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A las diez comenzó la misa. La plaza y la iglesia estaban perfumadas por la olorosa vegetación de la Dehesa. El barro desaparecía bajo una gruesa capa de hojas. La iglesia estaba llena de candelillas y cirios, y desde la puerta se veía como un cielo oscuro moteado por infinitas estrellas.

Tonet había preparado bien las cosas, ocupándose hasta de la música que se cantaría en la fiesta. Nada de misas célebres, que hacían dormir a la gente. Eso era bueno para los de la ciudad, acostumbrados a las óperas. En el Palmar querían la misa de Mercadante, como en todos los pueblos valencianos.

Durante la fiesta se enternecían las mujeres oyendo a los tenores, que entonaban en honor del Niño Jesús barcarolas napolitanas, mientras los hombres seguían con movimientos de cabeza el ritmo de la orquesta, que tenia la voluptuosidad del vals. Aquello alegraba el espíritu, según decía Neleta: valía más que una función de teatro, y servía para el alma. Y mientras tanto, fuera, en la plaza, trueno va y trueno viene, se disparaban las largas filas de masclets, conmoviendo las paredes de la iglesia y cortando muchas veces el canto de los artistas y las palabras del predicador.

Al terminar, la muchedumbre se detuvo en la plaza esperando la hora de la comida. La banda de música, algo olvidada después de los esplendores de la misa, rompió a tocar a un extremo. La gente se sentía satisfecha en aquel ambiente de plantas olorosas y humo de pólvora, y pensaba en el caldero que le aguardaba en sus casas con los mejores pájaros de la Albufera.

Las miserias de su vida anterior parecían ahora de un mundo lejano al cual no habían de volver.

Todo el Palmar creta haber entrado para siempre en la felicidad y la abundancia, y se comentaban las frases grandilocuentes del predicador dedicadas a los pescadores, la media onza que le daban por el sermón, y la espuerta de dinero que costaban seguramente los músicos, la pólvora, las telas con franja de oro manchadas de cera que adornaban el portal de la iglesia y aquella banda que los ensordecía con sus marciales rugidos.

Los grupos felicitaban al Cubano, rígido dentro de su traje negro, y al tío Paloma, que se consideraba aquel día dueño del Palmar. Neleta se pavoneaba entre las mujeres, con la rica mantilla sobre los ojos, luciendo el rosario de nácar y el devocionario de marfil de su casamiento. De Cañamel nadie se acordaba, a pesar de su aspecto majestuoso y de la gran cadena de oro que aserraba su abdomen. Parecía que no era su dinero el que pagaba la fiesta: todos los plácemes iban a Tonet, en su calidad de dueño de la Sequiota. Para aquella gente, el que no era de la Comunidad dé Pescadores no merecía respeto. Y el tabernero sentía crecer en su interior el odio hacia el Cubano, que poco a poco se apoderaba de lo suyo.

Este mal humor le acompañó todo el día. Su mujer, adivinando el estado de su ánimo, tuvo que hacer esfuerzos de amabilidad durante la gran comida con que obsequiaron en el piso alto de la taberna al predicador y a los músicos. Hablaba de la enfermedad de su pobre Paco, que le ponía muchas veces de un humor endiablado, rogando a todos que le perdonasen. A media tarde, cuando la barca-correo se llevó a la gente de Valencia, el irritado Cañamel, viéndose solo con su mujer, pudo soltar toda la bilis.

Ya no toleraba por más tiempo al Cubano. Con el abuelo se entendía bien, por ser hombre trabajador, que cumplía sus compromisos; pero aquel Tonet era un perezoso, que se burlaba de él, aprovechando su dinero para darse una vida de príncipe, sin más méritos que su fortuna en el sorteo de la Comunidad. Hasta le quitaba la poca satisfacción que podía proporcionarle gastar tanto dinero en la fiesta. Todo se lo agradecían al otro, como si Cañamel no fuese nadie, como si no saliese de su bolsillo el dinero para la explotación del redoll y todos los resultados de la pesca no se le debieran a él. Acabarla por echar de su casa a aquel vago, aunque perdiese con ello el negocio.

