Vanessa siguió mirando a la cabizbaja Meg.
– Meg -dijo después de un largo silencio-. Es muy posible que Stephen no sepa… lo de Crispin, a menos que Kate le haya dicho algo. Cree que has rechazado al marqués de Allingham por culpa suya.
– Y él es el motivo -repuso Margaret.
– No, no lo es -la contradijo ella-. Es por Crispin.
Margaret levantó la cabeza para mirarla con el ceño fruncido.
– Stephen tiene que saberlo -dijo ella-. Tiene que saber que no es él quien te mantiene apartado de la felicidad.
– Stephen es mi felicidad -apostilló Margaret con ferocidad-. Al igual que lo sois Kate y tú.
– Así nos cargas a todos con la culpa -le recriminó-. Te quiero con locura, Meg. También quiero muchísimo a Kate y a Stephen, pero no os describiría a ninguno como «mi felicidad». Mi felicidad no puede proceder de otra persona.
– ¿Ni siquiera de lord Lyngate? -Preguntó Margaret-. ¿Ni de Hedley?
Negó con la cabeza.
– Ni siquiera de Hedley ni de Elliott -contestó-. Mi felicidad debe proceder de mi interior; de lo contrario, sería demasiado frágil para que me sirviera y representaría una carga demasiado pesada para beneficiar en algo a mis seres queridos.
Margaret se puso en pie y se acercó a la ventana para echarle un vistazo a Berkeley Square.
– No lo entiendes, Nessie -dijo su hermana-. Nadie lo entiende. Cuando le hice la promesa a papá, sabía que era un compromiso de doce años, hasta que Stephen alcanzara la mayoría de edad. Ya van ocho años. No voy a desentenderme de los cuatro años restantes solo porque hayan cambiado las circunstancias, solo porque estés felizmente casada, porque Kate esté siendo cortejada por un sinfín de buenos partidos y porque Stephen esté deseando probar sus alas. O porque yo haya recibido una buena proposición de matrimonio y pueda partir hacia Northumberland para comenzar una nueva vida, dejando a Kate y a Stephen a tu cargo y al de lord Lyngate.
Esto no tiene nada que ver con Crispin Dew. No tiene nada que ver con nada, salvo con una promesa que hice libremente y que estoy dispuesta a cumplir. Os quiero a todos. No voy a rehuir mi deber aunque a Stephen le resulte irritante. No lo haré.
Se acercó a Meg y le rodeó la cintura con un brazo.
– ¿Por qué no vamos de compras? -sugirió-. Ayer vi el bonete más maravilloso del mundo, pero era azul marino y a mí no me sentaría nada bien. Pero a ti te quedaría perfecto. ¿Por qué no le echamos un vistazo antes de que lo compre otra persona? Por cierto, ¿dónde está Kate?
– Ha salido a dar un paseo en carruaje con la señorita Flaxley, lord Bretby y el señor Ames -contestó Margaret-. Tengo más bonetes de los que me harán falta en toda la vida, Nessie.
– En ese caso, ¿qué más da otro? -replicó-. Vamos.
– Ay, Nessie… -Margaret soltó una trémula carcajada-. ¿Qué iba a hacer yo sin ti?
– Tendrías más sitio en el armario, desde luego -respondió ella, y las dos se echaron a reír.
Sin embargo, Vanessa regresó a Moreland House un par de horas después con el alma en los pies. La infelicidad de los seres queridos solía ser mucho más difícil de sobrellevar que la propia, pensó… y saltaba a la vista que Meg era infeliz.
Por supuesto que ella misma no era infeliz. Sin embargo…
Sin embargo, había disfrutado de una felicidad delirante durante su luna de miel y también durante unos cuantos días antes y después de su presentación. Y esa felicidad la había llevado a desear más.
Era incapaz de contentarse con un matrimonio que marchara bien y que fuera agradable.
Además, estaba casi segura de estar embarazada. Tal vez eso marcaría una diferencia en su relación. Pero ¿por qué iba hacerlo? Tan solo estaba cumpliendo la misión por la que Elliott se había casado con ella.
