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¿Estaba siendo egoísta, desalmada, por querer regresar a la vida?

Su suegra quería que asistiera al baile. Y sus cuñadas. Y sir Humphrey, el padre de Hedley, le había dicho que tenía que bailar.

Sin embargo, ¿la invitaría alguien a bailar? Seguro que alguien lo haría. Bailaría si alguien la invitaba. Tal vez la invitara el vizconde…

Chasqueó la lengua por lo absurdo del pensamiento mientras enfilaba el atajo a la mansión.

El vizconde tal vez fuera un hombre de noventa años, calvo y sin dientes.

¡Y casado!

CAPÍTULO 03

– Ojalá que el vizconde de Lyngate sea alto, rubio y guapo, que no tenga más de veinticinco años, y que sea encantador y amable, y no soberbio -le dijo Louisa Rotherhyde a Vanessa en el rincón del salón de reuniones desde el que observaban a los últimos en llegar y recibían con una sonrisa a los conocidos, lo que las obligaba a saludar a todas las personas que pasaban por su lado-. Y ojalá que le gusten las mujeres regordetas, de pelo mustio y de modesta fortuna… Bueno, sin fortuna alguna, la verdad, aunque sí de modales agradables y de una edad parecida a la suya. Supongo que lo de rico no hace falta desearlo. Seguro que lo es.

Vanessa se abanicó la cara y se echó a reír.

– No eres regordeta -le aseguró a su amiga-. Y tu pelo castaño claro es precioso. Tienes unos modales impecables y tu buen carácter es tu fortuna. Y tienes una sonrisa encantadora. Eso solía decir Hedley.

– Que Dios lo tenga en su gloria-repuso Louisa-. Pero el vizconde ha venido con un amigo. Tal vez a dicho amigo le parezca bien enamorarse perdidamente de mí… siempre que sea agradable, por supuesto. Y no vendría nada mal que tuviera una fortuna propia considerable. Nessie, me encanta que tengamos bailes, reuniones, cenas, veladas y comidas campestres, pero siempre vemos las mismas caras. ¿Nunca has deseado ir a Londres, disfrutar de una temporada social y tener admiradores…? Ah, claro que no. Tenías a Hedley Era guapísimo.

– Sí, lo era -convino ella.

– ¿Te ha dicho sir Humphrey cómo es el vizconde de Lyngate? -preguntó Louisa, esperanzada.

– Me lo ha descrito como un caballero joven y agradable -contestó-. Pero para mi suegro cualquier hombre que tenga menos de sus sesenta y cuatro años es joven, y casi todo el mundo le parece agradable. Ve reflejado su buen carácter en todo el mundo. Y no, Louisa, no me ha descrito al vizconde físicamente. Los caballeros no hacen eso. Aunque creo que estamos a punto de descubrirlo por nosotras mismas.

Su suegro había entrado en el salón de reuniones, con porte orgulloso aunque simpático, sacando pecho, frotándose las manos y con las mejillas sonrojadas por el entusiasmo. Lo seguían dos caballeros, y era imposible no saber quiénes eran. Por Throckbridge pasaban muy pocos desconocidos. Y de los pocos a los que recordaban los presentes, ninguno (ni uno solo) había asistido a un baile en el salón de reuniones y muy pocos habían estado en la verbena estival que se celebraba todos los años en Rundle Park.

Los dos recién llegados eran unos desconocidos… y habían asistido a la fiesta.

Y uno de ellos, además, era un vizconde.

El hombre que entró justo detrás de sir Humphrey era de estatura y complexión medias, aunque mostraba cierta tendencia a la redondez en la zona de la barriga. Tenía el pelo castaño corto y bien peinado, y un rostro que evitaba ser normal y corriente gracias a la franca simpatía con la que observaba la escena a su alrededor. Parecía alegrarse de verdad de estar allí. Llevaba un traje bastante sobrio, con una chaqueta azul marino, calzas grises y camisa blanca. Aunque debía de rondar la treintena, encajaba en la descripción de «joven».

