Un hogar que le habían exigido que abandonara. Y la orden se la había dado el tutor de su hermano pequeño, más concretamente. Su primo hermano. La madre de Constantine Huxtable y la del vizconde de Lyngate habían sido hermanas.
– Es un hombre problemático, señora Dew -oyó que le decía el vizconde en voz baja-. Su intención al demorarse no puede ser buena. No se deje embaucar por su encanto, una cualidad que posee en abundancia. Su hermano debe mostrarse muy firme con él. Debe darle una semana de plazo como mucho para que se marche. Ha tenido tiempo más que suficiente para encontrar otra casa y para hacer el equipaje.
– Pero esta es su casa -le recordó ella con el ceño fruncido-. Siempre ha pertenecido a este lugar. Habría sido suyo de no haber nacido con dos días de antelación.
– Pero no fue así-repuso el vizconde con firmeza mientras seguían a los demás hacia el salón-. Hay muchas cosas en la vida que podrían haber sido, pero que no fueron. Es absurdo dejarse influir por las posibilidades truncadas. Porque dichas posibilidades no conforman la realidad. La realidad, señora Dew, es que Con Huxtable es el hijo ilegítimo del que fuera conde de Merton, y que el nuevo conde de Merton es su hermano. Sería un error dejarse conmover por la lástima.
Sin embargo, sentir lástima por los demás era una condición que denotaba la verdadera humanidad del ser humano, concluyó Vanessa. ¿Quería eso decir que el vizconde de Lyngate carecía de humanidad? Lo miró con el ceño todavía fruncido. ¿Acaso no albergaba sentimientos hacia los demás, ni siquiera en el caso de su primo?
El vizconde se había alejado de ella y caminaba en dirección a Stephen, que observaba con admiración a Constantine Huxtable. Al igual que hacía Katherine. Margaret lo miraba con ternura. Vanessa sonrió a su recién descubierto primo segundo, aunque no la estaba mirando.
Debía de ser un día terrible para él. El hecho de conocer a otros miembros de su familia, por muy predispuestos que estuvieran a tratarlo con cariño, sería un magro consuelo.
Vanessa había olvidado por unos minutos el asombro que la invadió al entrar en la mansión, cuya majestuosidad superaba con creces todos sus sueños. Sin embargo, el asombro regresó de forma inesperada. El salón era de planta cuadrada, muy grande, de techo abovedado pintado con frescos que rememoraban escenas mitológicas y adornado con molduras doradas. Los muebles eran elegantes, tapizados con terciopelo de color vino. Las paredes estaban adornadas con cuadros de recargados marcos dorados. En el suelo había una inmensa alfombra persa, y allí donde se veía el parquet, los tablones de madera estaban tan relucientes que pensó que tal vez podría contemplar su reflejo si se inclinaba.
De repente, la invadió la nostalgia por Rundle Park, como si hubiera dejado a Hedley allí.
No debía olvidarlo. No lo olvidaría.
Clavó los ojos en el vizconde de Lyngate, que aun sin el abrigado gabán parecía muy alto e imponente, muy viril. Muy masculino. Y muy guapo, claro. Y muy vivo.
La invadió el resentimiento.
Elliott y Con Huxtable habían sido amigos íntimos toda la vida, hasta hacía un año. Los tres años de diferencia que existían entre sus edades (Elliott era el mayor) nunca habían sido un impedimento para su amistad. Vivían a unos ocho kilómetros de distancia, eran primos, no tenían otros compañeros de juegos en los alrededores y les gustaban las mismas actividades, sobre todo los deportes al aire libre y los juegos que requerían un gran despliegue de energía como trepar a los árboles, zambullirse en el lago, atravesar ciénagas embarradas u otras aventuras del estilo. Eran unas jornadas agotadoras y muy divertidas que en más de una ocasión les causaron problemas con sus respectivas niñeras.
Siguieron siendo amigos mientras crecían, y siguieron disfrutando de la vida juntos, aunque era normal que acabaran provocando algún embrollo, protagonizando algún escándalo o poniéndose en peligro, de forma que lograron la admiración de sus pares y una fama no muy favorable entre la alta sociedad. Ambos se convirtieron en los preferidos de las damas.
