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– El guapo, sin duda alguna -contestó-. Te apuesto lo que quieras.

– ¡Ah! -dijo Louisa, decepcionada-. Yo también creo que es él. Es increíblemente apuesto aunque no sea rubio, pero no parece muy dispuesto a dejarse hechizar por mis encantos, ¿no crees?

No, desde luego que no iba a hacerlo. Ni por los encantos de Louisa ni por los encantos de ningún habitante de ese recóndito y humilde paraje. Su porte delataba a un hombre convencido de su propia importancia. Seguramente estuviera hechizado por sus propios encantos.

«¿Qué diantres hace en Throckbridge? ¿Se habrá equivocado en algún cruce?», se preguntó.

Los caballeros no se quedaron en el vano de la puerta mucho tiempo. Sir Humphrey los invitó a pasar mientras sonreía enormemente satisfecho, como si fuera el responsable de que hubieran aparecido en el pueblo ese día en concreto. Se los presentó a casi todos los asistentes, empezando por la señora Hardy, que estaba sentada al piano, y siguiendo por Jamie Latimer, que era el flautista, y por el señor Rigg, el violinista. Poco después los caballeros saludaban a Margaret y a Katherine. Y acto seguido hacían lo propio con Stephen y Melinda, y con Henrietta Dew, su cuñada, y con el grupo de jóvenes que se arremolinaba a su alrededor.

– No creo que nadie vaya a hablar de nuevo, a no ser que lo haga en susurros -murmuró ella.

Se percató de que el caballero más bajo intercambiaba unas palabras con todo el mundo. Y de que sonreía y se interesaba por sus interlocutores. El otro caballero, sin duda alguna el vizconde de Lyngate, permaneció en silencio y se dedicó a intimidar a todo aquel a quien se acercaba. Vanessa sospechaba que lo hacía de forma premeditada. Lo vio enarcar las cejas cuando le presentaron a Stephen y se percató de que lo observaba con una arrogancia muy aristocrática.

Por supuesto, Melinda soltó una risilla tonta.

– ¿Por qué ha venido? -Susurró Louisa-. Me refiero al pueblo. ¿Te lo ha dicho sir Humphrey?

– Le dijeron que estaban aquí por un asunto de negocios -contestó-. Supongo que no añadieron ningún detalle porque de otro modo mi suegro nos lo habría contado absolutamente todo.

– ¿Un asunto de negocios? -Louisa parecía desconcertada y sorprendida a la vez-. ¿¡En Throckbridge!? ¿Qué asunto puede ser?

También ella, cómo no, se había estado preguntando eso mismo desde que Katherine les anunciara la llegada de los caballeros esa tarde. ¿Cómo no iba a preguntárselo? ¿Cómo no iba a preguntárselo todo el mundo? ¿Qué asunto de negocios podía tratar nadie en un pueblecito perdido como Throckbridge, por más pintoresco que fuera (sobre todo en verano) y por más cariño que ella le tuviese?

¿Qué asuntos de negocios podía tratar allí un vizconde, nada más y nada menos?

¿Por qué tenía que mirarlos por encima del hombro como si fueran meros gusanos que estuviera aplastando con sus carísimos zapatos de baile?

Ignoraba las respuestas a esas preguntas y tal vez nunca las descubriera. Pero no tenía tiempo para seguir meditando el asunto, al menos en ese momento. Su suegro se acercaba a ellas acompañado por los dos caballeros. Deseó que no lo hiciera, pero se dio cuenta de que era algo inevitable.

Sir Humphrey les sonrió con alegría.

– Y esta es la hija mayor de los Rotherhyde -anunció su suegro antes de añadir, con una lamentable falta de tacto y de sinceridad-: y la beldad de la familia.

Louisa agachó la cabeza, avergonzada, e hizo una profunda reverencia.

– Esta otra dama es la señora de Hedley Dew, mi querida nuera -prosiguió sir Humphrey, sonriéndole-. Estuvo casada con mi hijo hasta su desafortunada muerte hace algo más de un año. Os presento al vizconde de Lyngate y al señor Bowen.

Sus palabras le confirmaron que había identificado bien a los caballeros. Aunque no lo había dudado en ningún momento. Hizo una reverencia.

