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Lo besó con mucha ternura en los labios. Sin embargo, no iba a menospreciar el dolor que Elliott aún no había purgado, aunque hubiera pasado más de un año.

– ¿Y después perdiste a tu mejor amigo? -Preguntó en voz baja-. ¿Perdiste a Constantine?

– Esa fue la gota que colmó el vaso, sí-admitió él-. Supongo que yo tuve parte de culpa. Me planté en Warren Hall, obsesionado por cumplir con mi deber respecto a Jonathan, preparado para pasar por encima de cualquiera que tuviese que ver con él si era necesario. Tal vez habría aprendido a controlar ese exceso de celo si todo hubiera sucedido como debía haber sucedido. Pero no fue así. No tardé en averiguar que mi padre lo había dejado todo en manos de Con y de que este se había aprovechado de esa confianza.

– ¿Cómo? -quiso saber ella mientras le tomaba la cara con las manos.

Elliott suspiró.

– Robándole a Jonathan -contestó-. Había joyas. Herencias de familia. De valor incalculable, aunque estoy seguro de que alcanzaban una bonita suma. La mayoría de las joyas habían desaparecido. Jonathan no sabía nada de ellas cuando le pregunté, aunque recordaba que su padre se las había enseñado en una ocasión. Con no admitió habérselas llevado, pero tampoco lo negó. Puso una cara un tanto extraña cuando le pregunté por ellas, una cara que yo conocía muy bien: medio guasona, medio desdeñosa. Y esa expresión me dijo, más claro que cualquier palabra, que se las había llevado él. Pero yo no tenía pruebas. No se lo dije a nadie. Era una vergüenza familiar que me sentí obligado a ocultarle al mundo. Tú eres la primera en saberlo. No era un amigo digno de mi confianza. Me había engañado toda la vida al igual que me había engañado mi padre. No es una persona agradable, Vanessa.

– No -convino ella con voz triste.

– Dios, ¿por qué he tenido que cargarte con un asunto tan sórdido? -se preguntó él.

– Porque soy tu esposa -le recordó-. Elliott, no debes renunciar al amor aunque creas que todas las personas a las que has amado te han traicionado. De hecho, solo son dos personas de todas las que conoces, por mucho que las quisieras. Y no debes renunciar a la felicidad aunque todos tus recuerdos felices te parezcan espejismos. El amor y la alegría te están esperando.

– ¿En serio? -La miró a los ojos con expresión cansada.

– Y la esperanza -añadió-. Siempre debemos tener esperanza, Elliott.

– ¿Siempre? ¿Por qué?

En ese momento, mientras lo miraba sin apartar las manos de su cara, vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas y empezaban a resbalar por sus mejillas.

Elliott se zafó de sus manos y soltó un improperio que debería haberla escandalizado.

– ¡Maldita sea! -exclamó a continuación, bajando un poco el tono. Se puso a buscar un pañuelo hasta dar con él-. ¡Por el amor de Dios, Vanessa! Discúlpame.

En ese momento intentó quitársela de encima, apañarla de su regazo para alejarse de ella. Pero ella se negó a permitírselo. Le echó los brazos al cuello y lo obligó a apoyar la cabeza sobre su pecho.

– No me alejes de ti -dijo contra su pelo-. No sigas apartándome, Elliott. No soy tu padre ni Constantine. Soy tu esposa. Y nunca te traicionaré.

Volvió la cabeza para apoyar la cara en su coronilla mientras Elliott lloraba desconsolado, sin ser consciente de sus sentidos sollozos.

Iba a sentirse muy avergonzado cuando terminase, pensó ella. Seguramente llevara años sin derramar una sola lágrima. Los hombres eran muy tontos al respecto. Llorar era una afrenta para su hombría.

Le dio un beso en la coronilla y otro en una sien. Le peinó el pelo con los dedos.

– Amor mío -murmuró-. Ay, amor mío…

CAPÍTULO 22

Elliott había reservado una mesa en los jardines de Vauxhall.

Mientras se estaba en Londres disfrutando de la temporada social, era imprescindible cenar una noche en los famosos jardines emplazados al sur del Támesis, y en cuanto Elliott le preguntó si le apetecía conocerlos, Vanessa esbozó una sonrisa de oreja a oreja, encantada con el plan.

