Francis no se decidía a estimar la inteligencia o el ingenio de los seres infernales o celestiales, o a imaginar la extensión de sus cualidades histriónicas, aunque presumía que tales criaturas eran infernal o celestialmente inteligentes. El abad, al plantear tan claramente su pregunta, había formulado la naturaleza de la respuesta de Francis, es decir: tomar en consideración la pregunta en sí misma, a pesar de no haberlo hecho previamente.
— ¿Bien, hijo?
— Reverendo padre, ¿no supone que puede haber sido…?
— No te pido que supongas. Quiero que estés completamente seguro. ¿Era o no una persona común y corriente, de carne y hueso?
La pregunta era aterradora. Y el hecho de que se viese dignificada, al proceder de labios de una persona tan exaltada como su abad, la hacía aún más aterradora, a pesar de poder ver con claridad que su superior la planteaba tan sólo porque deseaba una respuesta en particular y la deseaba ardientemente. Y si mostraba tal interés, la pregunta debía ser importante. Y si era lo suficientemente importante para un abad, entonces lo era muchísimo más para el hermano Francis, el cual no se atrevía a equivocarse.
— Creo… creo que era de carne y hueso, reverendo padre, pero no exactamente «común y corriente». En algunos aspectos era muy poco común.
— ¿En qué aspectos? — preguntó el abad Arkos, secamente.
— Pues… la puntería que tenía al escupir. Y sabía leer, creo.
El abad cerró los ojos y se acarició las sienes con aparente exasperación. Qué fácil habría sido decirle sencillamente al muchacho que su peregrino era sólo algún viejo vagabundo y después ordenarle que lo considerase de ese modo. Pero al haberle permitido al muchacho saber que la pregunta era posible, restaba efectividad a la orden antes de ser pronunciada.
Hasta donde el pensamiento podía ser gobernado, sólo cabía ordenarle seguir lo que la razón afirmaba; de hacerlo de otro modo, no obedecería. Como director prudente, el abad Arkos no daba órdenes en vano cuando sabía que era posible desobedecer y obligar no lo era. Era mejor apartar la vista que dar órdenes no efectivas. Había hecho una pregunta que ni él mismo podía contestar razonablemente, pues jamás vio al viejo, y debido a ello, tampoco tenía derecho a exigir la respuesta.
— Puedes irte — dijo finalmente sin abrir los ojos.
5
Ligeramente desconcertado por la conmoción producida en la abadía, el hermano Francis regresó al desierto aquel mismo día para completar su vigilia de cuaresma en una soledad bastante desventurada. Había esperado que se produjese cierta agitación al aparecer él con las reliquias, pero el excesivo interés que todos demostraron por el viejo vagabundo le había sorprendido. Francis únicamente mencionó al viejo por el papel que supuso, fuese por accidente o por obra de la Providencia, en su tropiezo con la cripta y sus reliquias. Por lo que a Francis se refería, el peregrino era tan sólo un ingrediente menor de un cuadro en cuyo centro estaba la reliquia de un santo. Pero los novicios, sus camaradas, pareció que se interesaban más por el peregrino que por la reliquia y hasta el abad le había llamado, no para preguntarle por la caja, sino por el viejo.
Le habían hecho un centenar de preguntas acerca del peregrino a las que sólo había podido contestar: «No me di cuenta»… «En aquel momento no miraba»… «Si lo dijo no lo recuerdo»… y algunas de las preguntas eran un poco extrañas. Debido a todo ello, empezó a interrogarse: «¿Tenía que haberme dado cuenta? ¿Fui estúpido al no vigilar lo que él hacía? ¿No presté la suficiente atención a lo que dijo? ¿Dejé de percibir algo importante por estar medio aturdido?».
Meditó sobre ello en la oscuridad mientras los lobos rondaban su nuevo campamento y llenaban la noche con sus aullidos. Se encontró pensando en ello en momentos del día que estaban señalados como propios para la oración y los ejercicios espirituales de la vigilia vocacional, y así se lo confesó al padre Cheroki en su siguiente ronda dominical.
