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– No. -Con se enderezó y se volvió para mirar a Phillip Grainger, su vecino y amigo-. He venido para compartir las buenas noticias con Jon La búsqueda ha sido fructífera.

– ¡Ah! -Phillip no preguntó a qué búsqueda se refería. Se inclinó para darle unas palmaditas en el cuello a su montura a fin de tranquilizarla-. Bueno, supongo que era inevitable. Pero hace un día espantoso para que estés aquí en el cementerio. Vamos a Las Tres Plumas, te invito a una pinta de cerveza. O a dos. O a veinte. Eso sí, la vigésima primera la pagas tú.

– Una invitación imposible de rechazar. -Con se colocó el sombrero y silbó para que se acercara su caballo, que acudió al trote.

– ¿Te vas, entonces? -le preguntó Phillip.

– Ya me han dado el aviso para que lo haga -respondió Con, mostrando una sonrisa feroz-. Tengo que marcharme antes de que acabe la semana.

– ¡Caray! -Su amigo hizo una mueca.

– En fin… -repuso Con-, no pienso darle la satisfacción. Me iré cuando lo estime conveniente.

Se quedaría desoyendo a su propia voluntad y también desoyendo una orden con tal de fastidiar. Llevaba un año fastidiando a ciertas personas con bastante éxito.

De hecho, llevaba toda su vida haciéndolo. Porque era la forma más rápida de lograr la atención de su padre. Un motivo muy inmaduro si se paraba a analizarlo.

Phillip rió entre dientes.

– ¡La madre que te…! -Exclamó su amigo, que no completó la frase-. Voy a echarte de menos. Aunque esta mañana me habría encantado no tener que buscarte por todo el campo después de que me dijeran que no estabas en casa.

Mientras cabalgaban, Con volvió la cabeza por última vez para mirar la tumba de su hermano.

Por absurdo que pareciera, se preguntó si Jon se sentiría solo cuando se marchara.

Y si él mismo también se sentiría solo.

CAPÍTULO 01

Los habitantes de Throckbridge, un pueblecito situado en Shropshire, y sus alrededores pasaron la semana anterior al 14 de febrero muy emocionados. Alguien (la identidad de la persona en concreto no estaba del todo clara, aunque seis o siete personas se atribuían el mérito) había sugerido que se celebrara una fiesta en la planta alta de la posada para celebrar el día de San Valentín, dado que parecía haber pasado una eternidad desde las Navidades y todavía faltaba otro tanto para el verano, fecha en la que se celebraba la verbena estival de Rundle Park.

Una vez planteada la sugerencia (de labios de la señora Waddle, la esposa del boticario, o de la señora Moffet, el ama de llaves de sir Humphrey Dew, o de la señorita Aylesford, la hermana solterona del vicario, o de cualquier otra persona de las que afirmaban haber tenido la idea), nadie fue capaz de explicar por qué nunca se les había ocurrido celebrar dicha festividad con un baile. Sin embargo, y dado que ese año sí se les había ocurrido, a nadie le cabía la menor duda de que la celebración de San Valentín se convertiría en un evento anual a partir de ese momento.

Todos estuvieron de acuerdo en que era una idea magnífica. También estuvieron de acuerdo, con especial énfasis tal vez, los niños que no tenían la edad suficiente para asistir ese año pese a las enérgicas protestas dirigidas a los adultos que habían impuesto las reglas. La asistente más joven sería Melinda Rotherhyde, que contaba con quince años, y su presencia quedaba justificada porque era la benjamina de los Rotherhyde y era impensable dejarla sola en casa. Y también se le permitía la asistencia, según añadieron las voces más críticas, porque los Rotherhyde siempre habían sido muy indulgentes con sus hijos.

El varón más joven sería Stephen Huxtable. Solo tenía diecisiete años, aunque a nadie se le había pasado por la cabeza que no asistiera. Pese a su juventud, era el preferido de las mujeres de todas las edades. Melinda, en especial, llevaba tres años suspirando por él, fecha en la que se vio obligada a renunciar a él como compañero de juegos porque su madre dejó de considerar apropiado que estuvieran juntos a todas horas a tenor de sus avanzadas edades y la diferencia de sexos.

