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Al escucharlo, Elliott acortó la distancia que los separaba y le asestó un puñetazo en la cara… que habría dado en el blanco si Con no hubiera desviado el golpe con el antebrazo, de manera que su puño le pasó rozando la oreja. Con le devolvió el golpe, pero solo atinó a darle en el hombro en vez de hacerlo en la barbilla, como había sido su intención.

Se separaron con los puños en alto y empezaron a trazar un círculo mientras buscaban un punto débil en la defensa de su rival. Estaban listos para la pelea aunque ni siquiera se habían quitado las chaquetas.

Eso era lo que había estado buscando desde hacía mucho tiempo, comprendió Elliott, un tanto entusiasmado muy a su pesar. Ya era hora de que alguien le diera a Con su merecido. Además, siempre había sido mejor que él con los puños, por muy cierto que fuese que en una ocasión Con le puso un ojo morado y lo hizo sangrar por la nariz… ¡aunque ni mucho menos como un cerdo!

En ese momento vio dónde flaqueaba su defensa…

– ¡Por favor, no! -Exclamó una voz a su espalda-. Con la violencia no se consigue nada. ¿No pueden hablar para resolver sus diferencias?

La voz de una mujer.

Diciendo una sarta de tonterías.

La voz de la señora Dew. ¡Cómo no!

Con dejó caer los puños y sonrió.

Él volvió la cabeza y la fulminó con la mirada.

– ¿Hablar? -repitió él-. ¿¡Hablar!? Me veo obligado a ordenarle que dé media vuelta y regrese a la casa, y que se quede allí, porque este asunto no le concierne, señora.

– ¿Para que puedan hacerse daño el uno al otro? -replicó ella, que siguió acercándose-. Los hombres son muy tontos. Creen que son el sexo superior, pero siempre que tienen una diferencia, ya sea entre dos hombres, entre dos grupos de hombres o entre dos países gobernados por hombres, solo se les ocurre pelear para solucionarla. Una pelea, una guerra viene a ser lo mismo.

¡Por el amor de Dios!

Supuso que se había vestido a toda prisa. No llevaba ni guantes ni bonete, y tenía el pelo recogido en un moño medio deshecho en la nuca. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes.

Era la mujer más abominable que había tenido la desgracia de conocer.

– Tienes razón, Vanessa -dijo Con, incapaz de disimular la risa-. Yo siempre he creído que el sexo femenino es el superior. Pero debes entender que a los hombres nos encanta una buena pelea.

– No vas a convencerme de que es un enfrentamiento amistoso -le aseguró ella-. Porque no lo es. Por algún motivo os odiáis… o creéis que lo hacéis. Si os sentarais a hablar, tal vez podríais solucionar este malentendido con más facilidad de la que pensáis y volveríais a ser amigos. Supongo que una vez lo fuisteis. Habéis crecido a pocos kilómetros de distancia y sois primos de edades muy parecidas.

– Si Elliott está de acuerdo, nos daremos un beso y haremos las paces -dijo Con.

– Señora Dew, su impertinencia no conoce límites -comentó Elliott-. De todas formas, siento mucho haber estropeado su paseo. Permítame acompañarla de vuelta a la casa.

La fulminó con la mirada para dejarle claro que era muy consciente de que no estaba dando un paseo como acababa de decir. Al igual que él, había estado mirando por la ventana y los había visto salir de la mansión. La señora Dew, como buena metomentodo que era, había sacado sus propias conclusiones y los había seguido.

– No me moveré hasta que me aseguren, los dos, que no se pelearán más tarde, mañana o cualquier otro día, cuando yo no esté presente para detenerlos -sentenció sin moverse del sitio y con voz firme.

– Yo sí vuelvo a la casa -dijo Con-. No te preocupes por este asunto, Vanessa. Como ya te imaginarás, Elliott y yo llevamos toda la vida siendo amigos y enemigos, aunque hemos sido amigos mucho más tiempo. Siempre que nos peleamos (incluso el día que me rompió la nariz a los catorce años y yo le puse un ojo morado), acabamos echándonos unas risas, encantados de haber pasado un buen rato.

