– Siempre fue un niño delicado y soñador -dijo ella-. Siempre prefirió sentarse en algún lugar apartado y pintoresco al aire libre antes que participar en los extenuantes juegos de los demás niños. Al principio me hice su amiga por lástima, aunque en realidad me gustaba más jugar con los demás. Pero Hedley hablaba de un sinfín de temas, era un muchacho inteligente y un ávido lector, y soñaba muchas cosas para el futuro. A medida que crecía, me fue incluyendo en esos sueños, íbamos a viajar por el mundo, a sumergirnos en las culturas de otros pueblos. El me… El me quería. Y tenía una sonrisa preciosa, Elliott, y unos ojos que te atrapaban. Sus sueños te atrapaban.
Habían llegado a un banco de madera emplazado a un lado del sendero, de modo que Elliott hizo un gesto a Vanessa para que se sentara, cosa que hicieron sin que él apartara el brazo de sus hombros.
– Hasta que un buen día, de repente, la realidad me arrancó de esos sueños y descubrí que la vida era muchísimo más dura. Hedley estaba enfermo. Posiblemente iba a morir. Creo que fui la primera en darme cuenta, aunque él siempre lo supo, claro. Hedley me deseaba. Me quería. Y yo también lo quería, pero no de la misma forma. Mis padres siempre me habían dicho que tal vez nunca llegara a casarme porque no era tan guapa como Meg o Kate, o como otras muchachas de los alrededores. Sin embargo, quería casarme y, evidentemente, Hedley era un buen partido. Era el hijo de sir Humphrey Dew. Y vivía en Rundle Park. Pese a todo eso, no creo que me hubiera casado con él si no me hubiera necesitado. Pero me necesitaba. Y el matrimonio era lo único que podía ofrecerle, un sueño que yo podía hacer realidad. Saltaba a la vista que los demás eran imposibles.
Vanessa estaba temblando y no paraba de retorcerse las manos sobre el regazo. Su voz delataba lo dolorosos que eran esos recuerdos. Elliott apartó el brazo de ella, se quitó el frac, se lo echó por los hombros a su esposa y retomó la postura inicial.
– No quería hacerlo -confesó ella-. Hedley estaba enfermo, se estaba muriendo, y yo no. Yo no… No me resultaba atractivo, y eso que era muy guapo. No sabes lo muchísimo que me pesa. Porque lo engañé. Le dije miles de veces que lo adoraba.
– ¿Y te arrepientes? -le preguntó.
– ¡No! -Contestó ella con vehemencia-. De lo que me arrepiento es de no haber logrado que esas palabras fueran verdad. Bueno, eso tampoco es del todo cierto. Sí que lo adoraba. Lo quise con toda el alma y con todo el corazón. Pero no lo amaba.
Unas cuantas semanas antes, Elliott habría meneado la cabeza exasperado por semejante embrollo sentimental. Sin embargo, en esos momentos sabía muy bien de lo que Vanessa estaba hablando. Porque había descubierto la diferencia entre los distintos tipos de amor.
– Vanessa -dijo-, le ofreciste un amor muy grande. Un amor puro y generoso que no reclamaba nada a cambio.
– Pero sí que me llevé ciertas cosas -lo corrigió-. Porque Hedley se entregó en la misma medida que lo hice yo. Me enseñó cómo vivir el día a día, me enseñó a disfrutar de los pequeños placeres, a reírme cuando acechaba la tragedia. Me enseñó lo que eran la paciencia y la dignidad. Y me enseñó a no aferrarme a nada, a no depender de algo condenado a desaparecer. Antes de morir me dijo que debía amar de nuevo, que debía volver a casarme y ser feliz otra vez. Me dijo que me riera siempre. Me dijo… -Tragó saliva de forma audible, como si tuviera un enorme nudo en la garganta.
Elliott enterró la nariz en su pelo y la besó en la coronilla.
– Me quería -prosiguió ella-. Y yo también lo quise. Lo quise. Lo siento, Elliott. Lo siento muchísimo. Lo quería.
Conmovido, le colocó la mano libre bajo la barbilla y la instó a echar la cabeza hacia atrás para besarla, saboreando el regusto salado de las lágrimas en sus mejillas y en sus labios.
– Nunca te disculpes por eso -le dijo al tiempo que le rozaba los labios-. Y nunca te mientas a ti misma al respecto. Por supuesto que lo querías. Y me alegro de que lo hicieras. No serías la persona que he llegado a conocer si no lo hubieras querido.