— No debiste dejar que la imaginación desatada de los demás te obsesionase; ya tienes suficientes problemas con la tuya propia — le dijo el confesor después de reprenderlo por descuidar sus ejercicios y oraciones —. Ellos no piensan en esas cosas basándose en lo que puede ser verdad, sino que confeccionan sus preguntas basándose en lo que puede ser sensacional si resulta ser verdad. ¡Es absurdo! Debo decirte que el reverendo padre abad ha prohibido que en el noviciado se siga hablando de este asunto. — Después de un breve silencio, añadió con poca fortuna y con un tenue rastro de duda esperanzada en el tono -: En el viejo no había nada que sugiriese lo sobrenatural, ¿verdad?
El hermano Francis también dudaba. Si hubo una sugerencia de lo sobrenatural, él no la notó. Pero de todas maneras, a juzgar por la gran cantidad de preguntas que no pudo contestar, poco había notado. La profusión de las preguntas le hacía sentir que su poca observación era en cierto modo culpable. Agradecía al peregrino el descubrimiento del refugio. Pero no interpretó enteramente los acontecimientos en función de sus propios intereses, de acuerdo con su propio anhelo por un fragmento de evidencia de que la dedicación de su vida a las labores del monasterio procedían no sólo de su deseo sino también de la gracia; facultando la voluntad, pero no obligándola a escoger correctamente. Tal vez los acontecimientos tenían un significado más amplio, que él no llegó a percibir durante su gran ensimismamiento.
¿Qué opinas de tu execrable vanidad?
«Mi execrable vanidad es como la del gato de la fábula que estudió ornitología, reverendo padre.»
¿Su deseo de profesar los votos finales y perpetuos no era análogo al del gato que se convirtió en ornitólogo para poder glorificar su propia ornitofagia, devorando secretamente un Serinus canarius canarius, pero nunca comiéndose un canario? Porque como el gato que era por naturaleza ornitófago, también Francis estaba, por naturaleza, dispuesto a devorar hambriento todo el conocimiento que se enseñaba en aquellos días y debido a que no había más escuelas que las monásticas, tomó primero el hábito de postulante y después el de novicio. Pero ¿sospechar que Dios, al igual que la naturaleza, lo llamaba para ser un monje profeso de la orden…?
¿Qué otra cosa podía hacer? No había modo de volver a su tierra, en Utah. De pequeño fue vendido a un hechicero que lo educó como su sirviente y acólito. Después de escapar, no podía volver si no era para enfrentarse a la espantosa «justicia» de la tribu: había robado la propiedad de un hechicero — su propia persona —, y aunque el robo era una profesión honorable entre los habitantes de Utah, ser cogido era un crimen capital, cuando la víctima del ladrón era el brujo de la tribu.
Después de sus estudios en la abadía, tampoco le interesaba caer en la relativamente primitiva vida de un pastor analfabeto.
Pero ¿qué más? El continente estaba escasamente habitado. Pensó en el mapa mural de la biblioteca de la abadía y la desperdigada distribución de las áreas marcadas con una cruz, que eran regiones, si no de civilización, por lo menos de orden civil, en las que dominaba cierta forma de soberanía legal que sobrepasaba a la tribal. El resto estaba muy poco poblado por gente de los bosques y las llanuras que, aunque en su mayoría no eran salvajes, formaban simples clanes vagamente organizados en pequeñas comunidades dispersas, que vivían de la caza, el pillaje y la agricultura primitiva, y su índice de natalidad era escasamente suficiente — descontados los monstruos de nacimiento y los mutantes — para sostener a la población. Las principales industrias del continente, sin tener en cuenta algunas regiones costeras, eran la caza, el cultivo, la guerra y la brujería; esta última era la «industria» más prometedora para cualquier joven que desease escoger carrera y tuviese en mente como finalidad principal la máxima opulencia y prestigio.