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– Señora Dew, la vida no es tan simple como usted parece creer -dijo él al tiempo que entrelazaba las manos a la espalda y se inclinaba un poco hacia ella-. Tal vez sería mejor que no intentara aconsejarme sobre un asunto del que no sabe absolutamente nada.

– La vida suele ser más sencilla de lo que creemos -le aseguró ella-. Pero si quiere que no me meta en sus asuntos, eso haré. ¿Dónde está enterrado mi bisabuelo?

– Allí. -Se volvió, señaló el lugar y echaron a andar hacia la tumba.

La señora Dew contempló la lápida y el poético epitafio escrito en honor al conde allí enterrado.

– Me pregunto qué diría si pudiera vernos aquí ahora mismo, a los descendientes del hijo al que repudió y de la mujer con la que este se casó.

– La vida nunca es predecible -dijo él.

– Además, todos los conflictos, todo el sufrimiento y toda la soledad que debieron de sentir ambas partes fueron totalmente innecesarios -prosiguió ella-. Aquí estamos de todos modos, aunque se han perdido unos años valiosísimos.

Tenía una expresión triste en los ojos. Con había dicho la verdad, pensó él. La señora Dew tenía unos ojos muy bonitos, incluso cuando no tenían una expresión risueña.

– ¿Dónde está enterrado Jonathan? -preguntó ella.

La llevó hasta la tumba más reciente. La lápida estaba inmaculada y la hierba que la rodeaba estaba bien cortada, sin hierbajos. Alguien había plantado flores de temporada, de modo que las campanillas de invierno ya habían florecido y las hojas de los crocos comenzaban a asomar.

Alguien se había preocupado de atender la tumba. Supuso que se trataba de Con.

¿Una ofrenda nacida de la culpa?

– Ojalá lo hubiera conocido -dijo ella-. Y lo digo de verdad. Creo que lo habría querido mucho.

– Era imposible no encariñarse con él -le aseguró Elliott.

– ¿Acaso no sucede lo mismo con su hermano? -preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarlo-. Tal vez si se hubiera reído de sus intentos por hacerlo enfadar cada vez que le decía a Jonathan que se escondiera de usted, los tres se habrían echado a reír juntos y habrían seguido siendo amigos. Tal vez lo único que le hace falta es un poco de sentido del humor.

Resopló al escucharla.

– ¿¡Sentido del humor!? -masculló-. ¿En el manejo de un deber muy serio? ¿Para enfrentarme a un sinvergüenza? ¿Mientras representaba los intereses de un inocente retrasado mental? Y supongo que también debería demostrar sentido del humor para lidiar con la impertinencia, ¿verdad?

– ¿Yo soy la impertinente? -replicó ella-. En fin, confieso que no podía quedarme de brazos cruzados y dejar que se pelearan sin hacer nada. Y ahora mismo solo quería señalarle un modo de hacer que su vida fuera más feliz y sencilla. Constantine al menos sonríe a menudo, aunque su sonrisa tenga un deje burlón. Usted nunca sonríe. Y si sigue frunciendo el ceño todo el tiempo, como está haciendo ahora mismo, tendrá arrugas permanentes en la frente antes de llegar a viejo.

– Sonreír… -repitió-. ¡Vaya! Por fin comprendo el gran secreto de la vida. Si uno sonríe, la vida será algo sencillo y alegre, sin importar lo sinvergüenza que se sea. Debo aprender a sonreír, señora. Muchas gracias por sus consejos.

Y le sonrió.

La señora Dew lo miró fijamente con la cabeza ladeada.

– Eso no es una sonrisa -dijo ella-. Es una mueca feroz que lo asemeja a un lobo, aunque he leído en algún sitio que los lobos pueden ser las criaturas más admirables y apacibles. Ya ha usado dos veces la palabra «sinvergüenza» para referirse a Constantine. ¿Lo acusa de serlo porque le molestaba que usted fuera el tutor de su hermano y animaba a Jonathan a gastarle bromas? ¿Porque no obedeció su orden y se quedó aquí hasta que nosotros llegamos? «Sinvergüenza» es una palabra muy dura para describir a un hombre como él, ¿no le parece? Si no hay más pruebas de su maldad que lo que me ha contado, no puede pretender que acepte su opinión sin cuestionarla.

– Señora, siempre es bueno tener claro de quién se puede uno fiar y de quién no.

