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Y se arrepintió nada más decirlo. El matrimonio de su madre había sido concertado. No obstante, aunque en aquella época su madre era joven y hermosa -de hecho todavía lo era a esas alturas-, su matrimonio no había sido feliz. Su padre se había mantenido fiel a su amante y a la familia que había creado con ella mucho antes de casarse y de crear una nueva familia con su esposa.

La vio sonreír sin apartar la mirada de su taza.

– George sugirió que me casara con la señorita Huxtable -dijo, observándola con mucha atención.

Su madre dejó a medio camino la taza que se estaba llevando a los labios.

– ¿Con la hermana mayor? -le preguntó.

– Por supuesto -respondió.

– ¿Con una joven criada en el campo que ha pasado toda la vida viviendo en una casita de techo de paja? -Frunció el ceño mientras dejaba la taza en el platillo-. ¿Con una joven a quien apenas conoces? ¿Cuántos años tiene?

– Rondará los veinticinco, creo -contestó-. Es una mujer sensata y de modales exquisitos, a pesar de su humilde infancia en la vicaría del pueblo. Es bisnieta y hermana de un conde, mamá.

– Te lo ha sugerido George -dijo su madre-. ¿Qué opinas tú al respecto?

Se encogió de hombros.

– Ya es hora de casarme y de tener hijos -respondió-. Ya me había resignado a contraer matrimonio antes de finales de año, y esperaba ser padre lo antes posible después de la boda. No tenía en mente a ninguna joven en concreto. Supongo que la señorita Huxtable es tan adecuada como cualquier otra.

Su madre apoyó la espalda en el respaldo del sillón y guardó silencio un instante.

– Jessica y Averil han contraído matrimonios muy ventajosos -le recordó a la postre-. Pero, Elliott, lo más importante es que ambas sentían afecto por sus maridos antes de casarse. Es lo que espero que encuentre Cecily este año o el próximo. Es lo que siempre he deseado para ti.

– Ya hemos hablado de esto antes. -Le sonrió-. Mamá, no soy un hombre romántico. Espero casarme con una mujer con quien pueda tener una relación cómoda y agradable, e incluso afectuosa con el paso de los años. Pero lo más importante es elegir con sensatez.

– ¿Y crees que la señorita Huxtable es una elección sensata? -le preguntó su madre.

– Eso espero -respondió Elliott.

– ¿Es guapa?

– Mucho -le aseguró.

Su madre colocó la taza y el platillo en la mesa que tenía al lado.

– Ya va siendo hora de que Cecily y yo hagamos una visita a Warren Hall -anunció-, para saludar al nuevo conde de Merton y a sus hermanas. Deben de pensar que somos muy negligentes por no haberlo hecho antes. ¿Constantine sigue allí?

– Se marchó hace tres días. -Apretó los dientes.

– A Cecily le apenará saberlo -repuso su madre-. Lo adora. Aunque supongo que el nuevo conde de Merton bastará como aliciente para convencerla de que me acompañe. Me ha hecho mil preguntas sobre él, para las cuales no tenía respuesta, claro. Le echaré un buen vistazo a la señorita Huxtable. ¿Estás decidido a proponerle matrimonio?

– Cuanto más lo pienso, más me convence la idea -respondió.

– ¿Y ella te aceptará?

No veía por qué no iba a hacerlo. La señorita Huxtable era soltera y por su edad corría el riesgo de quedarse para vestir santos. Sus motivos para no contraer matrimonio hasta el momento le parecían lógicos, aunque con su belleza debían de haberle llovido las propuestas matrimoniales incluso en un lugar tan remoto y perdido como Throckbridge. Sin embargo, le había hecho una promesa a su padre y la había mantenido. Aunque ya no había motivos para que siguiera al frente de la familia. Sus dos hermanas habían dejado muy atrás la adolescencia, y Merton seguiría disfrutando de la compañía de ambas, además de contar con su tutor y con su hermana mayor como vecinos.

En realidad, sería un arreglo muy oportuno. Para todos.

– Eso creo -contestó.

Su madre se inclinó hacia delante y le tocó la mano.

– Iré a ver a la señorita Huxtable -dijo-. Mañana.

– Gracias. Me gustaría mucho conocer tu opinión.