Pero… ¡estaba embarazada de Elliott, por Dios! Llevaba a su hijo en su seno. Deseaba con desesperación volver a ser feliz. No solo feliz consigo misma, a pesar de lo que le había dicho a Meg. Quería ser feliz con él. Quería que él estuviera delirante de felicidad cuando le comunicara las noticias. Quería que…
Bueno, quería el sol, por supuesto. ¡Qué tonta era!
No disfrutaban de muchas noches libres. De hecho, cuando se presentaba una les parecía un raro respiro.
Durante una de esas noches Cecily se fue al teatro con un grupo de amigas, acompañadas por la madre de una de ellas. Elliott se refugió en la biblioteca después de la cena. La vizcondesa viuda, que se quedó en el salón para charlar con Vanessa mientras tomaban el té, fue incapaz de contener los bostezos hasta que por fin se retiró, aduciendo que estaba agotada.
– Creo que podría dormir una semana entera -le dijo mientras Vanessa le daba un beso en la mejilla.
– Estoy segura de que bastará con una buena noche de sueño -le aseguró-. Pero si no basta con eso, yo acompañaré mañana a Cecily a la fiesta y usted podrá descansar. Buenas noches, madre.
– Qué buena eres -le dijo su suegra-. Me alegro muchísimo de que Elliott se casara contigo. Buenas noches, Vanessa.
La joven se quedó sentada un rato, leyendo. Sin embargo, comenzó a experimentar la ya acostumbrada y leve melancolía, lo que la distrajo de las aventuras de Ulises en su intento por regresar a Itaca y a su Penélope.
Elliott estaba en la biblioteca de la planta baja y ella estaba allí arriba, durante una de las escasas noches en las que se quedaban en casa. ¿Sería así la rutina de toda su vida de casados?
¿Iba a permitir ella que lo fuera?
Tal vez Elliott subiese si supiera que su madre se había acostado y que ella estaba sola.
Tal vez le molestara que ella bajase.
Y tal vez, pensó a la postre mientras se ponía en pie con decisión y marcaba con un dedo la página por la que iba, debería bajar y averiguarlo. Al fin y al cabo, era su casa y estaba hablando de su marido. Y no estaban distanciados. No habían discutido. Si su relación acababa enfriándose, ella tendría parte de culpa por no bajar e intentar arreglar las cosas.
Llamó a la puerta de la biblioteca y la abrió sin esperar a que él le diera permiso para entrar.
El fuego crepitaba en el hogar, aunque no hacía frío. Elliott estaba sentado en un sillón orejero de piel junto a la chimenea, con un libro en las manos. Le encantaba la biblioteca con sus altas estanterías, llenas de libros encuadernados en cuero, que cubrían tres de las cuatro paredes, y con el antiguo escritorio de roble, tan grande como para que tres personas pudieran tenderse encima. Era muchísimo más acogedora que el salón. No le extrañaba que Elliott decidiera encerrarse allí por las tardes. Esa noche parecía mucho más acogedora que nunca. Y Elliott parecía estar muy a gusto, repantingado en el sillón con un pie apoyado en la rodilla contraria.
– Tu madre estaba cansada -le dijo-. Se ha acostado. ¿Te importa si me siento aquí contigo?
Elliott se puso en pie a toda prisa.
– Espero que lo hagas -contestó al tiempo que le señalaba el sillón situado frente al suyo.
Un leño crepitó en la chimenea, lanzando una lluvia de chispas hacia arriba.
Vanessa se sentó, le sonrió y, dado que no se le ocurría nada que decir, abrió el libro, carraspeó y comenzó a leer.
Elliott hizo lo mismo, salvo que él no carraspeó. Ya no estaba repantingado en el sillón. Tenía los dos pies en el suelo.
El sillón era demasiado profundo para ella. O se sentara muy recta con la espalda apoyada en el respaldo y los pies colgando a unos centímetros del suelo, o lo hacía con los pies apoyados en el suelo y la espalda doblada para lograr apoyar al menos los hombros. O lo hacía con la espalda recta y sir apoyarla de ninguna forma.
Al cabo de unos minutos, durante los cuales probó las tres posturas y descubrió que ninguna le resultaba cómoda, Vanessa se quitó los escarpines, subió los pies al asiento, y después de cubrírselos con las faldas, apoyó la cabeza en una de las orejas del sillón. Clavó la vista en el fuego antes de mirar a Elliott.