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¡Un duro! ¿Y para qué? Los ojos verdes de la tabernera se clavaban en él imperiosos y fieros; erguíase con la soberbia de la adúltera que no quiere ser engañada a su vez; pero al ver en la mirada del mocetón únicamente el deseo de vagar, de desentumecerse de su vida de macho bien cebado, Neleta sonreía satisfecha y le daba cuanto dinero pedía, recomendándole que volviese pronto.

Cañamel se indignaba. Podría tolerársele aquello si atendiera al negocio; pero no: ¡le defraudaba en sus intereses, y además se comía media taberna, pidiendo encima dinero! Su mujer era muy buena: la perdía el agradecimiento que profesaba a aquellos Palomas desde la niñez. Y con su minuciosidad de avaro, iba contando lo que Tonet consumía en el establecimiento y la prodigalidad con que convidaba a sus amigos, siempre a costas del dueño. Hasta Sangonera, aquel piojoso expulsado de la taberna porque llenaba de miseria los taburetes, volvía ahora al amparo del Cubano, que le hacía beber hasta la embriaguez, y usaba para ello licores de botella, los más costosos, todo por el gusto de oír los disparates que se había forjado en sus lecturas de sacristán.

«El mejor día va a apoderarse hasta de mi cama», decía el tabernero quejándose a su Neleta. Y el infeliz no sabía leer en aquellos ojos, no veía una sonrisa diabólica en la mirada de malicia con que acogía ella tal suposición.

Cuando Tonet se cansaba de estar en la taberna días enteros, sentado junto a Neleta, con la expresión de un gozquecillo que espera el momento propicio para sus caricias, cogía la escopeta y la perra de Cañamel y se iba a los carrizales. La escopeta del tío Paco era la mejor del Palmar: un arma de rico, que Tonet consideraba como suya, y con la que rara vez marraba el golpe. La perra era la famosa Centella, conocida en todo el lago por su olfato. No habla pieza que se le escapara, por espeso que fuera el carrizal, buceando como una nutria para sacar del fondo de los hierbajos acuáticos el pájaro herido.

Cañamel afirmaba que no había dinero en el mundo para comprarle este animal; pero veía con tristeza que su Centella mostraba mayor predilección por Tonet, que la llevaba de caza todos los días, que por su antiguo amo, cubierto de pañuelos y mantas junto a la lumbre. ¡Hasta de la perra se apoderaba aquel tuno…!

Tonet, entusiasmado por el magnífico «arreglo» que el tío Paco tenla para la caza, consumía la provisión de cartuchos guardada en la taberna para los cazadores. Nadie del Palmar había cazado tanto. En los estrechos callejones de agua de las matas más cercanas al pueblo sonaba continuamente el escopetazo de Tonet, y la Centella, enardecida por el trabajo, chapoteaba en los carrizales. El Cubano sentía una voluptuosidad feroz en este ejercicio, que le recordaba sus tiempos de guerrillero. Se ponía al acecho, esperando los pájaros, con la mismas precauciones de astucia salvaje que empleaba al emboscarse en la manigua para cazar a los hombres. La Centella le traía a la barca las foches y los collverts: con el cuello blando y el plumaje manchado de sangre. Después venían los pájaros del lago menos vulgares, cuya caza llenaba de satisfacción a Tonet; y admiraba, muertos en el fondo de la embarcación, el gallo de cañar, con plumaje azul turquí y pico rojo; el agró o garza imperial, con su color verde y púrpura y un penacho de plumas estrechas y largas sobre la cabeza; el oroval, con su color leonado y el buche rojo; el piuló o pato florentino, blanco y amarillento; el morell o pelucón, con cabeza negra de reflejos dorados, y el singlot, hermosa zancuda, de espléndido plumaje de un verde brillante.

Por la noche entraba en la taberna con aire de vencedor, arrojando en el suelo su cargamento de carne muerta envuelta en un arco iris de plumas. ¡Allí tenia el tío Paco materia para llenar el caldero! Se lo regalaba generosamente: al fin, la escopeta era suya.

