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Después de Pascua Florida, cuando todo el Palmar vaciaba su saco de pecados en el confesonario, menudeaban los escopetazos en la Dehesa y en el lago, y los guardas iban locos de un lado a otro, sin poder adivinar a qué obedecía este furor repentino por la caza.

Terminó la misa, y la muchedumbre se esparció por la plazoleta. Las mujeres no volvían a sus barracas para preparar el caldero de mediodía. Se quedaban con los hombres frente a la escuela, donde se verificaba el sorteo: el mejor edificio del Palmar, el único con dos pisos, una casita que tenia abajo el departamento de los niños y arriba el de las niñas. En el piso superior se verificaba la ceremonia, y al través de las ventanas abiertas se veía al alguacil, ayudado por Sangonera, arreglar la mesa con el sillón presidencial para el señor que vendría de Valencia y los bancos de las dos escuelas para los pescadores miembros de la Comunidad.

Los más viejos del pueblo se agrupaban junto al olivo retorcido y de escasas hojas, único adorno de la plaza. Este árbol raquítico y antiguo, arrancado de las montañas para languidecer en un suelo de barro, era el punto de reunión del pueblo, el sitio donde se desarrollaban todos los actos de su vida civil. Bajo sus ramas se hacían los tratos de la pesca, se cambiaban las barcas y se vendían las anguilas a los revendedores de la ciudad. Cuando alguien encontraba en aguas de la Albufera un mornell abandonado, una percha flotando o cualquier otro útil de pesca, lo dejaba al pie del olivo, y la gente desfilaba ante él, hasta que el dueño lo reconocía por la marca especial que cada pescador ponía a sus útiles.

Todos hablaban del próximo sorteo con la emoción temblorosa del que confía su porvenir al azar. Antes de una hora iba a decidirse para cada uno la miseria de un año o la abundancia. En los corrillos se hablaba de los seis primeros puestos, de los seis redolins mejores, los únicos que podían hacer rico a un pescador, y que correspondían a los seis primeros nombres que salían de la bolsa. Eran los puestos de la Sequiota, o los inmediatos a ella, el camino que seguían las anguilas en las noches tempestuosas, huyendo hacia el mar, para encontrarse con las redes de los redolins, donde quedaban prisioneras.

Se recordaba con misterio a ciertos afortunados pescadores, dueños de un puesto de la Sequiota, que en una noche de tempestad, cuando alborotada la Albufera se rizaba en ondas que dejaban al descubierto el barro del fondo, habían cogido seiscientas arrobas de pesca. ¡Seiscientas arrobas, a dos duros…! Brillaban los ojos con el fuego de la codicia, pero todos se hablaban al oído, repitiendo misteriosamente las cifras de la pesca, temiendo que les oyese alguien que no fuera del Palmar, pues desde pequeño cada cual aprendía, con extraña solidaridad, la conveniencia de decir que se pescaba poco, para que la Hacienda —aquella señora desconocida y vorazno les afligiera con nuevos impuestos.

El tío Paloma hablaba de los tiempos pasados, cuando la gente no se multiplicaba como los conejos de la Dehesa y sólo entraban en el sorteo unos sesenta pescadores, únicos que constituían la Comunidad. ¿Cuántos eran ahora? En el sorteo del año anterior habían figurado más de ciento cincuenta. Si continuaba creciendo la población, serían más los pescadores que las anguilas y perderla el Palmar las ventajas de su privilegio de los redolins, que le daba cierta superioridad sobre los otros pescadores del lago.

El recuerdo de estos «otros», de los pescadores de Catarroja, que compartían con los del Palmar el disfrute de la Albufera, ponía nervioso al tío Paloma. Los odiaba tanto como a los agricultores que roían el agua creando nuevos campos. Según decía el barquero, aquellos pescadores que vivían lejos del lago, en las afueras de Catarroja, mezclados con los labradores y trabajando la tierra cuando se pagaban bien los jornales, no eran más que pescadores de ocasión, gentes que venían al agua empujadas por el hambre, a falta de cosas más productivas en que ocuparse.

