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La campiña era ondulada y verde. Las tierras de labor, muy fértiles. Warren Hall era una propiedad próspera, según les había dicho el vizconde aquella primera mañana. Al igual que lo era el resto de las propiedades de Stephen. En total había tres, una en Dorset, otra en Cornualles y la última en Kent. Pero Warren Hall, en Hampshire, era la casa solariega de la familia.

– ¡Oh, debe de ser esa! -exclamó Katherine de repente mientras se inclinaba hacia delante para pegar la nariz al cristal de la ventanilla a fin de ver mejor el lugar al que se acercaban.

El carruaje giró hacia la izquierda para atravesar los altos pilares de piedra de la verja que señalaba la entrada, y en ese momento Stephen se acercó al vehículo. Se había adelantado cabalgando un poco antes, pero había vuelto. Se agachó sobre su montura para mirarlas a través de la ventanilla. Tenía la cara enrojecida por el frío y una expresión ansiosa.

– ¡Esa es! -les dijo moviendo los labios y señalando con el dedo.

Margaret sonrió y asintió con la cabeza. Vanessa levantó una mano para indicarle que lo habían entendido. Katherine alargó el cuello para ver la mansión, aunque todavía era imposible debido a la densa arboleda a través de la cual discurría el serpenteante camino.

Al cabo de unos minutos todas pudieron verla, en cuanto el carruaje dejó atrás la arboleda y de repente, como si estuviera preparado de antemano, el sol surgió de entre las nubes que habían cubierto el cielo prácticamente todo el día.

Warren Hall.

Vanessa esperaba que fuera una construcción medieval, tal vez por su nombre, pero en realidad era una mansión de estilo palladiano, de piedra color gris claro y líneas sobrias. Contaba con una cúpula y con un pórtico en la fachada principal rematado con columnas, bajo el cual se encontraba la puerta, a la que se accedía subiendo un tramo de escalera. A un lado se emplazaba un establo, lugar hacia donde proseguía el camino de acceso a la mansión. Delante de la casa se extendía una amplia terraza delimitada por una balaustrada de piedra. Debajo estaban los jardines, aún sin flores debido al frío de febrero, a los que se accedía a través de un par de escalinatas.

– ¡Dios mío! -Exclamó Vanessa-. Es real, ¿verdad?

Una pregunta muy tonta, aunque sus hermanas debieron de entender a qué se refería porque no necesitaron que les explicara el significado.

Ambas contemplaban boquiabiertas la mansión.

– ¡Es preciosa! -exclamó Katherine.

– Veo que seguiré teniendo un jardín que atender -comentó Margaret.

En cualquier otro momento todas se habrían echado a reír a carcajadas porque llamar a lo que tenían delante «jardín» era el eufemismo del siglo. Además de los jardines que se extendían a los pies de la terraza, la mansión estaba rodeada de verde hasta donde alcanzaba la vista.

Sin embargo, nadie se rió.

Porque, ciertamente, todo se había vuelto muy real de repente. Ninguna se había imaginado semejante esplendor ni el cambio que supondría en sus vidas. Pero allí estaban.

La avenida de entrada ascendía por una suave loma al acercarse al establo y después giraba de forma inesperada para llegar hasta la misma terraza y dejarlos a los pies de los escalones del pórtico. En el centro de la terraza se alzaba una fuente de piedra, aunque en esa época del año no tenía agua. También había muchos maceteros de piedra que en verano estarían cuajados de flores.

Cuando el carruaje se detuvo, el cochero bajó para abrirles la portezuela y bajar los escalones. Stephen se acercó y le tendió la mano a Margaret para ayudarla a bajar. Después cogió a Katherine por la cintura, de forma que los escalones no fueron necesarios. Sí, estaba eufórico. Otra mano apareció por el vano antes de que Stephen pudiera volverse hacia Vanessa. La mano del vizconde de Lyngate.

Vanessa se había estado escondiendo de él en la medida de lo posible desde el día que se desahogó y le dijo lo que pensaba con pelos y señales. Su temeridad la horrorizó cuando se detuvo a analizar lo sucedido, pero también se sintió orgullosa por haber encontrado el valor para hacer lo que había hecho. No obstante, le daba muchísima vergüenza la idea de volver a toparse con él cara a cara.

