Vanessa Dew, de soltera Huxtable, tenía veinticuatro años. Se había casado con Hedley Dew, el hijo menor de sir Humphrey, a los veintiuno y había enviudado un año después. Llevaba un año y medio como viuda, pero se había quedado en Rundle Park con su familia política en vez de regresar a la casita con sus hermanos, para evitarles así la carga económica que eso les supondría. Además, su familia política le había pedido que se quedara. La necesitaban. Su presencia era un consuelo para ellos, le habían asegurado. ¿Cómo resistirse a la sensación de ser necesitado? Y también les tenía cariño, por supuesto.
Vanessa era el patito feo de la familia. Siempre lo había sabido y lo había aceptado con alegre resignación. No era tan alta como Margaret o Katherine. Ni tampoco era tan bajita para que la consideraran de constitución delicada. No contaba con las curvas de Margaret, ni era tan esbelta como Katherine. Cuanto menos se hablara de su figura, mejor, porque en realidad había poco que decir. Si el color del pelo de sus hermanos iba degradándose desde el castaño de Margaret, pasando por el rubio oscuro de Katherine hasta llegar al dorado de Stephen, el pelo de Vanessa era un estado intermedio muy difícil de describir con un solo adjetivo. Su color de pelo era bastante soso. Y el pelo en sí mismo tenía la desgracia de ser ondulado, no rizado. Cuando lo llevaba suelto, caía en ondas por su espalda, en vez de caer liso y brillante como el de Margaret.
En cuanto a su cara… Bueno, era una cara donde todo estaba en su sitio, y todo funcionaba tal como debía funcionar. Pero no había nada destacable, nada memorable, en sus rasgos. Sus ojos no podían calificarse de azules, aunque tampoco se podía decir que fueran de otro color. Tal vez lo mejor que podía decirse de su cara era que no resultaba del todo fea.
Su familia nunca la había llamado fea. Al fin y al cabo, la querían. Sin embargo, había sido la preferida de su padre porque siempre estaba dispuesta a acurrucarse en su despacho con un libro en las manos mientras él trabajaba. Y su padre le había dicho en numerosas ocasiones que la lectura era un pasatiempo que debía fomentar, ya que era muy posible que nunca tuviera un hogar propio del que encargarse. Era una forma muy sutil de decirle que nunca se casaría. Su madre había afrontado el tema con mucha menos sutileza y la había animado a aprender todas las labores domésticas para ayudar a Stephen y a su futura esposa cuando el benjamín de la familia se casara. O cuando lo hicieran Margaret y Katherine. Vanessa también había sido la preferida de su madre.
Sus padres habían sentido un cariño especial por su patito feo, tal como a veces la llamaba su padre con tanta ternura que el apelativo jamás le dolió.
No obstante, se había casado. Era la única de sus hermanas que lo había hecho. Hasta el momento, para ser precisos.
Siempre le había asombrado el amor apasionado que Hedley Dew le había profesado, ya que era tan guapo como un dios. Pero la había amado. Apasionadamente además.
Vanessa no era de la clase de persona que pudiera guardar rencor a sus hermanos por ser más guapos que ella. Ni tampoco era de la clase de persona que se odiaba a sí misma por no ser guapa, por supuesto que no.
Era lo que era.
Una mujer normal y corriente.
Que adoraba a sus hermanos. Y que haría cualquier cosa con tal de que fueran felices.
El día de San Valentín salió de Rundle Park a mediodía para visitar a Margaret, tal como acostumbraba a hacer tres o cuatro veces por semana. Además de hermanas, siempre habían sido confidentes.
Comenzó su paseo más o menos al mismo tiempo que el vizconde de Lyngate y George Bowen se instalaban en sus habitaciones de la posada, felizmente ajenos a lo que les deparaba el futuro más inmediato.
La misma Vanessa ignoraba la presencia de dichos caballeros. De hecho, ignoraba incluso su existencia.
El destino suele abalanzarse sobre la gente sin previo aviso.
La joven caminaba a paso vivo. Era un día frío. Y tenía algo importante que decirle a su hermana.
