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Els tricornios! —decía a su compañero—. Ja estan ahí!

Los días en que se veían por las inmediaciones de la Dehesa correajes amarillos y tricornios charolados, Tonet y Sangonera se refugiaban en la Albufera. Metidos en uno de los barquitos del tío Paloma, iban de mata en mata disparando sobre las aves, que recogía el vagabundo, habituado a meterse en agua hasta la barba en pleno invierno..

Las noches de tempestad, oscuras y lluviosas, que esperaba el tío Paloma como una bendición, por ser las de las grandes pescas, las pasaban Tonet y Sangonera metidos en la barraca de éste, refugiados en un rincón, pues el agua entraba a chorros por los desgarrones de la cubierta.

Tonet estaba a dos pasos de su,padre, pero evitaba verle, temiendo su mirada severa y triste. La Borda venía cautelosamente a cambiar la ropa de Tonet, a prestar esos cuidados de que sólo es capaz una mujer. La pobre muchacha, fatigada del trabajo del día, remendaba los harapos a la luz de un farol, cerca de los dos vagabundos, sin dirigirles una palabra de reproche, osando únicamente alguna mirada a su hermano con expresión de pena.

Cuando los dos compañeros pasaban la noche solos, hablaban, sin dejar de beber, de sus pensamientos más íntimos. Tonet, habituado por el ejemplo de Sangonera a una continua embriaguez, no pudo resistir el peso de su secreto, y comunicó al camarada sus amores con Neleta.

El vagabundo intentó protestar en el primer momento. Aquello estaba mal hecho. «No desearás la mujer de tu prójimo.» Pero a continuación, llevado del agradecimiento a Tonet, encontró excusas y justificaciones para la falta, con su burda casuística de antiguo sacristán. La verdad era que tenían cierto derecho para quererse. De haberse conocido después de casada Neleta, sus relaciones resultarían un enorme pecado. Pero se trataban desde niños, habían sido novios, y la culpa era de Cañamel, por meterse donde nadie le llamaba, turbando sus relaciones. Bien merecía lo ocurrido. Y recordando las veces que el gordinflón le arrojó de la taberna, reía satisfecho de su infortunio conyugal y se daba por vengado.

Después, cuando no quedaba vino en la bota y comenzaba a languidecer el farolillo, Sangonera, con los ojos cerrados por la embriaguez, hablaba desordenadamente de sus creencias.

Tonet, acostumbrado a esta charla, dormitaba sin oírle, mientras la montera de paja de la barraca se conmovía con los empujones del vendaval, dejando filtrar la lluvia.

Sangonera no se cansaba de hablar. ¿Por qué era desgraciado él? ¿Por qué sufría Tonet, ensimismado y aburrido desde que no podía aproximarse a Neleta…? Porque en el mundo todo era injusticia; porque la gente, dominada por el dinero, se empeñaba en vivir al revés de como Dios manda.

Y aproximándose al oído de Tonet, le despertaba, hablando con voz misteriosa de la próxima realización de sus esperanzas. Los buenos tiempos se acercaban. «Él» estaba ya en el mundo. Lo había visto, como veía ahora a Tonet, y le había tocado a él, pobre pecador, con su mano de una divina frialdad. Y por décima vez relataba su encuentro misterioso en la orilla de la Albufera. Volvía del Saler con un paquete de cartuchos para Tonet, y en el camino que bordea el lago había sentido una profunda emoción, como si se aproximase algo que paralizaba sus fuerzas. Las piernas se le doblaron y cayó al suelo, deseando dormir, anularse, no despertar más.

—Era que estaves borracho —decía Tonet al llegar a este punto.

Pero Sangonera protestaba. No, no estaba ebrio. Aquel día bebió poco. La prueba era que permaneció despierto a pesar de que el cuerpo se negaba a obedecerle.

Terminaba la tarde; la Albufera tenia un color morado; a lo lejos, en las montañas, se enrojecía el cielo con oleadas de sangre, y sobre este fondo, avanzando por el camino, vio Sangonera un hombre que se detuvo al llegar junto a él.

