Se percató de que el señor Bowen los alcanzaba.
Y después pasaron al vestíbulo de entrada, que era grandioso y que la dejó sin aliento. Era de planta circular, con columnas que se alzaban hasta el techo, del cual surgía la cúpula, adornada con molduras doradas y frescos que representaban escenas de carácter mitológico. La luz procedente de sus estrechos ventanales iluminaba el vestíbulo y se derramaba sobre las columnas, creando un juego de luces y sombras sobre el suelo ajedrezado.
Todos se detuvieron, boquiabiertos.
El vizconde de Lyngate fue el primero en hablar.
– ¡La madre que lo p…! -lo oyó murmurar mientras ellos seguían admirando la cúpula. El mayordomo y el ama de llaves esperaban para llevarlos a alguna otra estancia.
Vanessa miró sorprendida al vizconde, pero en ese instante vio que otro caballero aparecía en el vestíbulo tras pasar bajo uno de los arcos. Sus pasos reverberaron en las paredes.
Lo primero en lo que se fijó fue su altura y su pelo negro. Era un hombre guapo y de piel morena. Sobre su frente caía un mechón oscuro, y llevaba un traje de montar negro, desgastado pero que resaltaba a la perfección su complexión atlética. Cuando se detuvo, se llevó las manos a la espalda y sonrió. Con sorprendente simpatía.
Se parecía tanto al vizconde de Lyngate que no le habría sorprendido enterarse de que eran hermanos.
– ¡Vaya! -exclamó el recién llegado-. El nuevo conde, ¿verdad? Y su… ¿séquito?
El vizconde apartó la mano de Vanessa, que descansaba en su brazo, para acercarse al desconocido. Sus pasos hicieron que el gabán se agitara en torno a las botas. Se detuvo apenas a unos centímetros del otro hombre. Eran casi de la misma altura.
– Supuestamente deberías haberte marchado -lo oyó decir con tirantez y con evidente desagrado.
– ¿Ah, sí?-replicó el otro caballero sin que su sonrisa flaqueara, pero con una nota en su voz que bien podía calificarse de hastío-. Pero no lo he hecho, Elliott, ¿no es cierto? Haz las presentaciones, si eres tan amable.
El vizconde titubeó, pero acabó volviéndose para mirarlos.
– Merton -dijo-, señorita Huxtable, señora Dew, señorita Katherine, permítanme presentarles al señor Huxtable.
¿No era su hermano?, pensó Vanessa.
– Constantine Huxtable -precisó el aludido saludando con una elegante reverencia-. Con para los amigos.
– ¡Caray! -Exclamó Stephen, que se adelantó para estrecharle la mano mientras ellas correspondían a su reverencia-. Compartimos el mismo apellido. Supongo que somos parientes.
– Supone usted bien -repuso el señor Huxtable mientras sus hermanas y ella observaban la escena con interés-. Para ser exactos, somos primos segundos. Tenemos un bisabuelo en común.
– ¿Ah, sí? -Exclamó Stephen-. Nessie ha estado hablándonos un poco de nuestro árbol genealógico, un tema al que los demás nunca le hemos prestado atención, siento reconocerlo. El bisabuelo solo tuvo dos hijos, ¿no es así?
– Su abuelo y el mío -contestó Constantine Huxtable-. Que a su vez tuvieron respectivamente a su padre y al mío. En la siguiente generación el título lo llevó mi hermano pequeño, recientemente fallecido. Y ahora usted. Es el conde de Merton. Lo felicito. -Realizó una nueva reverencia.
Así que Constantine Huxtable y el vizconde de Lyngate eran primos hermanos. Por parte de madre. Sin embargo, el parentesco que Vanessa estaba analizando no era ese. Ni sus hermanos, según ponían de manifiesto sus respectivas expresiones. Stephen miraba a su primo segundo con el ceño fruncido.
– Hay una cosa que no entiendo -afirmó-. ¿Es usted el hermano mayor del conde recientemente fallecido? En ese caso, ¿no debería usted…? ¿No debería ser…?
