Выбрать главу

Los agujeros, por lo general, estaban habitados.

Pero aquél parecía haber estado tan apretadamente sellado por la piedra del peregrino, que ni tan siquiera una mosca podía haber penetrado en él antes de que Francis la retirase. De todas maneras, buscó un palo y lo agitó cautelosamente en el agujero sin encontrar resistencia. Cuando lo soltó, el palo resbaló por la abertura y desapareció como engullido por una cavidad subterránea mayor. Esperó nervioso, pero nada salió.

De nuevo se arrodilló y olisqueó con precaución el agujero. Al no descubrir ningún olor animal ni un asomo de azufre, dejó caer un pedazo de grava en su interior y se inclinó a escuchan La grava rebotó, primero, a unos centímetros de la abertura y después siguió haciéndolo hacia abajo golpeando algo metálico al pasar, para detenerse finalmente a bastante profundidad. El eco le sugirió una cavidad subterránea del tamaño de una habitación.

El hermano Francis se levantó vacilante y miró a su alrededor. No había nadie, como de costumbre, fuera de su compañero, el buitre, el cual, meciéndose en lo alto, lo observaba con tal interés que otros buitres habían abandonado de momento sus territorios, cerca de la línea del horizonte, para acercarse a investigar.

El novicio dio una vuelta alrededor del montón de piedras, pero no encontró señales de un segundo agujero. Trepó a un túmulo vecino y estudió el camino. El peregrino había desaparecido hacía rato. Nada se movía por la antigua carretera; pero a poco más de un kilómetro hacia el este, tuvo la fugaz visión del hermano Alfred cruzando por una loma baja en busca de leña, cerca de su propia ermita cuaresmal. El hermano Alfred era sordo como una tapia. No había nadie más a la vista. A Francis no se le ocurrió ninguna razón para gritar en busca de ayuda, pero estimar por adelantado el resultado probable del grito, si se presentaba tal eventualidad, le parecía un acto de prudencia. Después de un cuidadoso escrutinio del terreno, bajó del túmulo. El aliento necesario para gritar sería mejor emplearlo en correr.

Pensó en volver a colocar la piedra del peregrino para tapar el agujero, pero las rocas vecinas se habían movido ligeramente y aquélla ya no se adaptaba a su lugar de origen en el rompecabezas. Además, el hueco en la hilera más alta de su pared protectora permanecía sin llenar y el peregrino tenía razón; la forma y el tamaño de la piedra sugerían una probable adaptación. Después de sólo breves recelos, la levantó y, tambaleándose, marchó a su madriguera.

La piedra se deslizó perfectamente en su lugar. Probó la nueva falca con un golpe y la hilera se sostuvo, aunque la sacudida produjo un resquebrajamiento menor un poco más lejos. Los signos del peregrino, aunque medio borrados por el manoseo de la piedra, estaban aún lo suficientemente claros para ser copiados. El hermano Francis los reprodujo cuidadosamente en otra piedra empleando un palo quemado como lápiz. Cuando el prior Cheroki efectuase su recorrido sabatino por las ermitas, tal vez podría decirle si los signos tenían algún significado, fuese de gracia o de maldición. Temer a las cábalas paganas estaba prohibido, pero el novicio sentía curiosidad por saber cuando menos qué signo colgaría sobre su rústico dormitorio, en vista del peso de la obra de albañilería en la que éste estaba escrito.

Sus labores continuaron durante el calor de la tarde, pero no pudo dejar de pensar en el agujero… el interesante y a la vez temible agujero, y el modo en que la pequeña piedra había resonado causando débiles ecos en algún punto bajo tierra. Sabía que las ruinas que lo rodeaban eran muy antiguas y también sabía, por la tradición, que habían sido gradualmente erosionadas hasta formar aquellos anómalos montones de piedra, por generaciones de monjes y ocasionales extraños; hombres que buscaban una carga de piedra o pedazos oxidados de hierro, que se encontraban rompiendo los grandes pedazos de columnas y losas para extraer las antiguas tiras de aquel metal misteriosamente plantado en las rocas por hombres de una época casi olvidada por el mundo. Esta erosión humana había poco menos que destruido el parecido a edificios que la tradición otorgaba a las ruinas en un período anterior, si bien el actual constructor de obras de la abadía se enorgullecía de su habilidad en presentir y señalar los restos de un plano de pavimento aquí y allá. Y había todavía metal escondido, que alguien encontraría si se entretenía en romper la piedra lo suficiente como para hallarlo. La propia abadía había sido construida con ese material.

