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La señorita Huxtable se encontraba en el sendero del jardín, abrazando al ama de llaves, que se quedaría en la casa. La señorita Katherine Huxtable estaba al otro lado de la cerca, abrazando a un hombre desconocido. Merton, que le había echado el brazo por los hombros a una jovencita que no dejaba de llorar, la que se pasó todo el baile de San Valentín riendo como una tonta, le estaba estrechando la mano al vicario. Y la señora Dew estaba en brazos de sir Humphrey, mientras que el resto de la familia se arremolinaba a su alrededor con pañuelos en las manos y expresiones desoladas. Las lágrimas resbalaban por las mejillas del baronet sin pudor alguno.

Otras personas parecían estar esperando su turno para despedirse de los cuatro hermanos.

Un terrier, un collie y un chucho de raza indefinida corrían de un lado para otro, ladrando y chillando de emoción, aunque de vez en cuando se detenían para olisquearse entre ellos.

– ¿Crees que algún habitante de este pueblo se ha quedado en casa? -preguntó Elliott con sorna cuando detuvo el caballo bastante lejos del lugar donde se desarrollaba la escena.

– Es una imagen conmovedora -dijo George-, y también una prueba de los lazos tan estrechos que se crean en los pueblos pequeños.

Vio que un niño sostenía las riendas del caballo que Merton había comprado en los establos de Rundle Park, tan orgulloso que estaba a punto de reventar mientras dos de sus amigos, menos afortunados, lo miraban con envidia.

Por absurdo que pareciera, había esperado llegar a la casa, ayudar a las damas a subir al carruaje y emprender el viaje a lo largo de una desierta calle principal sin más contratiempos. Tras seis días en Throckbridge debería haber sospechado que su marcha no sería tan sencilla. El hecho de que el joven Stephen Huxtable fuera el conde de Merton ya era bastante insólito de por sí, pero la realidad de que tanto él como sus hermanas se fueran de Throckbridge, tal vez para siempre, era algo muchísimo más importante.

Lady Dew salió por la puerta del jardín para intercambiar unas palabras con la señorita Huxtable y al cabo de poco tiempo se fundieron en un abrazo. Una de las hermanas Dew lloraba desconsoladamente sobre el hombro de la señora Dew.

Era una escena digna de los melodramas más sentimentales que se representaban en los teatros de Londres.

– Hemos cambiado sus vidas para siempre -comentó George-. Ojalá sea para mejor.

– ¿Que nosotros hemos cambiados sus vidas? Yo no tuve nada que ver con la muerte de Jonathan Huxtable, George. Ni tú tampoco, o eso espero. Y no fui yo quien accedió a ser el tutor de un muchacho que jamás llegaría a la edad adulta… ni el de otro muchacho al que le faltan cuatro años para alcanzar la mayoría de edad. Fue mi padre.

Se palpó el pecho hasta dar con el monóculo bajo el gabán y se lo llevó al ojo. No, la señora Dew no lloraba, aunque sí tenía una expresión acongojada y cariñosa. Saltaba a la vista que no le resultaba nada fácil despedirse de su familia política. En ese caso, ¿por qué diantres se marchaba? Llevaba una capa gris y un bonete. Por debajo se alcanzaba a ver el borde de su vestido lavanda. Seguía llevando medio luto a pesar de que había transcurrido más de un año. Tal vez hubiera estado encariñada con el enfermizo Dew con el que se había casado. Tal vez no se hubiera casado con él por lástima ni por emparentarse con la familia de un baronet.

Le sentaría bien abandonar el luto. Esos colores, en el caso de que se les pudiera llamar así, no la favorecían en absoluto. De hecho, le sentaban fatal.

¿Y por qué permitía que una mujer que carecía de belleza y de buenos modales lo irritase?

Echó un vistazo a su alrededor con impaciencia.

Se sintió aliviado al notar que su llegada no había pasado desapercibida, de modo que las despedidas se terminaron con bastante celeridad. La señorita Huxtable lo saludó con un gesto brusco de la cabeza, la señorita Katherine Huxtable sonrió y lo saludó con la mano, y Merton recorrió la calle para estrecharles las manos con un brillo intenso en los ojos.