El vagabundo se estremecía al recordarlo. La mirada dulce y triste, la barba partida, la cabellera larga. ¿Cómo iba vestido? Sólo recordaba una envoltura blanca, algo así como túnica o blusa muy larga, y a la espalda, como abrumado por su peso, un enorme armatoste que Sangonera no podía definir. Tal vez era el instrumento de un nuevo suplicio, con el cual se redimirían los hombres… Se inclinó sobre él, y toda la luz del crepúsculo pareció concentrarse en sus ojos. Tendió una mano y rozó con sus dedos la frente de Sangonera, con un contacto frío que le estremeció desde la raíz del cabello hasta los talones. Murmuró con voz dulce unas palabras armoniosas y extrañas, que el vagabundo no pudo comprender, y se alejó sonriendo; mientras él, a impulsos de la emoción, caía en un profundo sueño, para despertar horas después en la oscuridad de la noche.

No le había visto más, pero era Él, estaba seguro. Volvía al mundo para salvar su obra, comprometida por los hombres; iba otra vez en busca de los pobres, de los sencillos, de los míseros pescadores de las lagunas. Sangonera debía ser uno de los elegidos: por algo le había tocado con su mano. Y el vagabundo anunciaba con el fervor de la fe el propósito de abandonar a su compañero apenas se presentase de nuevo el dulce aparecido.

Pero Tonet protestaba con mal humor viendo interrumpido su sueño, y le amenazaba con voz fosca. ¿Quería callar? Le había dicho muchas veces que aquello no era más que un sueño de borracho. De estar «claro» y «en seco», que es como debía cumplir sus encargos, hubiese visto que el hombre misterioso era cierto italiano vagabundo que pasó dos días en el Palmar afilando cuchillos y tijeras, y llevaba a la espalda la rueda de su oficio.

Enmudecía Sangonera por miedo a la mano de su protector, pero su fe se escandalizaba, rebelándose en silencio contra las vulgares explicaciones de Tonet… ¡Volvería a verle! Tenía la certeza de oír de nuevo su lenguaje dulce y extraño, de sentir en su frente la mano helada, de ver su sonrisa suave. Únicamente le entristecía la posibilidad de que el encuentro se repitiera al terminar la tarde, cuando él hubiese apagado muchas veces su sed y viera paralizadas las piernas.

Así pasaban el invierno los dos compañeros: Sangonera acariciando las más extravagantes esperanzas; Tonet pensando en Neleta, a la que no veta nunca, pues el joven, en sus raros viajes al Palmar, se detenía en la plaza de la Iglesia, no osando aproximarse a la casa de Cañamel.

Esta ausencia, prolongándose meses y meses, hacía crecer en su memoria el recuerdo de la pasada felicidad, agrandándola con engañosa desproporción. La imagen de Neleta llenaba sus ojos. La veía en la selva, donde se perdieron de niños; en el lago, donde se entregaron rodeados del dulce misterio de la noche. No podía moverse en el círculo de agua y fango donde se desarrollaba su vida, sin tropezar con algo que se la recordase. Aguijoneado por la abstinencia y enardecido por el vigor de su vida errante, dormía Tonet muchas noches con sueño agitado, y Sangonera le oía llamar a Neleta con el rugido del macho inquieto.

Un día, Tonet, arrastrado por esta pasión que le enloquecía, sintió la necesidad de verla. Cañamel, cada vez más enfermo, había ido a la ciudad. El Cubano entró resueltamente en la taberna a mediodía, cuando todos los parroquianos estaban en sus casas y podía encontrar a Neleta sola tras el mostrador.

La tabernera, al verle en la puerta, dio un grito, como si se presentara un resucitado. Un relámpago de alegría pasó por sus ojos; pero inmediatamente se entenebrecieron, como si la razón reapareciese en ella y bajó la cabeza con gesto huraño e inabordable.