– Señora -dijo el señor Bowen al tiempo que la saludaba con una ligera reverencia y una sonrisa amable aunque compasiva-, mis más sinceras condolencias.

– Gracias -repuso ella, muy consciente de que el vizconde de Lyngate la estaba observando.

Al final se había puesto el vestido lavanda para aligerar los remordimientos por ir a la fiesta a divertirse, aunque sabía muy bien que Hedley la habría animado a ponerse el verde. No era un lavanda intenso y nunca le había quedado bien. Sabía que era un vestido espantoso que no la favorecía en absoluto.

Se odió en ese momento por preocuparse de su apariencia, por desear haberse puesto el vestido verde.

– He insistido hasta convencerla de que asistiera esta noche al baile -confesó sir Humphrey-. Es demasiado joven y bonita para guardar luto toda la vida, y estoy seguro de que me darán la razón, caballeros. Fue muy buena con mi hijo mientras vivió, y eso es lo único que importa. Y también he insistido para que baile. ¿Te ha solicitado alguien la primera pieza, Nessie?

Su forma de presentarla la horrorizó, y le habría gustado que la tierra se la tragase al escuchar la pregunta. Sabía qué iba a decir su suegro a continuación.

– No, padre -se apresuró a contestar antes de que cayera en la cuenta de que podría haber mentido-. Pero…

– Entonces estoy seguro de que uno de estos caballeros estará encantado de bailarla contigo -la interrumpió su suegro con una sonrisa y frotándose las manos.

Se produjo un breve silencio mientras ella deseaba con todas sus fuerzas poder reunirse con el pobre Hedley en su tumba.

– Señora Dew, ¿me haría el honor de bailar la primera pieza conmigo? -la invitó el vizconde, con una voz melodiosa y grave, una voz tan perfecta como el resto de su persona.

Un vizconde la estaba invitando a bailar. Y el vizconde que tenía delante era el hombre más guapo que había visto en la vida. Y también era un arrogante… y un presuntuoso. Sin embargo su sentido del ridículo la dejaba en ocasiones al borde del desastre. ¿Qué estaría pensando el vizconde? Estuvo a punto de soltar una carcajada, y ni siquiera se atrevió a mirar hacia Margaret. Aunque la vergüenza no tardó en desaparecer. El episodio era demasiado gracioso. Qué pena que la fiesta comenzara de ese modo.

¿Eran imaginaciones suyas o todos los presentes estaban esperando su respuesta?

Tonterías, desde luego.

¡Vaya por Dios! Debería haberse mostrado firme y haberse quedado en casa con un libro y con sus recuerdos.

– Gracias.

Hizo otra reverencia y observó la mano extendida con cierta fascinación. Era una mano elegante y cuidada, como la de una dama. Aunque no tenía nada de femenina.

Porque no había nada femenino en el vizconde. De cerca parecía mucho más alto, más fuerte y más poderoso de lo que le había parecido al verlo en la puerta. Su aroma era muy masculino. Lo rodeaba un aura abrasadora.

Cuando aceptó la mano que le tendía y lo miró a la cara, se percató de otro detalle de su rostro. No tenía los ojos oscuros, tal como había creído a tenor de su color de pelo y de tez, sino de un intenso azul. Y esos ojos la miraban de forma penetrante, aunque sus párpados seguían entornados.

Su mano era cálida y fuerte.

«En fin, no voy a olvidar esta noche en mucho tiempo», se dijo al tiempo que el vizconde la conducía hacia las filas que se estaban formando mientras el señor Rigg afinaba con nerviosismo el violín. Iba a bailar con un apuesto y orgulloso vizconde, y la primera pieza, nada menos. Ojalá pudiera regresar a casa para contarle todo el evento a Hedley.

– ¿Nessie? -le preguntó el vizconde de Lyngate cuando la dejó en la fila de las damas, antes de ocupar su puesto en la de los caballeros. Volvía a tener las cejas enarcadas. Le estaba preguntando por su nombre, no dirigiéndose a ella de forma irrespetuosa.

– Vanessa -le explicó, pero se arrepintió enseguida de haberlo dicho con ese tono de disculpa.

Aunque no escuchó con claridad las palabras del vizconde cuando se colocó frente a ella, creyó entender algo como «¡Gracias a Dios!».