Выбрать главу

Y Tonet, animado por las palabras de su padre, entregábase al trabajo con verdadera rabia. La pobre Borda se fatigaba a su lado más aún que yendo con el tío Toni. El Cubano siempre creía que trabajaba poco; era exigente y brutal con la infeliz muchacha; la cargaba como si fuese una bestia, pero comenzaba él por dar ejemplo de fatiga. La pobre Borda, jadeante bajo el peso de las espuertas de tierra y el continuo manejo de la percha, sonreía alegre, y por la noche, cuando con los huesos doloridos preparaba la cena, miraba con agradecimiento a su Tonet, aquel hijo pródigo que tanto había hecho sufrir al padre, y ahora, con su buena conducta, daba un aire de serenidad y confianza al rostro del fuerte trabajador.

Pero en la voluntad del Cubano nunca soplaba el mismo viento. La conmovían furiosas ráfagas de actividad y reaparecía después la calma de una pereza dominadora y absoluta.

Al mes de este continuo trabajo, Tonet se cansó, como otras veces. Una gran parte de los campos estaba ya cubierta, pero quedaban profundos hoyos, que eran su desesperación: agujeros incegables, por los cuales parecían volver las derrotadas aguas, royendo lentamente la tierra acumulada a costa de inmensos trabajos. El Cubano sentía miedo y desaliento ante la magnitud de la empresa. Acostumbrado a las abundancias de casa de Cañamel, rebelábase además pensando en los guisotes de la Borda, el vino escaso y flojo, la dura torta de maíz y las sardinas mohosas, único alimento de su padre.

La tranquilidad de su abuelo le indignaba. Seguía visitando la casa de Cañamel, como si nada hubiese ocurrido. Allí comía y cenaba, entendiéndose perfectamente con el tabernero, que parecía satisfecho de la actividad con que el viejo explotaba la Sequiota. ¡Y al nieto que lo partiera un rayo! ¡Sin decirle una palabra cuando lo veía por las noches en la barraca, como si no existiera, como si no fuese el verdadero dueño de la Sequiota…!

El abuelo y Cañamel se entendían para explotarle, y sufrirían un chasco. Tal vez toda la indignación del tabernero no había tenido otro fin que quitarle de en medio para que las ganancias fuesen mayores. Y con esa codicia rural, feroz y sin entrañas, que no reconoce afectos ni familia en asuntos de dinero, Tonet abordó al tío Paloma una noche en que se embarcaba para ir al Redolí. Él era el dueño de la Sequiota, el verdadero dueño, y hacía mucho tiempo que no veía un céntimo. Ya sabia que la pesca no era tan excelente como otros años, pero se hacía negocio, y el abuelo y el tío Paco buenos duros se metían en la faja. Lo sabía por los compradores de anguilas. ¡A ver…! Él quería cuentas claras: que le diesen lo suyo, o de lo contrario se quedaría con el redolí, buscando socios menos rapaces.

El tío Paloma, con la autoridad despótica que creía tener de derecho sobre toda su familia, se consideró en los primeros instantes obligado a abrirle la cabeza a su nieto con el extremo de la percha. Pero pensó en los negros que el Cubano había muerto allá lejos, y recordóns!, a un hombre así no se le pega aunque sea de la familia. Además, la amenaza de recobrar el redolí le infundía espanto.

El tío Paloma se encastilló en la moral. Si no le daba dinero era porque conocía su carácter, y el dinero, en manos de jóvenes, es la perdición. Se lo bebería, iría a jugárselo con los pillos que manejaban la baraja a la sombra de cualquier barraca del Saler; prefería guardarlo él, y así prestaba un favor a Tonet. Al fin, cuando él muriese, ¿para quién sería lo suyo más que para el nieto…?

Pero Tonet no se ablandaba con esperanzas. Quería lo suyo, o volvía a apoderarse del redolí. Y tras penosos regateos, que duraron más de tres días, el barquero se decidió una tarde a escarbar su faja, sacando con gesto doloroso un cartucho de duros. Podía tomarlo… ¡Judío…! ¡Mal corazón…! Cuando lo hubiese gastado en pocos días, que volviese por más. No debía tener escrúpulos. ¡A reventar al abuelo! Ya veía claro cuál era su porvenir en plena ancianidad: trabajar como un esclavo, para que el señor se diese la gran vida… Y se alejó de Tonet, como si perdiese para siempre el escaso afecto que aún sentía por él.