Neleta intervenía, asustada por la amenaza. Le recomendaba la calma; debía pensar que era él quien había buscado a Tonet. Además, a los Palomas los miraba ella como de la familia: la habían protegido en la mala época.

Pero Cañamel, con una testarudez de niño, repetía sus amenazas. Con el tío Paloma, bueno: estaba dispuesto a ir a todas partes. Pero o Tonet se enmendaba, o rompía con él. Cada cual en su puesto; no quería partir más sus ganancias con aquel majo que sólo sabia explotarle a él y al pobre abuelo. El dinero le costaba mucho de ganar, y no toleraba abusos.

La discusión entre los esposos fue tan acalorada, que Neleta lloró, y por la noche no quiso ir a la plaza, donde se celebraba el baile.

Grandes hachones de cera, que servían en la iglesia para los enrierros, iluminaban la plaza. Dimoni tocaba con su dulzaina las antiguas contradanzas valencianas, la chàquera vella o el baile al estilo de Torrente, y las muchachas del Palmar danzaban ceremoniosamente, dándose la mano, cruzándose las parejas, como damas de empolvada peluca que se hubieran disfrazado de pescadoras para bailar una pavana a la luz de las antorchas. Después venía l’u i el dos, baile más vivo, animado por coplas, y las parejas saltaban briosamente, promoviéndose una tempestad de gritos y relinchos cuando alguna muchacha, al girar como una peonza, mostraba sus medias bajo la ondeante rueda de los zagalejos.

Antes de media noche, el frío disolvió la fiesta. Las familias se retiraban a sus barracas, pero quedaron en la plaza los jóvenes, la gente alegre y brava del pueblo, que se pasaba los tres días de fiesta en continua embriaguez. Presentábanse con la escopeta o el retaco al hombro, como si para divertirse en un pueblo pequeño, donde todos se conocían, fuese preciso tener el arma al alcance de la mano.

Organizábanse les albaes. Había que pasar la noche, según la costumbre tradicional, corriendo el pueblo de puerta en puerta, cantando en honor de todas las mujeres jóvenes y viejas del Palmar, y para esta tarea los cantadores disponían de un pellejo de vino y varias botellas de aguardiente. Algunos músicos de Catarroja, muchachos de buena voluntad, se comprometieron a corear la dulzaina de Dimoni con sus instrumentos de metal, y la serenata de les albaes comenzó a rodar en la noche oscura y fría, guiada por una antorcha del baile.

Toda la juventud del Palmar, con su vieja arma al hombro, marchaba en apretado grupo tras el dulzainero y los músicos, que agarraban sus instrumentos con la manta, temiendo el frío contacto del metal. Sangonera cerraba la comitiva, cargado con el pellejo de vino. Con frecuencia creía llegado el momento de echar la carga en el suelo y preparaba el vaso para «refrescar».

Comenzaba la copla uno de los cantores, entonando los dos primeros versos con acompasado baqueteo del tamborcillo, y le contestaba otro completando la redondilla. Generalmente, los dos últimos versos eran los más maliciosos, y mientras la dulzaina y los instrumentos de metal saludaban la terminación de la copla con un ruidoso ritornello, la gente joven prorrumpía en gritos y agudos relinchos y hacía salva disparando al aire sus retacos.

¡El diablo que durmiera aquella noche en el Palmar! Las mujeres, desde la cama, seguían mentalmente la marcha de la serenata, estremeciéndose con el estrépito y el tiroteo, y adivinaban su paso de una puerta a otra por las alusiones mortificantes con que saludaban a cada vecino.

En esta expedición, el pellejo de Sangonera no permanecía quieto mucho tiempo. Los vasos circulaban por los grupos, aumentando el calor en medio de la helada noche, y los ojos eran cada vez más brillantes así como las voces se hacían roncas.

En una esquina, dos jóvenes fueron a las manos por cuestión de quién debía beber antes, y después de abofetearse se separaron algunos pasos, apuntándose con las escopetas. Todos intervinieron, y a golpes les quitaron las armas. ¡A dormir! ¡Les había hecho daño el vino: debían irse a la cama! Y los de les albaes siguieron adelante en sus cantos y relinchos. Estos incidentes entraban en la diversión: todos los años ocurrían.