– Mi opinión no debería ser relevante, Elliott -replicó ella-. Si es la mujer con la que quieres casarte, deberás estar dispuesto a mover cielo y tierra para llevarla al altar. -Enarcó las cejas, como si estuviera esperando que le confesara sentir una pasión eterna por la señorita Huxtable.

Elliott cubrió la mano de su madre con la que tenía libre y le dio unas palmaditas antes de ponerse en pie.

La vizcondesa de Lyngate y su hija fueron de visita a Warren Hall al día siguiente.

Una visita que pilló totalmente por sorpresa a sus habitantes.

Stephen entró en la biblioteca procedente del despacho del administrador, donde se encontraba con el señor Samson, y les dijo a sus hermanas que el carruaje del vizconde de Lyngate acababa de aparecer por la avenida. Sin embargo, las noticias no eran en absoluto alarmantes. El vizconde les informó antes de marcharse el día anterior de que los visitaría con frecuencia. Más concretamente, de que visitaría a Stephen.

Margaret estaba examinando los libros de cuentas domésticos, que había pedido a la señora Forsythe. Vanessa, que acababa de escribir una carta a lady Dew y a sus cuñadas, estaba ojeando los libros encuadernados en cuero que se alineaban en los estantes mientras pensaba que esa estancia se parecía bastante al paraíso.

Y en ese momento entró Katherine en tromba procedente del establo, y anunció la llegada del carruaje y la del vizconde, que viajaba a caballo.

– ¿Quién viene en el carruaje, entonces? -preguntó Margaret un tanto alarmada, al tiempo que cerraba el libro y lo dejaba en el escritorio, tras lo cual se pasó las manos por el pelo.

– ¡Ay, Dios! -exclamó Katherine mientras se echaba un vistazo. Tenía un aspecto muy desaliñado, ya que había estado tomando clases de montar con uno de los mozos de cuadra-. ¿Crees que será su madre? -Y salió volando de la biblioteca, presumiblemente para lavarse la cara y las manos, y para adecentarse un poco.

Margaret y Vanessa no tuvieron esa oportunidad. Oyeron que el carruaje se detenía frente a la puerta principal, justo bajo las ventanas de la biblioteca, y después les llegaron voces desde el vestíbulo. Stephen había salido para recibir a las visitas, que en efecto eran la vizcondesa y su hija. El vizconde de Lyngate las acompañó sin pérdida de tiempo a la biblioteca, para realizar las presentaciones.

A Vanessa le parecieron muy elegantes. Sus vestidos, sus pellizas y sus bonetes debían de ser el último grito. De repente, se sintió como un ratoncillo de campo, razón por la que le lanzó al vizconde una mirada de reproche, ya que debería haberlas avisado con antelación de la visita. Ni siquiera se había quitado el delantal que se había puesto sobre el vestido gris para no mancharse con el polvo de las estanterías. Tanto Margaret como ella se habían recogido el pelo de la forma más sencilla, y hacía horas que no veían un cepillo.

El vizconde la miró y enarcó las cejas, y Vanessa tuvo la sensación de que podía leerle el pensamiento. Las verdaderas damas, parecía decirle su desdeñosa expresión, estaban siempre preparadas a esa hora del día por si aparecía alguna visita inesperada. Como de costumbre, lord Lyngate iba hecho un pincel. Y estaba tan guapo y tan viril como siempre.

– Les agradezco el detalle de su visita -escuchó que decía Margaret, la cual no parecía haberse inmutado por lo inesperado de la misma-. Acompáñenme al salón, allí estaremos más cómodos. La señora Forsythe nos servirá el té.

– Merton, me alegré muchísimo cuando Elliott me comentó que había insistido usted en venir acompañado por sus hermanas -dijo lady Lyngate mientras subían por la escalinata-. Esta casa es demasiado grande para que un caballero viva solo.

– Si él no hubiera insistido, lo habría hecho yo -terció Margaret-. Stephen solo tiene diecisiete años, y aunque se empeñe en repetir que es un adulto en casi todos los aspectos, yo no habría disfrutado de un solo momento de tranquilidad si le hubiera permitido venir con la única compañía del vizconde Lyngate y del señor Bowen.