La señora Dew chasqueó la lengua, pero Con siguió hablando.

– Debo marcharme en breve. Ciertos asuntos reclaman mi presencia en otra parte. Prometo no iniciar ninguna pelea con Elliott hasta mi regreso.

Después de la promesa, soltó una carcajada, le hizo una reverencia a la señora Dew, le lanzó una mirada burlona a Elliott y se dio media vuelta para echar a andar hacia la casa.

– Esa promesa haría que usted fuera el responsable de cualquier pelea que pudiera suscitarse -afirmó la señora Dew, que se volvió hacia Elliott con una sonrisa-. Ha sido muy listo. ¿Siempre ha tenido la habilidad de dejarlo a usted en el papel del villano?

– Estoy muy enfadado con usted, señora -le aseguró.

– Lo sé. -Su sonrisa se tornó tristona-. Pero yo también estoy enfadada con usted. Esta es una semana muy feliz para mi hermano. Y para mis hermanas. No quiero que su felicidad se vea empañada por el enfrentamiento que mantienen Con y usted. ¿Cómo se sentirían si los ven aparecer en la casa con los ojos morados, las narices rotas o los nudillos destrozados? Ya se han encariñado con Constantine y a usted lo respetan. No merecen verse afectados por un insignificante enfrentamiento personal.

– No tiene nada de insignificante, señora -afirmó con sequedad-. Pero ha dejado clara su postura. ¿Su felicidad se ha visto empañada?

– La verdad es que no. -Su sonrisa se ensanchó de nuevo y a su rostro asomó la misma expresión risueña y deslumbrante que recordaba de la fiesta de San Valentín-. ¿Aquí están enterrados mis antepasados? Constantine no nos trajo aquí cuando nos enseñó la propiedad.

– Tal vez creyera que es un lugar muy sombrío -aventuró.

– O tal vez el dolor que siente por la pérdida de su hermano es demasiado reciente y demasiado íntimo para compartirlo con unos primos que no lo conocían de nada. Ojalá lo hubiera conocido. ¿Era tan dulce como Constantine lo describe?

– Desde luego -contestó-. Podía ser deficiente en muchos aspectos y tal vez no se pareciera al resto de las personas, pero todos deberíamos aprender de gente como Jonathan. Le entregaba su cariño a todo el mundo, incluso a los que carecían de paciencia para tratar con él.

– ¿Usted lo trataba con paciencia? -le preguntó ella.

– Siempre -explicó-. Después de que mi padre muriera y yo me convirtiera en su tutor, solía esconderse de mí cuando venía a verlo. A veces, si era capaz de seguir escondido sin reírse, me costaba horrores encontrarlo. Pero siempre se alegraba tanto de que lo hiciera que me resultaba imposible enfadarme con él. Al fin y al cabo, era Con quien lo animaba a esconderse de mí.

– ¿Para que su hermano se divirtiera? -Quiso saber Vanessa-. ¿O para molestarlo a usted?

– Lo segundo, sin duda alguna.

– ¿Le molestaba a Con el hecho de que usted fuera el tutor de su hermano a pesar de que son casi de la misma edad? Si es que lo son, claro está.

– Le molestaba muchísimo -contestó con sequedad.

– Pero supongo que tendría claro que no fue a usted a quien nombraron tutor en primer lugar, sino a su padre, mucho mayor y con más experiencia que cualquiera de ustedes.

– Supongo que lo tendría claro -reconoció.

– ¿No podría haber demostrado un poco de sensibilidad y cederle el puesto de tutor a Constantine, aunque fuera de modo oficioso?

– No podía -le aseguró.

– ¡Por Dios! -Lo miró fijamente, con la cabeza ladeada-. Es usted el hombre más inflexible y poco comunicativo que he conocido. Que sepa que esta enemistad entre ambos me parece injustificada. Y ahora exige a Constantine que abandone el único hogar que ha conocido. ¿Es que no le da lástima?