Y cuando, de tarde en tarde, cazaba un flamenco, llamado bragat por la gente de la Albufera, con enormes patas, largo cuello, plumaje blanco y rosa y cierto aire misterioso, semejante al de los ibis de Egipto, Tonet se empeñaba en que Cañamel lo hiciese disecar en Valencia, para su dormitorio; un adorno elegante, pues por algo lo buscaban tanto los señores de la ciudad.

El tabernero acogía estos regalos con mugidos que revelaban una satisfacción muy relativa. ¿Cuándo dejaría quieta su escopeta? ¿No sentía frío en los carrizales? Ya que tan fuerte era, ¿por qué no ayudaba por las noches al abuelo en el trabajo del redolí? Pero el condenado acogía con risotadas las lamentaciones del enfermizo tabernero,. y se dirigía al mostrador.

—Neleta, una copa

Bien se la había ganado pasando el día entre los carrizales, con las manos heladas sobre la escopeta para traer aquel montón de carne. ¡Y aún murmuraban que huía del trabajo…! En un arranque de impudor alegre, acariciaba las mejillas de Neleta por encima del mostrador, sin importarle la presencia de la gente ni temer al marido. ¿No eran como hermanos y habían jugado juntos de pequeños…?

El tío Toni nada sabía ni quería saber de la vida de su hijo. Se levantaba antes del alba y no volvía hasta la noche. Comía con la Borda, en la soledad de sus campos sumergidos, algunas sardinas y torta de maíz. Su lucha por crear nueva tierra le tenia en la pobreza, no permitiéndole mejores alimentos. Al volver a la barraca, cerrada ya la noche, se tendía en su camastro con los huesos doloridos, sumiéndose en el sopor del cansancio; pero su pensamiento velaba calculando entre las nieblas del sueño las barcas de tierra que aún faltaban en sus campos y las cantidades que debía satisfacer a los acreedores antes de considerarse dueño de unos arrozales creados con su sudor palmo a palmo. El tío Paloma pasaba las más de las noches fuera de la barraca, pescando en la Sequiota, Tonet no comía con la familia, y sólo a altas horas, cuando se cerraba la taberna de Cañamel, llamaba a la puerta con impaciente pataleo, levantándose la pobre Borda soñolienta y fatigada, para abrirle.

Así transcurrió el tiempo, hasta que llegaron las fiestas del Palmar.

La víspera de la fiesta del Niño, por la tarde, casi todo el pueblo se agolpó entre la orilla del canal y la puerta trasera de la taberna de Cañamel.

Era esperada la música de Catarroja, el principal aliciente de las fiestas, y aquel pueblo que durante el año no oía otros instrumentos que la guitarra del barbero y el acordeón de Tonet estremecíase al pensar en el estrépito de los cobres y el zumbido del bombo por entre las filas de barracas. Nadie sentía los rigores de la temperatura. Las mujeres, para lucir sus trajes flamantes, habían abandonado los mantones de lana y mostraban los brazos arremangados, violáceos por el frío. Lo hombres llevaban fajas nuevas y gorros rojos o negros que aún conservaban los pliegues de la tienda. Aprovechando la charla de sus compañeras, se escurrían hasta la taberna, donde la respiración de los bebedores y el humo de los cigarros formaban un ambiente denso que olía a lana burda y alpargatas sucias. Hablaban a gritos de la música de Catarroja, asegurando que era la mejor del mundo. Los pescadores de allá eran mala gente, pero había que reconocer que música como aquélla no la oía ni el rey. Algo bueno habían de tener los pobres del lago. Y al notar que en la ribera del canal se arremolinaba la gente, lanzando gritos anunciadores de la proximidad de los músicos, todos los parroquianos salieron en tropel y la taberna quedó vacía.

Por encima de los cañares pasaba el extremo de una gran vela. Al aparecer en un recodo del canal el laúd que conducta a la música, la muchedumbre prorrumpió en un grito, como si la enardeciera la vista de los pantalones rojos y los blancos plumeros que ondeaban sobre los morrioncillos.

La chavalería del pueblo, siguiendo la costumbre tradicional, luchaba por apoderarse del bombo. Metíanse los mozos agua adentro en aquel canal de hielo líquido, hundiéndose hasta el pecho con una intrepidez que hacía castañetear los dientes a los que estaban en la ribera.