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—¡Adiós…!

Y otra vez el silencio, coreado por el susurro de la barca al cortar el agua y el monótono canto de las ranas. Los dos iban con la vista baja, como si temiesen darse cuenta de que estaban solos; y si al levantar los ojos se encontraban sus miradas, las huían instantáneamente.

Se ensanchaban las orillas del canal. Los ribazos se perdían en el agua. Las grandes lagunas de los campos por enterrar se extendían a ambos lados. Sobre la tersa superficie ondeaban las cañas en el crepúsculo, como la cresta de una selva sumergida.

Estaban ya en la Albufera. Avanzaron algo más con los últimos estremecimientos de la brisa, y en derredor sólo vieron agua.

Ya no soplaba viento. El lago, tranquilo, sin la menor ondulación, tomaba un suave tinte de ópalo, reflejando los últimos resplandores del sol tras las lejanas montañas. El cielo tenía un color de violeta y comenzaba a agujerearse por la parte del mar con el centelleo de las primeras estrellas. En los límites del agua marcábanse como fantasmas los lienzos desmayados e inmóviles de las barcas.

Tonet arrió la vela, y agarrando la percha, comenzó a hacer marchar la embarcación a fuerza de brazos. La calma del crepúsculo rompió su silencio.

Neleta, con sonora risa, poníase de pie, queriendo ayudar a su compañero. Ella también manejaba la percha. Tonet debía acordarse de los tiempos de la niñez, de sus juegos revoltosos, cuando desenganchaban los barquitos del Palmar sin saberlo sus amos y corrían los canales, teniendo muchas veces que huir de la persecución de los pescadores. Cuando se cansase, comenzaría ella.

—Estate queta… —respondía él con el resuello cortado por la fatiga; y seguía perchando.

Pero Neleta no callaba. Como si le pesase aquel silencio peligroso, en el que se huían las miradas como si temieran revelar sus pensamientos, la joven hablaba con gran volubilidad.

En el fondo marcábase lejana, como una playa fantástica a la que nunca habían de llegar, la línea dentellada de la Dehesa. Neleta, con incesantes risas, en las que había algo forzado, recordaba a su amigo la noche pasada en la selva, con sus miedos y su sueño tranquilo; aquella aventura que parecía del día anterior: tan fresca estaba en su memoria.

Pero el silencio del compañero, su vista fija en el fondo de la barca con expresión ansiosa, le llamaron la atención. Entonces vio que Tonet devoraba con los ojos sus zapatos amarillos, pequeños y elegantes, que se marcaban sobre el cáñamo como dos manchas claras, y algo más que con los movimientos de la barca había ella dejado al descubierto. Se apresuró a cubrirse y quedó silenciosa, con la boca apretada por un gesto duro y los ojos casi cerrados, mientras una arruga dolorosa se trazaba en su entrecejo. Neleta parecía hacer esfuerzos para vencer su voluntad.

Seguían avanzando lentamente. Era un trabajo penoso atravesar la Albufera a fuerza de brazos con la barca cargada. Otros barquitos vacíos, sin más peso que el del hombre que empuñaba la percha, pasaban rápidos como lanzaderas por cerca de ellos, perdiéndose en la penumbra, cada vez más densa.

Tonet llevaba cerca de una hora de manejar la pesada percha, resbalando unas veces sobre el fuerte suelo de conchas y enredándose otras en la vegetación del fondo, que los pescadores llaman el «pelo» de la Albufera. Bien se veía que no estaba habituado a tal trabajo. De ir solo en la barca se hubiera tendido en el fondo, esperando que volviese el viento o le remolcara otra embarcación. Pero la presencia de Neleta despertaba en él cierto pundonor y no quería detenerse hasta que cayera reventado de fatiga. Su pecho jadeante lanzaba un resoplido al apoyarse en la percha empujando la barca. Sin abandonar el largo palo, llevaba de vez en cuando un brazo a su frente para limpiarse el sudor.

Neleta le llamó con voz dulce, en la que había algo de arrullo maternal.

Sólo se veía su sombra sobre el montón de ovillos que llenaba la proa. La joven quería que descansase: debía detenerse un momento; lo mismo era llegar media hora antes que después.

