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Tonet pasaba las noches jugando al truque en la taberna y ansiaba la llegada del domingo para estar allí todo el día. Le gustaba la vida de inmovilidad, con el porrón al alcance de la mano, manejando los mugrientos naipes sobre la manta que cubría la mesilla y apuntando con pequeños guijarros o granos de maíz, que representaban el valor de las apuestas. ¡Lástima que no fuese rico como Cañamel para proporcionarse siempre esta vida de señor! Rabiaba al pensar que al día siguiente tendría que fatigarse en la barca, y tan creciente era su pasión por la pereza, que Cañamel ya no le buscaba para los trabajos nocturnos, al ver con qué mal gesto cargaba los fardos y cómo disputaba con los compañeros de trabajo para evitarse fatigas.

Sólo mostraba actividad y sacudía su somnolencia de perezoso ante una diversión próxima. En la gran fiesta del Palmar en honor del Niño Jesús, el tercer día de Navidad, Tonet se distinguía entre todos los mozos del lago. Cuando en la víspera llegaba la música de Catarroja en una gran barca, los jóvenes se metían en el agua del canal, pugnando por quién avanzaba más y cogía el bombo. Era un honor que hacia pavonearse altivo ante las muchachas, apoderarse del enorme instrumento y cargárselo a la espalda, paseándolo por el pueblo.

Tonet se metía hasta el pecho en el agua, fría como hielo liquido, disputaba a puñetazos la delantera a los más audaces y se agarraba a la borda de la barca, haciendo suya la voluminosa caja.

Después, en los tres días de fiestas, venían las diversiones tormentosas, que las más de las veces acababan a palos. El baile en la plaza a la luz de teas resinosas, donde obligaba a Neleta a permanecer sentada, pues por algo era su novia, mientras él bailaba con otras menos guapas, pero mejor vestidas, y las noches de albaes, serenatas de la gente joven, que iba hasta el amanecer de puerta en puerta cantando coplas, escoltada por un pellejo de vino para tomar fuerzas y acompañando cada canción con una salva de relinchos y otra de tiros.

Pero transcurrida esta corta temporada, Tonet volvía a aburrirse en su vida de trabajo, sin otro horizonte que el lago. Se escapaba a veces, despreciando la cólera de su padre, y desembarcaba en el puerto de Catarroja, recorriendo los pueblos de la tierra firme, donde tenía amigos de la época de la siega. Otras veces tomaba el camino por el Saler, y llegaba a Valencia con el propósito de quedarse en la ciudad, hasta que el hambre le empujaba de nuevo a la barraca de su padre. Había visto de cerca la existencia de los que viven sin trabajar y abominaba de su mala suerte, que le hacía permanecer como un anfibio en un país de cañas y barro, donde el hombre, desde pequeño, tiene que encerrarse en una barquichuela, eterno ataúd sin el cual no puede moverse.

El hambre de placeres se despertaba en él, rabiosa y dominadora. Jugaba en la taberna hasta que Cañamel lo ponla en la puerta a media noche; había probado todos los líquidos que se beben en la Albufera, incluso la absenta pura que traen los cazadores de la ciudad para mezclarla con el agua hedionda del lago, y más de una noche, al tenderse en su camastro de la barraca, los ojos del padre le habían seguido con expresión severa, percibiendo su paso inseguro y su respiración jadeante de alcoholizado. El abuelo protestaba con palabras de indignación. Santo y bueno que le gustase el vino; al fin vivían eternamente sobre el agua, y el buen barquero debe conservar la panza caliente… Pero ¿bebidas «compuestas»…? ¡Así empezó el viejo Sangonera!

