Elliott la fulminó con la mirada.
Había ido a ese pueblo por un asunto de negocios. Los dos lo habían hecho. Aunque dicho asunto le resultaba muy irritante. Después de un largo y frustrante año durante el cual su vida había sufrido unos cuantos cambios radicales, había creído que por fin se había quitado de encima la parte más abrumadora de las obligaciones que había heredado con la repentina muerte de su padre. No obstante, esa obligación en concreto, que había salido a la luz poco antes por culpa de George, no acabaría en mucho tiempo. Y no era un descubrimiento que mejorara su ya de por sí agrio carácter.
Nadie esperaba que su padre muriese tan joven. Al fin y al cabo, su abuelo paterno seguía vivo y disfrutaba de muy buena salud, y dicha rama de la familia era famosa por la longevidad de sus miembros. De modo que había previsto muchos más años para seguir haraganeando y disfrutando de la vida ociosa de los jóvenes aristócratas que poblaban Londres, sin cargar con la seriedad que conllevaban las responsabilidades.
De repente, sin embargo, esas responsabilidades habían recaído en él, estuviera preparado o no. Como en el juego infantil del escondite.
«Ya voy, estéis preparados o no.»
Su padre había muerto de forma vergonzosa en la cama de su amante, un hecho que se había convertido en una de las bromas más repetidas de la alta sociedad. Para su madre no había tenido tanta gracia, ninguna en realidad, aunque sabía desde mucho tiempo atrás, como todo el mundo, que su marido le era infiel.
Menos él.
Al igual que sucedía con la longevidad, los hombres de su familia eran famosos por mantener una relación estable con sus amantes y los hijos que tenían con estas, al tiempo que mantenían a sus esposas y a sus descendientes legítimos. La relación de su abuelo con su amante acabó cuando la susodicha murió hacía unos diez años. Fruto de esa relación nacieron ocho hijos. En cuanto a su padre, dejó cinco hijos ilegítimos, todos bien establecidos.
Nadie podría acusar a los Wallace de no poner su granito de arena a la hora de aumentar la población del país.
Anna no tenía hijos, ni suyos ni de otro hombre. Sospechaba que su amante sabía cómo evitar la concepción, algo de lo que se alegraba. Por su parte, él tampoco tenía hijos de otras amantes.
Bien podría haber mandado a George solo, se dijo, concentrándose de nuevo en el presente. Bowen era perfectamente capaz de encargarse de ese asunto. Su presencia no era necesaria. Sin embargo, había descubierto que el deber imponía un estricto código de honor propio, de modo que por eso se encontraba en un rincón del país dejado de la mano de Dios, aunque según George era pintoresco; o más bien lo sería cuando la primavera decidiera aparecer.
Se habían alojado en la única posada de Throckbridge, un establecimiento muy rústico sin pretensiones; de hecho, ni siquiera tenía parada de postas. Su intención era la de proceder con todo ese asunto antes de que acabara la tarde. Albergaba la esperanza de emprender el viaje de regreso al día siguiente, aunque George había predicho que haría falta otro día, pudiera ser que dos más… y que incluso eso sería pecar de optimistas.
No obstante, la posada demostró tener un punto flaco, como solía suceder en tantas posadas campestres, ¡malditas fueran! Porque tenía un salón de reuniones en la planta alta. Y esa estancia se usaría esa misma noche. George y él habían tenido la desgracia de llegar el mismo día de la celebración de un baile. No habían imaginado que los habitantes de un pueblecito perdido de Inglaterra estarían dispuestos a celebrar el día de San Valentín. ¡Por Dios! Él ni siquiera había reparado en que era el día de San Valentín.
El salón de reuniones estaba justo encima de donde él se encontraba, repantingado en el sillón junto al fuego a pesar de que no era un asiento especialmente cómodo, de que había que echarle más leña al fuego y de que la campanilla para llamar al servicio estaba fuera de su alcance. El salón también estaba justo encima de su dormitorio. Estaba justo encima de todo. Sería imposible escapar de la música y del ruido que habría sobre su cama durante casi toda la noche. Las alegres tonadas asaltarían sus oídos, sin duda vulgares y pobremente ejecutadas, de la misma forma que lo harían los gritos y las risotadas.
Tendría suerte si podía pegar ojo. Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer en ese lugar dejado de la mano de Dios? No le quedaba más remedio que intentarlo. Ni siquiera había llevado un libro consigo… Un olvido imperdonable.
Sir Humphrey Dew, a quien había conocido esa misma tarde, era de esa clase de caballeros prestos a hacer un millar de preguntas que él mismo se respondía en el noventa y nueve por ciento de los casos. Les había preguntado si honrarían al pueblo con su presencia en el baile y les había asegurado que estaba en deuda con ellos por su amable consideración al honrar a su humilde persona y a sus humildes vecinos. Les había preguntado si podía ir a buscarlos a las ocho y les había asegurado que le estarían haciendo un honor enorme, mucho mayor que el favor que él les hacía al ir a buscarlos. Les había preguntado si les importaba que los presentase a un selecto grupo de personas y les había asegurado que no se arrepentirían de conocer a gente tan amable y distinguida… aunque nadie era tan amable y distinguido como ellos, por supuesto. Lady Dew estaría encantada por su amable consideración. Al igual que sus hijas y su nuera. Esperaría con ansia a que dieran las ocho en punto.
Podría haberse negado en redondo. Por regla general, no soportaba a los imbéciles. Su intención era la de no asistir al baile, la de quedarse en su habitación cuando llegara el baronet, y dejar que George le trasladara sus disculpas. Al fin y al cabo, ¿para qué estaban los secretarios?
En ocasiones estaban para azuzar las conciencias de sus señores… maldita fuera su estampa.
No obstante, George tenía razón, por supuesto. Elliott Wallace, vizconde de Lyngate, era (¡diantres!) un caballero. Había aceptado la invitación de forma tácita, al no rechazarla en su momento. Sería muy poco caballeroso de su parte encerrarse en la relativa intimidad de su habitación. Y si no asistía a la fiesta, el ruido le molestaría toda la noche e igualmente acabaría de mal humor. Peor todavía: se sentiría culpable.
¡Dichosa fiesta y dichoso pueblo!
Y era muy posible que el chico estuviera en el baile, si George volvía a estar en lo cierto. Sus hermanas asistirían con total seguridad. Bien podía echarles un vistazo esa noche, ya que le habían servido la oportunidad en bandeja, y aprovechar para formarse una opinión sobre ellas antes de ir a su casa por la mañana.
«¡Por el amor de Dios! ¿Esperan que baile?»
¿Esperarían que invitara a bailar a las mujeres casadas y a las solteras del pueblo?
¿El día de San Valentín?
Imposible. No se le ocurría un destino peor.
Se llevó la mano a la frente e intentó convencerse de que le dolía la cabeza o de que disponía de cualquier otra excusa convincente para meterse en la cama. Nada, se dijo. Nunca le dolía la cabeza.
Suspiró.
A pesar de lo que le había dicho a George, tendría que asistir a esa dichosa fiesta pueblerina, ¿no? Sería de muy mala educación no hacer acto de presencia, y él nunca era maleducado abiertamente. Ningún caballero que se preciara de serlo lo era.
En ocasiones ser un caballero era muy tedioso, cosa que sucedía cada vez con más frecuencia de un tiempo a esa parte.
Calculó que le quedaba menos de una hora para arreglarse. Por regla general, su ayuda de cámara tardaba media hora en anudarle la corbata según su estricto criterio.
Suspiró de nuevo y se puso en pie.