Vanessa levantó una mano para acariciarle una mejilla.
– ¿No estás profundamente arrepentido de haberte casado conmigo? -le preguntó.
– ¿He llegado a estarlo en algún momento? -le preguntó él a su vez.
– Creo que sí -respondió ella-. Nunca me habrías elegido por ti mismo. Soy una mujer normal y corriente, y tuvimos unas cuantas discusiones.
– En cierto modo me resultabas un incordio -reconoció-, ahora que me lo recuerdas.
Vanessa estalló en carcajadas… justo lo que él pretendía.
– Pero nunca has sido normal y corriente -Eras una belleza disfrazada. Y no, no me arrepiento, ni profundamente ni de ninguna otra manera.
– ¡Vaya! -exclamó ella-. Me alegro mucho. ¿He conseguido que te sientas a gusto conmigo y en paz? ¿Y que seas un poquito feliz?
– ¿Se te ha olvidado la parte del placer? -le recordó-. Las tres cosas, Vanessa, a decir verdad. ¿Y tú?
– Yo también soy feliz -contestó antes de besarlo suavemente en los labios con su habitual mueca.
Que siempre conseguía excitarlo.
Comprendió que había llegado el momento de la gran declaración. Comprendió que, de no estar casado, ese sería el momento de hincar una rodilla en el suelo con una floritura, de cogerla de la mano, de confesarle su amor eterno y de pedirle que lo convirtiera en el más feliz de los hombres…
Sin embargo, como ya estaban casados, lo que haría…
De repente, se oyó una especie de chasquido seguido de un siseo procedente de un lugar cercano y Elliott perdió el hilo de sus pensamientos al ver que Vanessa se ponía en pie. ¿Qué demonios pasaba?
– ¡Los fuegos artificiales! -Gritó su esposa-. Elliott, ya están empezando. ¡Vamos, tenemos que verlos! ¡Mira! -Señaló la cascada de chispas rojas que apareció sobre las copas de los árboles-. ¿Alguna vez has visto o escuchado algo más emocionante?
– Nunca -contestó con una sonrisa mientras ella lo tomaba de la mano en la oscuridad y lo llevaba, casi al trote, por el sendero… en mangas de camisa.
CAPÍTULO 23
El día previo a la partida de sus hermanos, Katherine se mudó a Moreland House, desde donde continuaría participando en los eventos sociales de la temporada con Cecily, al cuidado de la vizcondesa viuda hasta que Vanessa regresara. Estaba muy emocionada por ese cambio de ambiente, aunque una parte de ella también quería volver a casa con todos los demás, según les confesó a Vanessa y a Margaret.
Vanessa se reunió con ella en su dormitorio para hablar en privado antes de marcharse a la mañana siguiente. Quería decirle que tuviera cuidado con Constantine, aunque no era nada fácil, ya que no quería desvelar los motivos por los que recelaba de él.
– Es bastante mayor que tú, Kate -dijo-, y es muy guapo y encantador. Es un hombre de mundo con mucha experiencia. Me temo que pueda ser un… En fin, que pueda ser un libertino. No sería sensato confiar en él de forma implícita solo porque sea nuestro primo segundo.
– Nessie, no tienes que preocuparte por nada -repus: Katherine tras soltar una carcajada. Estaba sentada en mitad de la cama, abrazándose las piernas-. Sé que de un tiempo a esta parte no te cae bien Constantine porque lord Lyngate está peleado con él. No sé por qué, y tampoco quiero saberlo; eso queda entre ellos dos. Pero nuestro primo es una carabina mucho más estricta que tú… o que Meg o que lady Lyngate.
El comentario le resultó tan sorprendente que enarcó las cejas.
– ¿Carabina? -le preguntó.
– Cecily puede descocarse un poco cuando se aleja de su madre o de lord Lyngate y de ti -adujo Katherine-. Pensó que mientras estuviera con Constantine podría detenerse a charlar con cualquier caballero conocido, por leve que fuera la relación, mientras que yo seguía camino con Constantine. Incluso creo que había acordado de antemano encontrarse con alguno de ellos. Pero nuestro primo no lo permitió, y aunque es muy agradable y Cecily no se enfadó con él, le dejó muy claro que no iba a permitirle nada que su madre no le permitiera. Y también se tomó la molestia de indicarnos los nombres de aquellos caballeros poco recomendables. Tal vez sea un libertino cuando está con otras personas… Tengo entendido que muchos caballeros lo son. Pero con nosotras siempre es la personificación del honor y del decoro.