– ¡Asistiré! -anunció en cuanto se quitó la abrigada capa y el bonete, ya en el interior de la casa y después de haber saludado a su hermana al entrar en la salita.
– ¿Al baile? -Margaret estaba sentada junto al fuego, ocupada como era habitual con la costura, aunque alzó la vista y le sonrió con cariño-. Me alegro mucho de que lo hayas decidido, Nessie. Habría sido una lástima que te quedaras al margen.
– Mi suegra ha estado toda la semana intentando convencerme -dijo Vanessa-. Y anoche mi suegro me dijo que debía asistir y que, además, debía bailar.
– Qué amable de su parte -repuso Margaret-, aunque no esperaba otra cosa de él. Y ya va siendo hora. Hedley nos dejó hace ya más de un año.
– Lo sé. -Las lágrimas hicieron acto de presencia, pero Vanessa parpadeó para librarse de ellas-. Eso es justo lo que dijo mi suegro. Y añadió que no podré llevar luto eternamente, en lo que mi suegra le dio la razón. Después todos lloramos un poco y el asunto quedó zanjado. Asistiré. -Esbozó una sonrisa lacrimógena mientras tomaba asiento cerca del fuego.
– ¿Qué te parece? -le preguntó su hermana al tiempo que sacudía la labor en la que había estado trabajando y se la enseñaba.
Era el vestido de noche amarillo claro de Katherine, cuyo aspecto pareció bastante tristón y apagado cuando se lo puso en Navidad. Tenía ya tres años. En ese momento lucía dos alegres cintas azules cosidas en el bajo y una más estrecha en los bordes de las mangas, que eran cortas y abullonadas.
– ¡Qué buena solución! -Exclamó Vanessa-. Casi parece nuevo con ellas. ¿Has comprado las cintas en la tienda de la señorita Plumtree?
– Pues sí-respondió Margaret-. Carísimas, por cierto. Aunque menos que un vestido, claro está.
– ¿Has comprando alguna para ti? -preguntó Vanessa.
– No. Mi vestido azul está bien.
Aunque era mucho más viejo que el amarillo de Katherine. Y estaba mucho más desgastado. Pero Vanessa se mordió la lengua. Una simple cinta era de por sí una extravagancia para el menguado bolsillo de su hermana. Margaret jamás derrocharía el dinero en sí misma.
– Sí que lo está -convino con voz alegre-. Además, ¿quién se va a fijar en un vestido cuando la persona que lo lleva es tan guapa?
Margaret se echó a reír mientras se levantaba para dejar el vestido en el respaldo de una silla.
– Y tiene ya veinticinco años, nada menos -añadió-. ¡Nessie, por Dios! ¿Adónde se ha ido el tiempo?
En el caso de Margaret el tiempo había pasado mientras cuidaba de sus hermanos. Mientras los atendía de forma generosa y sin flaquear en ningún momento. Había rechazado un buen número de proposiciones matrimoniales, incluida la de Crispin Dew, el hermano mayor de Hedley.
De ahí que Crispin, que siempre había anhelado convertirse en oficial del ejército, se hubiera ido a la guerra sin ella. De eso hacía ya cuatro años. Vanessa estaba segurísima de que entre ellos existía un compromiso privado, pero aparte de unos cuantos mensajes para ella intercalados en las cartas que le enviaba a su hermano, Crispin jamás se había puesto en contacto con Margaret. Ni había vuelto a casa. Podría decirse que no había tenido oportunidad de volver, a tenor de las continuas guerras que libraba el país, o que sería muy impropio que un caballero soltero se carteara con una dama soltera. No obstante, cuatro años de silencio era demasiado tiempo. Un hombre realmente enamorado habría encontrado el modo de mantener el contacto con su amada.
Crispin no lo había hecho.
Vanessa albergaba la firme sospecha de que su hermana sufría mucho por ello. Pero era un tema que jamás trataban, pese a lo unidas que estaban.
– ¿Qué te pondrás esta noche? -le preguntó Margaret al ver que no había contestado a su anterior pregunta.
Claro que ¿cómo se podía responder semejante cuestión? ¿Adónde se iba el tiempo?
– Mi suegra quiere que me ponga el vestido verde -respondió.