El Cubano, al verse con dinero, no volvió por la barraca de su padre. Quiso entretener su ociosidad con la caza, haciendo una vida de hombre de guerra, sacando su comida de la pólvora, y comenzó por comprar una escopeta algo mejor que las armas venerables que se guardaban en su casa. Sangonera, que había sido despedido de casa Cañamel al día siguiente de la expulsión de Tonet, rondaba en torno de éste viéndole ocioso y disgustado de la vida laboriosa que llevaba en la barraca de su padre.

El Cubano se asoció al vagabundo. Era un buen compañero, del que podía sacar cierto partido. Tenía una vivienda que, aunque peor que una perrera, podía servirles de refugio.

Tonet seria el cazador y Sangonera el perro. Todo pertenecería a los dos por iguaclass="underline" la comida y el vino. ¿Estaba conforme el vagabundo? Sangonera se mostró alegre. Él también contribuirla al mantenimiento común. Tenía unas manos de oro para sacar los mornells de los canales y apoderarse de la pesca, volviendo otra vez las redes al agua. No era cual ciertos rateros sin escrúpulos, que, como decían los pescadores del Palmar, no sólo robaban el alma, sino que se llevaban el cuerpo, o sea los bolsones de malla. Tonet buscaría la carne y él el pescado. Trato hecho.

Desde entonces, sólo de tarde en tarde vieron en el pueblo al nieto del tío Paloma con la escopeta al hombro, silbando cómicamente a Sangonera, que marchaba tras de sus pasos con la cabeza baja, mirando astutamente a todos lados por si había algo aprovechable al alcance de sus zarpas.

Pasaban semanas enteras en la Dehesa, haciendo una vida de hombres primitivos. Tonet, en medio de su tranquila existencia en el Palmar, había pensado muchas veces con melancolía en su años de guerra, en la libertad sin límites y llena de peligros del guerrillero, que teniendo la muerte ante los ojos, no ve obstáculos ni barreras, y carabina en mano, cumple sus deseos sin reconocer otra ley que la de la necesidad.

Los hábitos contraídos en sus años de vida belicosa en plena selva los resucitaba ahora en la Dehesa, a cuatro pasos de poblaciones donde existían leyes y autoridad; con ramaje seco fabricábanse chozas él y su compañero en cualquier rincón de la arboleda. Cuando tenían hambre, mataban un par de conejos o palomas salvajes de las que revoloteaban entre los pinos; y si necesitaban dinero para vino y cartuchos, Tonet se echaba la escopeta a la cara y en una mañana lograba formar un racimo de piezas, que el vagabundo vendía en el Saler o en el puerto de Catarroja, volviendo con un pellejo que ocultaba. en los matorrales.

La escopeta de Tonet sonando con insolencia por toda la Dehesa fue un reto para los guardas, que hubieron de abandonar su tranquila vida de solitarios.

Sangonera estaba al acecho como un perro mientras cazaba Tonet, y al ver con su aguda mirada de vagabundo la aproximación de los enemigos, silbaba a su compañero para ocultarse. Varias veces se encontró el nieto del tío Paloma frente a frente con los perseguidores y sostuvo gallardamente su voluntad de vivir en la Dehesa. Un día disparó un guarda contra él; pero momentos después, como amenazadora respuesta, oyó el silbido de una bala junto a su cabeza. Con el antiguo guerrillero no valían indicaciones. Era un perdido que no temía ni a Dios ni al diablo. Tiraba tan bien como su abuelo, y cuando enviaba la bala cerca, era porque sólo quería hacer una advertencia. Para acabar con él era preciso matarle. Los guardas, que tenían numerosa familia en sus chozas, acabaron por transigir mudamente con el insolente cazador, y cuando sonaba el estampido de su escopeta fingían oír mal, corriendo siempre en dirección opuesta.

Sangonera, aporreado y despedido de todas partes, sentíase fuerte y orgulloso bajo la protección de Tonet, y cuando entraba en el Saler miraba con insolencia a todos, como un perrillo ladrador que cuenta con el amparo del amo. A cambio de esta protección afinaba sus condiciones de vigilante, y si de tarde en tarde alguna pareja de la Guardia Civil venía de la huerta de Ruzafa, Sangonera la adivinaba antes de verla, como si la husmease.