casi hemos llegado a la casa. Estoy segura de que los dos agradecemos ese hecho.
– Amén -dijo él, y ella volvió a reírse.
Tal vez, pensó mientras recorrían en silencio la distancia que los separaba de la casa. La señora Dew meditaría su decisión de mudarse a Warren Hall con su familia después de esa conversación y habida cuenta de la opinión que tenía de él. Tal vez decidiera quedarse en Rundle Park, donde no tendría que soportar su arrogancia, su desdén y su mal humor. Sir Humphrey Dew no era un hombre muy sensato, pero era muy amable y le tenía mucho cariño a su nuera, y de hecho la trataba como a una de sus hijas. Seguro que la señora Dew se sentía cómoda allí.
Elliott esperaba fervientemente que meditara su decisión.
Aunque, por supuesto, no lo hizo.
La larga espera por fin llegó a su fin. El joven Merton fue a la posada cinco noches después para anunciar que sus hermanas (las tres, nada menos) y él estarían listos para partir a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente se presentaron para hacer honor a su palabra. O casi. Elliott y George recorrieron a caballo la calle principal del pueblo para detenerse delante de la puerta de los Huxtable, después de haber pagado la cuenta en la posada, y descubrieron que los cuatro viajeros estaban en el umbral, vestidos para el viaje. El carruaje que había alquilado George para trasladar el equipaje ya estaba cargado. Su carruaje estaba delante de la puerta del jardín de la casa, con los escalones desplegados a la espera de que subieran las damas.
Sin embargo, había un retraso. Delante de la casa no solo se encontraban los Huxtable y la señora Dew. También se encontraba la totalidad de los habitantes de Throckbridge… y, al igual que en el baile de San Valentín, no faltaba ni el gato. O, para ser más exactos, no faltaban ni los perros.