El tío Paloma tenia clavado en el alma el orgullo de estos enemigos, que se consideraban los primeros pobladores de la Albufera. Según ellos, eran los de Catarroja los pescadores más antiguos, aquellos a quienes el glorioso rey don Jaime, después de conquistar Valencia, dio el primer privilegio para que explotasen el lago, con el gravamen de entregar la quinta parte de la pesca a la Corona.

—¿Qué eran entonces los del Palmar? —preguntaba irónicamente el viejo barquero.

Y se indignaba recordando la respuesta que daban los de Catarroja. El Palmar llevaba este nombre porque era remotamente una isleta cubierta de palmitos. En otros siglos bajaba gente de Torrente y otros pueblos que se dedicaban al comercio de escobas, se establecían en la isla, y después de hacer provisión de palmitos para todo el año, levantaban el vuelo. Poco a poco fueron quedándose algunas familias. Los escoberos se convirtieron en pescadores, viendo que esto daba mayores ganancias, y más listos y avezados por su vida errante a los progresos del mundo, inventaron lo de los redolins, consiguiendo para éste un privilegio de los reyes y perjudicando a los de Catarroja, gente sencilla que nunca había salido de la Albufera…

Habla que ver la indignación del tío Paloma al repetir las opiniones de los enemigos. ¡Los del Palmar, los mejores pescadores del lago, descendientes de unos escoberos y viniendo de Torrente y otros lugares, donde jamás se habla criado una anguila…! ¡Cristo! Por menores motivos se mataban los hombres en cualquier ribazo con la fitora, Él estaba bien enterado, y le constaba que todo era mentira.

Siendo joven lo nombraron una vez Jurado de la Comunidad, y se llevó a su casa el tesoro del pueblo, el archivo de los pescadores, un cajón repleto de librotes, ordenanzas, privilegios de reyes y cuadernos de cuentas, que pasaba de un Jurado a otro a cada nuevo nombramiento, y llevaba siglos rodando de barraca en barraca, siempre guardado bajo los colchones, como si pudiesen robarlo los enemigos del Palmar. El viejo barquero no sabia leer. En su época no se pensaba en estas cosas y se comía mejor. Pero cierto vicario amigo suyo le había descifrado por las noches el contenido de las patas de mosca que llenaban las páginas amarillentas, y él lo retenía en su memoria con gran facilidad. Primero el privilegio del glorioso san Jaime, el que mataba moros, pues el barquero, en su respeto por el rey conquistador, que regaló el lago a los pescadores, creía poca cosa la realeza y le quería santo. Después venían las concesiones de don Pedro, doña Violante, don Martín, don Fernando, todos reyes y unos benditos siervos de Dios, que se acordaban de los pobres; y quién el derecho a cortar troncos de la Dehesa para calar las redes, quién el privilegio de aprovecharse de las cortezas del pino para teñir el hilo de las mallas, todos regalaban algo a los pescadores. Aquéllos eran otros tiempos. Los reyes, excelentes personas, con la mano siempre abierta para los pobres, se contentaban con el quinto de la pesca; no como ahora, que la Hacienda y demás invenciones de los hombres se llevan cada tres meses media arroba de plata por dejarles vivir en un lago que era de sus abuelos. Y cuando alguien le decía que el quinto representaba mucho más que la famosa media arroba de plata, el tío Paloma rascábase con indecisión la cabeza por debajo del gorro. Bueno: aceptaba que fuese más; pero no se pagaba en dinero y se sentía menos.

Tras esto volvía a su manía contra los demás habitantes del lago. Era verdad que al principio no existían otros pescadores en la Albufera que los que vivían a la sombra del campanario de Catarroja. En aquellos tiempos no se podía hacer vida cerca del mar. Los piratas berberiscos amanecían a lo mejor en la playa, arramblando con todo, y la gente honrada y trabajadora tenía que guarecerse en los pueblos para que no le adornasen el cuello con una cadena. Pero, poco a poco, en tiempos más seguros, los verdaderos pescadores, los puros, los que huían del trabajo de las tierras como de una abdicación deshonrosa, se habían trasladado al Palmar, evitándose así todos los días un viaje de dos horas antes de tender las redes. Amaban al lago y por eso, se quedaron en él. ¡Nada de escoberos! Los-del Palmar eran tan antiguos como los otros. A su abuelo le había oído muchas veces que la familia procedía de Catarroja, y aún debían quedarle por allá parientes, de los que nada quería saber.