Y le hizo sentar junto a ella, indicando que en el montón de cáñamo estaría más cómodamente que en la popa.

La barca quedó inmóvil. Tonet, al reanimarse, sintió la dulce proximidad de aquella mujer, lo mismo que cuando permanecía tras el mostrador de la taberna.

Había cerrado la noche. No quedaba otra claridad que el difuso resplandor de las estrellas, que temblaban en el agua negra. El silencio profundo era interrumpido por los ruidos misteriosos del agua, estremecida por el coleteo de invisibles animales. Las lubinas, viniendo de la parte del mar, perseguían a los peces pequeños, y la negra superficie se estremecía con un chap-chap continuo de desordenada fuga. En una mata cercana lanzaban las fálicas, su lamento, como si las matasen, y cantaban los buixguerots con interminables escalas.

Tonet, en este silencio poblado de rumores y cantos, creta que no había transcurrido el tiempo, que era pequeño aún y estaba en un claro de la selva, al lado de su infantil compañera, la hija de la vendedora de anguilas. Ahora no sentía miedo; únicamente le intimidaba el calor misterioso de su compañera, el ambiente embriagador que parecía emanar de su cuerpo, subiéndosele al cerebro como un licor fuerte.

Con la cabeza baja, sin atreverse a levantar los ojos, avanzó un brazo, ciñéndolo al talle de Neleta. Casi en el mismo instante sintió una caricia dulce; un contacto aterciopelado, una mano que resbalaba por su cabeza y deslizándose hasta la frente secaba el sudor que aún la humedecía.

Levantó la mirada y vio a corta distancia, en la oscuridad, unos ojos que brillaban fijos en él, reflejando el punto de luz de una lejana estrella. Sintió en las sienes el cosquilleo de los pelos rubios y finos que rodeaban la cabeza de Neleta como una aureola. Aquellos perfumes fuertes de que se impregnaba la tabernera parecieron entrar de golpe hasta lo más profundo de su ser.

—Tonet! Tonet! murmuró ella con voz desmayada, como un tierno vagido.

¡Lo mismo que en la Dehesa…! Pero ahora ya no eran niños; había desaparecido la inocencia que les hacía apretarse uno contra otro para recobrar el valor, y al unirse tras tantos años con un nuevo abrazo, cayeron en el montón de cáñamo, olvidados de todo, con el deseo de no levantarse más.

La barca siguió inmóvil en el centro del lago, como si estuviera abandonada, sin que sobre sus bordas se marcase la más leve silueta.

Cerca sonaba la perezosa canción de unos barqueros. Perchaban sobre el agua poblada de susurros, sin sospechar que a corta distancia, en la calma de la noche, arrullado por el gorjeo de los pájaros del lago, el Amor, soberano del mundo, se mecía sobre unas tablas.

VI

Llegó la gran fiesta del Palmar, la del Niño Jesús.

Era en diciembre. Sobre la Albufera soplaba un viento frío que entumecía las manos de los pescadores, pegándolas a la percha. Los hombres llevaban gorros de lana hundidos hasta las orejas y no se quitaban el chubasquero amarillo, que al andar producía un frufrú de faldas huecas. Las mujeres apenas salían de las barracas; todas las familias vivían en torno del hogar, ahumándose tranquilamente en una atmósfera densa de cabaña de esquimales.

La Albufera había subido de nivel. Las lluvias del invierno engrosaban las aguas, y campos y ribazos estaban cubiertos por una capa liquida, moteada a trechos por las hierbas sumergidas. El lago parecía más grande. Las barracas aisladas, que antes estaban en tierra firme, aparecían como flotando sobre las aguas, y las barcas atracaban en la misma puerta.

Del suelo del Palmar, húmedo y fangoso, parecía salir un frío crudo e insufrible, que empujaba a las gentes dentro de sus viviendas. Las comadres del pueblo no recordaban un invierno tan cruel. Los gorriones moriscos, inquietos y rapaces, caían de las techumbres de paja, encogidos por el frío, con un grito triste que parecía un lamento infantilLos guardas de la Dehesa hacían la vista gorda ante las necesidades de la miseria, y todas las mañanas un ejército de chiquillos se esparcía por el bosque, buscando leña seca para calentar sus barracas.