– Estamos preparados -les dijo-. Pero todavía debemos despedirnos de algunas personas, como pueden ver.

El muchacho regresó a la multitud. Aunque en cuestión de minutos ayudó a dos de sus hermanas a subir al carruaje, mientras que sir Humphrey hacía lo propio con la señora Dew, dándole unas palmaditas en la mano al tiempo que le colocaba lo que parecía un fajo de billetes en la palma. Cuando se alejó, el baronet se sacó un enorme pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz con gran estruendo.

Y por fin, milagrosamente, se pusieron en marcha apenas media hora después de lo que Elliott había planeado… o cinco días después, dependiendo del plan escogido.

Había pensado llevar a cabo el traslado con relativa facilidad, dado que esperaba pasar solo dos días de camino hasta Throckbridge, otro día más en la localidad para informar al joven Merton de las noticias y otros dos días para el trayecto de vuelta a Warren Hall acompañado del flamante conde. Una vez allí, tendría que dedicarse a impartir un programa de intenso aleccionamiento a fin de preparar al muchacho para su nueva posición antes de que llegara el verano.

Sin embargo, ya se habían desbaratado sus planes, tal como debía de haber previsto que sucedería en cuanto se enteró de que había mujeres involucradas. El mismo tenía hermanas y sabía que podían complicar hasta el plan más sencillo del mundo. En vez de dejar que su hermano se marchara con ellos para tomar posesión de su nuevo cargo antes de que la familia volviera a reunirse, las Huxtable habían decidido acompañarlo desde el principio. Incluida la señora Nessie Dew.

De forma conveniente pasó por alto que había sido el propio Merton quien insistió en que sus hermanas lo acompañasen a Warren Hall.

Lo único que tenía claro era su papel de responsable de Merton y de sus tres hermanas, las cuales eran bisnietas de un conde, pero no habían recibido la preparación necesaria para la vida que debían llevar a partir de ese momento. Habían vivido años en ese pueblo, por el amor de Dios, como las hijas del antiguo vicario. Hasta ese día habían residido en una casita que cabría en el vestíbulo de entrada de Warren Hall. Llevaban ropas que a todas luces ellas mismas habían confeccionado, y remendado. La más joven daba clases en la escuela del pueblo. La mayor había hecho las veces de ama de llaves. La viuda… En fin, cuanto menos se dijera de ella, mejor.

No obstante, sí podía decir una cosa de ella: era muy inocente. Tendría que hacerlos presentables a todos, y no sería una tarea fácil. Ni tampoco podría llevarla a cabo sin ayuda.

Iban a necesitar maridos, y dichos maridos deberían ser caballeros que pertenecieran a la alta sociedad, dado que eran las hermanas de un conde. A fin de buscarles maridos respetables entre la alta sociedad, tendrían que ser presentadas a la reina. Iban a necesitar una o dos temporadas sociales en Londres. Y a fin de introducirlas en la alta sociedad para que se movieran entre sus filas con soltura, iban a necesitar a alguien que las respaldara.

A una dama que las amadrinara.

No podían hacerlo solas.

Y él tampoco podía hacerlo. No podía llevar a tres damas solteras a Londres y acompañarlas a todos los bailes y a los eventos que se celebraban en la capital. Las cosas no se hacían así. Sería un escándalo. Y aunque había coqueteado con el escándalo en infinidad de ocasiones en los últimos diez años, no lo había hecho ni una sola vez durante ese último. Había sido el paradigma de la respetabilidad. No le había quedado más remedio. Los días de su alocada juventud habían terminado de forma abrupta con la muerte de su padre.

Ese pensamiento no mejoró su mal humor.

Tampoco podía dejar que las hermanas de Merton fueran a tientas en su nuevo mundo. Por motivos que no atinaba a comprender, era incapaz de abandonarlas a su suerte para que descubrieran que así no se hacían las cosas, aunque se habría sentido tentado en el caso de que la señora Dew fuera la única hermana.