– ¿Y se supone que yo debo confiar en su palabra? -le preguntó ella-. ¿Se supone que debo creer que mi primo es un sinvergüenza porque usted lo dice? ¿Se supone que tengo que descartar todo lo que él diga? Ni tengo motivos para confiar en usted ni los tengo para desconfiar de él. Me formaré mis propias opiniones y sacaré mis propias conclusiones, milord.

– Creo que el desayuno nos espera, señora -dijo-. ¿Volvemos a la casa?

– Sí, supongo que debemos hacerlo -contestó ella con un suspiro-. ¡Ay, Dios! No me he puesto guantes. -Se tocó la cabeza-. Y tampoco he cogido el bonete. ¿Qué pensará usted de mí?

Elliott tuvo el buen tino, tal vez, de no decírselo.

Así que no tenía sentido del humor, ¿verdad?

¡Por el amor de Dios! ¿Acaso tenía que ir gastando bromas a diestro y siniestro y riéndose como una hiena aunque nadie más lo hiciera?, pensó mientras caminaban en silencio el uno junto al otro.

¿O era mejor ir derrochando un encanto tan falso como el de Con?

CAPÍTULO 08

Elliott se quedó tres días más en Warren Hall antes de regresar a Finchley Park. Y fue justo durante esos tres días cuando comenzó a considerar seriamente la idea de casarse con la señorita Margaret Huxtable.

Las tres hermanas Huxtable necesitaban con desesperación cierto lustre urbano, aunque en realidad sus modales eran mucho más refinados de lo que se temió en un principio, y también ciertas relaciones sociales adecuadas a su nuevo estatus. Y lo necesitaban sin pérdida de tiempo, ese mismo año, para la temporada social. Una temporada social que comenzaría de lleno después de Pascua.

De momento las tres tenían cierto aire rústico e ingenuo que las convertía en presas fáciles para los libertinos sin escrúpulos como Con Huxtable.

Con dejó Warren Hall el día posterior a la pelea que evitó la señora Dew. Comentó las noticias de su partida durante la cena y, tras escuchar el coro de protestas que se alzó por parte de sus primos, les aseguró con insistencia que tenía negocios urgentes que atender en otro lado. Se marchó sin fanfarrias, al amanecer y antes de que los demás se levantaran.

Para Elliott fue un alivio tremendo. Aunque no se fiaba de que Con se mantuviera alejado. A los que había que alejar de Warren Hall, al menos de forma temporal, era a los Huxtable, que necesitaban aprender a moverse entre la alta sociedad.

Durante los días que siguieron a la marcha de Con, los observó con atención. Y lo que vio de la señorita Huxtable le gustó mucho. Margaret Huxtable aprendía rápido a manejar los asuntos domésticos de una propiedad tan grande, gracias a las frecuentes consultas que les hacía tanto a la cocinera como al ama de llaves. Se tomaba su responsabilidad muy en serio.

Era una mujer inteligente y sensata.

Y, además, era guapísima. Solo necesitaba arreglarse un poco más, cosa que lograría una vez que estuvieran en Londres, para que su belleza fuera deslumbrante.

Llegó a esa conclusión de forma desapasionada. Ni siquiera la deseaba. Claro que nunca había esperado sentir deseo carnal por su futura mujer. La gente se casaba por motivos que nada tenían que ver con la pasión.

El matrimonio con la señorita Huxtable sería conveniente por numerosas razones. Y era absurdo alentar la leve tristeza que le provocaba la idea. En realidad, el simple hecho de pensar en el matrimonio lo entristecía. Pero por desgracia era algo necesario, algo que no debía demorar más.

Dejó Warren Hall sin haber tomado una decisión definitiva al respecto, pero considerándolo muy seriamente.

El joven conde de Merton se esmeró más por aprender los deberes que conllevaba su título una vez desaparecida la distracción que suponía la presencia de Con. Aunque saltaba a la vista que le apenaba haber perdido a un hombre al que admiraba tanto. Samson y él congeniaron de inmediato, un detalle favorable ya que el administrador era la persona ideal para enseñarle a su señor todo lo que debía saber. Elliott ya había comentado con el muchacho la necesidad de contratar a un tutor para que le enseñara el resto. Lo mejor sería contratar a dos tutores, uno que lo enseñara a ser un aristócrata y otro que lo aleccionara en cuestiones académicas a fin de llegar preparado a la universidad. La sugerencia de que debía proseguir con su plan de estudios pareció horrorizarlo, pero Elliott le señaló que todo caballero que se preciara de serlo debía contar con una buena educación. La señorita Huxtable estuvo de acuerdo con él, de modo que Merton claudicó.