Louisa cerró el abanico y suspiró. Al igual que hicieron muchas de las damas presentes.

Sin embargo, Vanessa estaba observando al otro caballero, y supo al punto que era él quien había provocado los suspiros, si bien de sus labios no salió ninguno. De repente, se le había secado la boca y durante un instante que se le antojó una eternidad no supo ni dónde se encontraba.

Debía de ser de la misma edad que el otro caballero, pero eso era lo único que tenían en común. Ese hombre era alto y esbelto, pero ni mucho menos delgado. De hecho, tenía los hombros y el pecho anchos, y la cintura y las caderas, estrechas. Sus piernas eran largas y fuertes. Tenía el pelo muy oscuro, casi negro en realidad, lustroso y bien cortado, peinado con un estilo que parecía muy cuidado pero desenfadado al mismo tiempo. Su rostro era de tez bronceada, de facciones clásicas y nariz aguileña, con pómulos afilados y un hoyuelo en la barbilla. Sus labios eran firmes. Su aspecto era un tanto exótico, como si por sus venas corriera sangre italiana o española.

Era guapísimo.

Era perfecto.

Podría haberse enamorado de los pies a la cabeza de él, como la mitad de las presentes al menos, de no haberse percatado de otro detalle. De dos detalles, en realidad.

Parecía insufriblemente arrogante.

Y también parecía aburrido.

Tenía los párpados entornados. Sostenía el monóculo en la mano, aunque no se lo había llevado al ojo. Miraba a su alrededor como si no diera crédito a la vulgaridad del entorno en el que se encontraba.

A sus labios no asomaba la menor de las sonrisas. En cambio, sí vio un rictus desdeñoso, como si estuviera impaciente por regresar a su habitación de la planta baja. O, mejor aún, por marcharse de Throckbridge.

Daba la sensación de que preferiría estar en cualquier otro lugar de la tierra.

De modo que no se enamoró de él, por más maravilloso y divino que lo encontrara. Ese hombre había aparecido en su mundo, en el mundo de su familia y de sus amigos, sin ser invitado, y tenía el descaro de encontrarlo inferior e indeseable. ¿¡Cómo se atrevía!? En vez de alegrarle la velada, como habría hecho la presencia de un desconocido en circunstancias normales (sobre todo si dicho desconocido era apuesto), su presencia amenazaba con aguarle la fiesta.

Porque todo el mundo, cómo no, se desharía en halagos. Nadie se comportaría con naturalidad. Nadie se relajaría para disfrutar del baile. Y nadie hablaría de otra cosa, sino solo de él, durante días, incluso durante semanas.

Como si un dios les hubiera honrado con su presencia.

Sin embargo, tenía muy claro que ese hombre los despreciaba a todos… o cuanto menos los encontraba muy aburridos.

Ojalá hubiera llegado al día siguiente… o no hubiera aparecido nunca.

Iba vestido de blanco y negro, una moda que parecía ser el último grito en Londres. Cuando Vanessa se enteró, pensó que era muy aburrida y muy poco atractiva.

Se había equivocado, por supuesto.

Ese hombre parecía esbelto, elegante y perfecto.

Ese hombre parecía la personificación del ideal romántico de cualquier mujer. El adonis que todas soñaban, sobre todo el día de San Valentín, que cayera rendido a sus pies y se las llevara en su blanco corcel hacia un idílico futuro en su castillo situado en las nubes, unas nubes algodonosas y blancas, no los grises nubarrones ingleses.

No obstante, Vanessa se sentía muy molesta con él. Si tanto los despreciaba a ellos y al entretenimiento que le ofrecían, al menos podría tener la decencia de ser tan feo como una gárgola.

Oyó el eco del suspiro que recorrió el salón de reuniones como una suave brisa y esperó de todo corazón que de sus labios no hubiera salido ninguno.

– ¿Quién de los dos crees que es el vizconde de Lyngate? -le susurró Louisa al oído derecho, cosa necesaria ya que el silencio se había apoderado de la estancia.