Y había llegado ese temido momento.

En realidad, lo había estado observando más de la cuenta con disimulo a lo largo del viaje. No podía negar que era un hombre muy apuesto -adjetivo que se quedaba corto-, muy viril y muy… en fin, muy masculino. Admiraba la facilidad con la que montaba a caballo, y lo había observado a menudo mientras se engañaba diciéndose que estaba observando a Stephen. Todo era muy injusto. Hedley había merecido todas las cosas buenas y maravillosas que el mundo tenía por ofrecer y, sin embargo, se había pasado los dos últimos años de su vida consumido, sin fuerzas y muy enfermo.

A decir verdad, se sentía muy culpable por admirar a un hombre que era su antítesis en todo. Porque tenía la sensación de que su lealtad debía seguir al lado de su marido.

Pero Hedley estaba muerto.

– Gracias. -Se obligó a mirar al vizconde a los ojos al tiempo que aceptaba su mano y bajaba los escalones. Una vez en la terraza, su mirada voló hacia la mansión-. ¡Oh, es mucho más grande de lo que parecía desde la distancia!

Se sentía como una enana. ¡Y qué comentario más torpe acababa de hacer!

– Da esa sensación porque desde la avenida la mansión parece estar unida a la terraza y a los jardines, y la vista es tan impresionante que el tamaño de la mansión queda relegado a un segundo plano -explicó el vizconde-. La idea es quedar impresionado por la mansión en sí una vez que se llega a este punto.

– Los escalones son de mármol -dijo ella.

– Sí, lo son -confirmó él-, al igual que las columnas.

– Y aquí es donde creció nuestro abuelo.

– No -la corrigió el vizconde-. Esta casa se construyó hace treinta años. La antigua construcción medieval se demolió para levantar esta. Según me han dicho, estaba en un estado ruinoso y lamentable. Y, desde luego, este diseño es magnífico. De todas formas, me habría encantado ver la antigua. Es posible que se hayan perdido muchos recuerdos, así como la personalidad de Warren Hall, en aras de la modernidad.

Vanessa lo miró, asombrada por un análisis de índole tan sentimental. No obstante, en ese momento se percató de que su mano enguantada aún estaba en la del vizconde. La apartó con brusquedad, como si acabara de quemarse, logrando de esa forma que él reparara en ese gesto y enarcara las cejas.

Un caballero de porte espléndido y vestido de negro de los pies a la cabeza estaba haciéndole una reverencia a Stephen mientras le señalaba los escalones del pórtico. Comprendió con cierta sorpresa que debía de ser el mayordomo. En los escalones aguardaba una mujer regordeta, también vestida de negro, que posiblemente fuera el ama de llaves. Y en la parte superior, en el pórtico, vio por primera vez dos hileras de criados pulcramente vestidos que flanqueaban la enorme puerta principal, cuyas dos hojas estaban abiertas. Los criados aguardaban la inspección del nuevo señor.

¡Dios santo! No se le ocurría otra recepción más intimidante que esa. ¿Cómo iba Stephen a lidiar con toda esa pompa y boato?

Sin embargo, Stephen seguía al mayordomo escalones arriba del brazo de Katherine y de Margaret, si bien volvió la cabeza para comprobar que ella los acompañaba.

El vizconde de Lyngate le ofreció el brazo, y Vanessa lo aceptó.

Los criados no llevaban abrigo para combatir el frío reinante pese a la repentina aparición del sol. No obstante, ninguno movió ni un solo músculo salvo para realizar la reverencia de rigor a medida que el mayordomo hacía las presentaciones. Stephen tuvo el detalle de hablar con cada uno de ellos, como si llevara los modales en la sangre, pensó ella con cierto orgullo.

Cuando pasó entre ambas hileras y vio sus reverencias, se obligó a sonreír y a saludarlos inclinando la cabeza. Rundle Park era una casita de campo en comparación con todo aquello.