Juntos dieron rienda suelta a las locuras de la juventud, aunque la verdad fue que nunca hicieron daño a nadie. Ni siquiera ellos salieron mal parados, cosa que podría considerarse milagrosa. Al fin y al cabo, eran dos caballeros educados que sabían muy bien dónde estaban los límites.
La amistad continuó después de la muerte del padre de Con, aunque a partir de ese momento este comenzara a pasar cada vez más tiempo en Warren Hall con Jonathan, a quien quería muchísimo. Elliott lo echaba de menos, pero admiraba el gran cariño que le profesaba a su pobre hermano. Por aquel entonces comprendió con asombro que Con estaba madurando y sentando cabeza mucho antes que él. El padre de Elliott era el tutor legal del muchacho, claro, pero el resto de sus obligaciones lo mantenía muy ocupado, de modo que confiaba en que Con se ocupara de las necesidades de su hermano y del manejo diario de sus propiedades con la ayuda de un administrador competente.
No obstante, el padre de Elliott murió poco después.
Y todo cambió. Porque Elliott había decidido asumir sus nuevas responsabilidades del modo más serio posible, y una de dichas responsabilidades era Jonathan. Así que pasó un tiempo en Warren Hall, familiarizándose con la labor de ser el albacea y tutor del conde de Merton, aunque su idea era cederle en la práctica esa responsabilidad de nuevo a Con. En cierta forma le avergonzaba que su tío no hubiera nombrado a Con tutor oficial de su hermano. Podría haber asumido ese papel perfectamente tanto por su edad como por su preparación. Además, Jonathan lo adoraba.
Sin embargo, Elliott no tardó en descubrir con todo el dolor de su corazón que Con había abusado de la confianza de su padre al apropiarse de forma ilícita de parte del dinero que generaban las propiedades de su hermano y al robar una serie de joyas muy valiosas que pertenecían a la herencia familiar, amparándose en la seguridad de que su hermano jamás repararía en ello. Y al poco tiempo Elliott descubrió el libertinaje con el que conducía su vida en Warren Halclass="underline" criadas embarazadas y despedidas, las hijas de los trabajadores de la propiedad arruinadas.
Con no era el hombre que él había creído que era. Carecía de sentido del honor. Se aprovechaba de los débiles. Era la antítesis de un caballero. Y la injusticia de no ser el heredero de su padre por haber nacido antes de tiempo no justificaba sus actos.
Descubrir el alcance de sus fechorías había sido muy doloroso para Elliott.
Sin embargo, Con nunca admitió el robo de las joyas ni el libertinaje. Pero tampoco negó nada. Se limitó a reírse a carcajadas cuando Elliott le pidió explicaciones para lo que había descubierto.
– Elliott, vete al cuerno -fue lo único que le dijo.
Llevaban un año de amarga enemistad. Al menos, para Elliott había sido amarga. No sabía qué opinaba Con al respecto.
Como era de esperar, Elliott se había hecho cargo de la tutela de Jonathan y del manejo de sus propiedades, de forma que había pasado casi tanto tiempo en Warren Hall como en Finchley Park, o eso le parecía. Entre unas cosas y otras, había tenido muy poco tiempo para sí mismo.
Con había logrado que ese último año fuera un infierno. Había hecho todo lo que estaba en su mano para obstaculizar la labor del que fuera su amigo y para convencer a Jonathan de que desafiara cada una de sus decisiones. Esto último no le había supuesto demasiado esfuerzo. El pobre muchacho ni siquiera era consciente de que lo estaba manipulando.
Tal vez en un exceso de ingenuidad, Elliott había pensado que lo peor había quedado atrás, porque aunque el nuevo conde de Merton era menor de edad y no estaba preparado para la vida y para los deberes que lo aguardaban, de la misma forma que tampoco lo estaban sus tres hermanas, al menos Con Huxtable ya no sería una espina clavada en su costado.
O eso había pensado. Le había ordenado a Con que abandonara Warren Hall.