Que varios siglos de trabajadores de la piedra hubiesen dejado aún algo de interés por descubrir en las ruinas era considerado por Francis como una fantasía poco probable. Y lo que era más importante: nunca había oído que nadie mencionase edificios con basamento o sótanos. El maestro de obras, recordó finalmente, había sido bastante contundente al decir que las edificaciones de aquel lugar habían tenido el aspecto de construcciones apresuradas, carecían de cimientos profundos y reposaban sobre losas de superficie plana.

Con su refugio casi terminado, el hermano Francis se aventuró a volver al agujero y se quedó mirándolo incapaz de sustraerse a la convicción del morador del desierto, que si hay un lugar donde ocultarse del sol, algo se oculta ya en él. Aunque el agujero estuviese ahora deshabitado, algo se deslizaría en él antes del amanecer del día siguiente. Por otra parte, si algo ya vivía en el hoyo, Francis consideró más seguro conocerlo durante el día que de noche. Por los alrededores no parecía haber más huellas que las suyas, las del peregrino y las de los lobos.

Decidiéndose rápidamente, empezó a limpiar de piedras y arena el agujero. Pasada media hora, éste no era mayor, pero su convicción de que daba a una cavidad subterránea se había convertido en certidumbre. Dos pequeños guijarros, medio enterrados y pegados a la abertura, estaban evidentemente unidos por la fuerza de un exceso de masa agolpándose en la boca de un pozo; parecían estar atascados en un cuello de botella. Cuando movió uno de ellos hacia la derecha, su vecino rodó hacia la izquierda hasta que ya no fue posible el movimiento. El efecto inverso se produjo cuando lo arrastró en dirección opuesta; sin embargo, siguió removiendo el amasijo de piedras.

De pronto, su palanca se le escapó de las manos y le dio un golpe de refilón a un lado de la cabeza para desaparecer en un súbito hundimiento. El golpe seco le hizo tambalear. Una piedra salió disparada del desprendimiento, le acertó en la mitad de la espalda y le hizo caer sin aliento, resbaló sin saber si se deslizaba en el agujero hasta el instante en que su estómago dio contra el suelo y lo acarició. El ruido del alud fue ensordecedor, pero breve.

Cegado por el polvo, Francis se quedó tendido jadeando en busca de aire y preguntándose si se atrevería a moverse, de tan agudo que era el dolor en su espalda. Habiendo recobrado ligeramente el aliento, se las ingenió para meter una mano dentro de su hábito y tantear el lugar entre sus hombros, donde presumía tener algunos huesos rotos. El lugar parecía áspero y le escocía. Sacó sus dedos húmedos y rojos. Se movió, pero gruñó y de nuevo se quedó quieto.

Se produjo un suave aleteo. El hermano Francis levantó la cabeza a tiempo para ver al buitre preparándose para posarse sobre un montón de piedras a unos metros de distancia. De inmediato, el pájaro, volando, se alejó de nuevo, pero Francis tuvo la sensación de que lo había mirado con una especie de interés maternal, como una gallina preocupada. Giró rápidamente sobre sí mismo. Una negra hueste volátil de ellos se había reunido y volaba en círculos a una altura desacostumbrada, baja, apenas evitando los túmulos. Cuando él se movió se alejaron hacia lo alto. Ignorando de pronto la posibilidad de vértebras astilladas o de una costilla rota, el novicio se levantó tembloroso. Desengañada, la horda negra tomó de nuevo altura en sus invisibles ascensores de aire caliente y se dispersó hacia sus remotas vigilancias aéreas. Oscuras alternativas para el Paráclito, cuya Regada esperaba, los pájaros parecían a veces ansiosos por descender en lugar del Espíritu Santo; su momentáneo interés le había hecho perder la calma, y rápidamente, después de algunos gestos de prueba, comprobó que la piedra sólo le había producido magulladuras y rasguños.