Tonet olvidaba todos sus afectos. Golpeaba a la Borda, tratándola como a una bestia sumisa, y apenas si prestaba atención a Neleta, acogiendo sus palabras con bufidos de impaciencia. Si obedecía a su padre era de un modo tan forzado, que el gran trabajador palidecía, moviendo sus manazas poderosas como si fuese a despedazarle. El muchacho despreciaba a todo el pueblo, viendo en él un rebaño miserable nacido para el hambre y la fatiga, de cuyas filas debía salir a cualquier precio. Los que tornaban orgullosos de la pesca, mostrando los cestones de anguilas y tencas, le hacían sonreír. Al pasar frente a la casa del vicario veta a Sangonera, que, dedicado ahora a la lectura, pasaba las horas sentado en la puerta leyendo libros religiosos y disfrazando su gesto de pillo con una expresión compungida. ¡Imbécil! ¿Qué le importarían aquellos libracos que le prestaban los vicarios…?

Quería vivir, gozar de un golpe todas las dulzuras de la existencia. Se imaginaba que cuantos habitaban al otro lado del lago, en los pueblos ricos o en la ciudad grande y ruidosa, le robaban una parte de los placeres que le correspondía por indiscutible derecho.

En la época de la siega del arroz, cuando miles de hombres llegaban a la Albufera de todos los extremos de la provincia, atraídos por los grandes jornales que ofrecían los propietarios faltos de brazos, Tonet se reconciliaba momentáneamente con la vida en aquel rincón del mundo. Veía caras nuevas, hacía amigos, encontraba una rara alegría en estos vagabundos que, con la hoz en la mano y el saco de ropa a la espalda, iban de un punto a otro trabajando mientras lucía el sol, para emborracharse así que llegaba la noche.

Le gustaba esta gente de existencia accidentada y le entretenían sus relatos, más interesantes que los cuentos murmurados junto a la lumbre. Unos habían estado en América, y olvidando su miseria en los remotos países, hablaban de éstos como de un paraíso donde todos nadaban en oro. Otros contaban sus largas estancias en la Argelia salvaje, en los mismos límites del Desierto, donde se habían ocultado mucho tiempo por un navajazo dado en su pueblo o un robo que les «acumulaban» los enemigos. Y Tonet, al oírles, creía percibir en el vientecillo putrefacto de la Albufera el perfume exótico de aquellos países maravillosos, y en el brillo de los azulejos de la taberna veta sus portentosas riquezas.

Esta amistad con los vagabundos se estrechaba, hasta el punto de que, al terminar la siega y cobrar ellos sus jornales, los acompañaba Tonet en una orgía brutal a través de todas las poblaciones inmediatas al lago; carrera loca de taberna en taberna, de albaes por la noche ante ciertas ventanas, que terminaba con una pelea general cuando, escaseando el dinero, parecía el vino más agrio y se disputaba por quién era el obligado a pagar…

Una de estas expediciones fue famosa en la Albufera. Duró más de una semana, y en todo este tiempo el tío Toni no vio a su hijo en el Palmar. Se supo que la banda de alborotadores iba como una fiera suelta por la parte de la Ribera, que en Sollana apalearon a un guarda y en Sueca habían sido descalabrados dos de la cuadrilla en una pelea de taberna. La Guardia Civil iba al alcance de estas expediciones de locos.

Una noche avisaron al tío Toni que su hijo acababa de aparecer en casa de Cañamel con las ropas sucias de barro, como si hubiese caído en una acequia, brillándole aún en los ojos la borrachera de siete días. El sombrío trabajador fue allá, silencioso como siempre, con un ligero bufido que movía sus labios como si se pegasen uno a otro.

Su hijo bebía en el centro de la taberna con la sed del ebrio, rodeado de un público atento, al que hacia reír con el relato de las barrabasadas cometidas en esta expedición de recreo.

De un revés, el tío Toni le rompió el porrón que llevaba a su boca, abatiéndole la cabeza sobre un hombro. Tonet, anonadado por el golpe y viendo a su padre frente a él, se encogió por unos momentos; pero después, brillando en sus ojos una luz turbia e impura que daba miedo, se lanzó contra él, gritando que nadie le pegaba impunemente, ni aun su mismo padre.