El día del baile estuvo lloviznando desde el amanecer, aunque no parecía tan desastroso como la predicción del anciano señor Fuller, que el domingo anterior, después de misa, anunció mientras movía la cabeza y parpadeaba sin cesar que habría dos metros de nieve. El salón de reuniones de la posada estaba recién barrido y fregado; los candelabros de pared tenían velas nuevas; el fuego crepitaba en las chimeneas situadas en los extremos opuestos de la estancia; y se había probado el piano para comprobar que estuviera afinado… aunque a nadie se le había ocurrido pensar qué hacer si no era ese el caso, ya que el afinador más cercano vivía a más de treinta kilómetros de distancia. El señor Rigg se llevó el violín, lo afinó y estuvo tocando un poco a fin de calentar los dedos y hacerse a la acústica de la estancia. Las mujeres llevaron comida suficiente para alimentar a quinientas personas y dejarlas saciadas durante una semana entera, o eso declaró el señor Rigg después de probar una tartaleta de mermelada y unos trozos de queso, motivo por el cual su nuera le llamó la atención dándole una palmadita en la mano.

Las mujeres de todas las edades se pasaron el día rizándose el pelo y cambiándose de vestido unas cuantas veces hasta que acabaron volviendo, cómo no, a su primera opción. Casi todas las jóvenes casaderas de menos de treinta años, y bastantes de las que superaban esa edad, soñaban con San Valentín y con las posibilidades románticas que ese día podría reportarles si acaso… En fin, si acaso un adonis desconocido apareciera de la nada para caer rendido a sus pies. O en cualquier caso si un conocido por el que sintieran especial predilección se dignara bailar con ellas y reparara en sus maravillosos encantos y…

Bueno, al fin y al cabo era el día de San Valentín.

Y aunque a lo largo y ancho del pueblo todos los hombres fingían un enorme desinterés por todo ese fastidioso asunto de la fiesta, se aseguraron de que sus zapatos de baile estuvieran bien relucientes, de que sus fracs estuvieran impecables y de haber invitado a bailar a la mujer con la que deseaban compartir la primera pieza. Después de todo, las damas seguro que se mostrarían más predispuestas de lo acostumbrado al coqueteo, dado que se estaba celebrando el día de San Valentín.

Aquellas personas demasiado mayores para bailar, para coquetear o para soñar con un romance arrebatador esperaban una velada bulliciosa en la que cotillear y jugar a las cartas… y un festín delicioso que siempre era lo mejor de todas las celebraciones locales.

Por tanto, salvo por las quejas de los más jóvenes del pueblo, todos se mostraban entusiasmados con el baile, ya fuera abiertamente o para sus adentros.

Sin embargo, había una excepción muy notable.

– ¡Una fiesta pueblerina, por el amor de Dios! -Elliott Wallace, vizconde de Lyngate, estaba repantingado en un sillón una hora antes de que diera comienzo el baile; sobre el apoyabrazos había colocado una pierna, que balanceaba con impaciencia-. ¿Podríamos haber llegado en peor momento aunque nos lo hubiéramos propuesto, George?

George Bowen, que estaba delante de la chimenea para calentarse las manos, sonrió sin dejar de mirar las ascuas.

– ¿Bailar con unas cuantas pueblerinas solteras no te parece un buena forma de divertirse? -preguntó-. Pues tal vez sea lo que necesitamos para aliviar los músculos que tenemos agarrotados por el largo viaje.

El vizconde de Lyngate miró a su secretario y amigo con seriedad.

– ¿Has hablado en plural? Creo que estás equivocado, amigo mío -le aseguró-. Puede que a ti te guste pasar toda la noche bailando. Pero yo preferiría una botella de buen vino, si es que se puede encontrar semejante lujo en este remedo de posada, un buen fuego en la chimenea y una buena noche de sueño si no se me presenta nada mejor. Y una fiesta pueblerina no entra en esa categoría ni por asomo. Sé de buena tinta que esas idílicas pastorales que aseguran que las doncellas campestres no solo abundan, sino que son siempre rubias, voluptuosas, de mejillas sonrosadas y muy dispuestas solo son patrañas que no valen ni el papel en el que están escritas. Vas a bailar con señoras casadas de caras largas y con sus atontadas hijas, George, date por avisado. Y tendrás que entablar conversación con un buen número de caballeros con la cabeza aún más hueca que la de sir Humphrey Dew.