– ¿El nuevo conde de Merton? -El señor Huxtable soltó una carcajada-. Perdí la oportunidad de obtener la gloria por dos días, muchacho. Es la consecuencia de un exceso de entusiasmo. Tal vez pueda usted aplicarse el cuento. Mi madre era griega, hija del embajador de dicho país en Londres. Conoció a mi padre durante una visita a su hermana, que estaba casada con el vizconde de Lyngate y que vivía muy cerca de aquí, en Finchley Park. Sin embargo, esperó a estar de regreso en Grecia con su padre, mi abuelo, para confesar que se encontraba en estado… digamos que… interesante. Mi abuelo volvió a cruzar Europa hecho un basilisco. Exigió que mi padre hiciera lo correcto, y lo hizo. Pero yo no esperé a que el cuento tuviera un final feliz, o más bien un principio, para aparecer en la historia. Acusé el nerviosismo de una travesía por mar que había dejado a mi madre postrada en la cama e hice mi llorosa aparición en este mundo dos días antes de que mi padre obtuviera una licencia especial de matrimonio. De ahí que siempre haya sido un hijo ilegítimo, y seguiré siéndolo. Mis amados padres tuvieron que esperar diez años más para que naciera un heredero legítimo… con vida. Jonathan. Le habría encantado conocer a sus nuevos primos. ¿Verdad, Elliott? -Miró al vizconde de Lyngate con una ceja enarcada, una expresión que Vanessa interpretó como burlona.
Saltaba a la vista que los primos no se tenían mucho cariño.
– Pero murió hace unos meses -añadió Constantine Huxtable-, unos cuantos años después de lo que los médicos pronosticaron. De modo que aquí está usted, el flamante conde de Merton, con sus hermanas. Porque supongo que estas tres damas son sus hermanas, incluyendo a la señora Dew. Señora Forsythe, tomaremos el té en el salón. -Hablaba con voz autoritaria y con el aplomo característico de la aristocracia, como si fuese el conde de Merton y el dueño de Warren Hall.
– Es la historia más triste que he escuchado en la vida -dijo Katherine, que lo miraba con los ojos como platos-. Debo plasmarla en papel.
Constantine Huxtable se volvió hacia ella con una sonrisa.
– ¿Me convertirá en el héroe trágico? -le preguntó-. Le aseguro que el hecho de haber nacido dos días antes de lo conveniente ha tenido sus compensaciones. Una cierta libertad, por ejemplo, de la que ni Merton ni mi primo Elliott aquí presente podrán disfrutar nunca. -Le hizo una reverencia a Margaret-. Señorita Huxtable, será un placer ofrecerle mi brazo hasta el salón.
Margaret se acercó y lo tomó del brazo, tras lo cual el señor Huxtable se dirigió hacia el arco por el que había aparecido un rato antes. Stephen y Katherine los siguieron de cerca, observando con interés a su recién hallado primo. El vizconde de Lyngate intercambió una mirada con el señor Bowen antes de volver a ofrecerle el brazo a Vanessa.
– Le pido disculpas -dijo él-. Se le exigió que se marchara.
– ¿Por qué? -quiso saber ella-. Es nuestro primo, ¿no es así? Y nos ha dado la bienvenida con gran elegancia cuando en realidad debería estar resentido con nosotros. O más bien con Stephen. Su historia es cierta, ¿verdad? ¿Creció aquí como el primogénito de los condes de Merton?
– Es cierta, sí. Pero las leyes inglesas son muy rígidas al respecto -le aseguró el vizconde-. No habría podido legitimar su nacimiento ni aun cuando la línea dinástica hubiera quedado escindida.
– Pero de haber sido así, podría haber apelado a la magnanimidad del rey para que le otorgara el título, ¿no? -señaló Vanessa mientras pasaban bajo el arco y llegaban a los pies de una magnífica escalinata de mármol que ascendía trazando una amplia curva hacia la segunda planta. Creía recordar haber leído algo al respecto en algún sitio.
– Supongo que podría haberlo hecho -respondió el vizconde de Lyngate-. Un abogado conocerá mejor la legitimidad de semejante petición y la posibilidad de que le hubiera sido concedida. De todas formas, había un descendiente. Su hermano.
¿Cómo era posible que Constantine Huxtable no albergara un fuerte resentimiento hacia Stephen?, se preguntó mientras alzaba la vista hasta la escalinata para observar al susodicho, que tenía la cabeza inclinada para escuchar lo que Margaret le estuviera diciendo. Debía de pensar que una horda de extraños había invadido su hogar.