Complacer a su esposa se había convertido en algo sumamente importante para él. Tan importante como ese sentimiento que despertaba en su interior. No podía, o tal vez no quería, ponerle nombre. Era imposible que estuviera enamorado de Vanessa, esa emoción era demasiado banal. En cuanto al amor verdadero… En fin, desconfiaba del amor y no quería incluir lo que sentía por Vanessa en esa frágil categoría.

Porque confiaba en ella. Tenía la impresión de que la de su esposa se caracterizaba por el amor incondicional que les ofrecía a todas las personas con las que se relacionaba, lo merecieran o no.

Y él no lo merecía, bien lo sabía Dios.

Sin embargo, era consciente de que Vanessa lo amaba a su modo.

La noche del horrible incidente en la biblioteca, su esposa estuvo a su lado hasta que se tranquilizó, y desde entona no había siquiera mencionado el episodio. Le había ofrecido el tiempo y el espacio necesarios para recuperarse, y también para que sus heridas sanaran.

Y habían sanado. Había acabado comprendiendo que el amor, si acaso se atrevía a usar esa palabra, no residía en una sola persona. Su padre lo había decepcionado. Igual que Con. Pero el amor no.

El amor seguía en su interior con una doble faceta: el amor que los demás le ofrecían y, el más importante, el amor que él era capaz de ofrecer.

Se lo iba a ofrecer a sus hijos de tal forma que jamás dudarían de su existencia mientras él viviera. Vanessa se encargaría de enseñarles, con su ejemplo si no lo hacía con palabras (aunque estaba seguro de que las habría en abundancia), que el amor era algo que vivía en el interior de las personas, que era una fuente inagotable, que era algo capaz de cambiar para bien la vida de la gente, incluso durante las etapas más sombrías y difíciles.

Esos hijos, o el primero al menos, no tardarían mucho en llegar. Se había dado cuenta de que Vanessa debía de estar embarazada, aunque ella todavía no le había dicho nada. Desde que se casaron no había tenido la menstruación.

Con mucha cautela, podía afirmar que se sentía contento con su matrimonio.

No obstante, la cena en los jardines de Vauxhall no era solo para alegrar a Vanessa. Más que nada era por el bien de su cuñada Margaret y del joven Merton, que tenían pensado regresar en breve a Warren Hall. Vanessa y él los acompañarían, pero en cuanto el muchacho recuperara el ritmo de sus estudios con sus tutores, volverían a Londres para disfrutar del resto de la temporada social.

La facilidad con la que el muchacho se había adaptado a Londres le resultaba un poco preocupante. Le faltaban muchísimos años para poder disfrutar plenamente de la que sería su vida, pero ya había entablado amistad con personas mayores que él, tanto hombres como mujeres, y pasaba casi todo el tiempo fuera de casa, ya fuera cabalgando en el parque, en el hipódromo, examinando caballos en Tattersall’s o asistiendo a los numerosos acontecimientos sociales a los que lo invitaban.

Era demasiado joven y tal vez fuera una presa demasiado fácil para hombres como Con, que solían acompañarlo con frecuencia. Ya era hora de atarlo un poco en corto y enviarlo de nuevo a casa, donde podría retomar sus estudios hasta que llegara el momento de irse a Oxford.

Un plan que el joven conde había aceptado gustoso. El día que trató el tema con él, Merton ni siquiera rechistó.

– Todavía no puedo entrar en los clubes masculinos -dijo al tiempo que iba extendiendo los dedos para exponer sus motivos-, no puedo comprar caballos, ni un tílburi, ni cientos de cosas más sin tu permiso, y no puedo ocupar mi asiento en la Cámara de los Lores, ni asistir a los bailes y a las veladas más interesantes. Me he dado cuenta de que hay un millón de cosas que necesito aprender antes de que se me permita hacer todo eso. Además, echo de menos Warren Hall. No me dio tiempo a instalarme, a hacerlo mi hogar, antes de trasladarnos a Londres. Estaré encantado de regresar.