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—¡Neleta…! ¡Neleta! —gritaba con voz ansiosa, en la que su mujer adivinaba una súplica.

Y Neleta iba allá con gesto resignado, abandonando el mostrador a su tía, permaneciendo oculta más de una hora, mientras sonreían los parroquianos, enterados de todo por su vida casi en común con los taberneros.

El tío Paloma, que así como se aproximaba el término de la explotación del redolí era menos respetuoso con su consocio, decía que Cañamel y su mujer se perseguían en la taberna como los perros en plena calle.

La Samaruca afirmaba que estaban asesinando a su cuñado. La tal Neleta era una criminal y su tía una bruja. Entre las dos habían dado algo al tío Paco que le trastornaba el juicio: tal vez los «polvos seguidores» que sabían fabricar ciertas mujeres para vencer el desvío de los hombres. Así andaba el pobre, rabioso tras ella, sin apagar nunca su sed, perdiendo cada día un nuevo jirón de salud. ¡Y no había justicia en la tierra para castigar este crimen…!

El estado del tío Paco justificaba las murmuraciones. Los parroquianos le veían inmóvil junto al hogar, aun en pleno verano, buscando el fuego en el que hervían las paellas. Las moscas revoloteaban junto a su cara, sin que mostrase voluntad para espantarlas. En los días de sol se envolvía en la manta, gimiendo como un niño, quejándose del frío que le producían los dolores. Sus labios tomaban un color azulado; las mejillas, flácidas y abultadas, tenían la palidez amarillenta de la cera, y los ojos saltones estaban rodeados de una aureola negra, en la que parecían hundirse. Era un fantasma enorme, grasiento y temblón que entristecía con su presencia a los parroquianos. El tío Paloma, que había terminado con Cañamel el negocio del redolf, no iba por la taberna. Aseguraba que el vino le parecía menos gustoso mirando aquel fardo de dolores y gemidos. Como el viejo tenía ahora dinero, frecuentaba una tabernilla adonde le habían seguido sus amigos, y la concurrencia de casa Cañamel sufrió gran disminución.

Neleta aconsejaba a su marido que fuese a los baños que recomendaban los médicos. Su tía le acompañaría.

Més avant —respondía el enfermo—. Después…, después.

Y seguía inmóvil en la silleta de esparto, sin voluntad para separarse de la mujer y de aquel rincón, al que parecía agarrada su existencia.

Los tobillos comenzaron a hinchársele, tomando monstruosas dimensiones. Neleta esperaba esto. Era la hinchazón de los… maleolos (eso es, recordaba bien el nombre) que le había anunciado un médico en su último viaje a Valencia.

Esta manifestación de la enfermedad sacó a Cañamel de su sopor. Ya sabía él lo que era aquello: la humedad maldita del Palmar que se le metía por los pies al permanecer quieto. Y obedeció a Neleta, que le ordenaba trasladarse a otro terreno. En Ruzafa tenían, como todos los ricos del Palmar, su casita alquilada para casos de enfermedad. Allí podría valerse de los médicos y las farmacias de Valencia. Cañamel emprendió el viaje, acompañado de la tía de su mujer, y estuvo ausente unos quince días. Pero apenas la hinchazón decreció un poco, el tío Paco quiso volver, afirmando que ya estaba bueno. No podía vivir sin su Neleta. En Ruzafa sentía el frío de la muerte cuando, al llamar a su esposa, se presentaba la tía, con su cara arrugada y hocicuda de anguila vieja.

Volvió a reanudar los antiguos hábitos, sonando en la taberna el débil quejido de Cañamel como un continuo lamento.

A principios del otoño tuvo que volver a Ruzafa en peor estado. La hinchazón comenzaba a extenderse pot sus piernas enormes, desfiguradas por el reuma, verdaderas patas de elefante, que arrastraba con dificultad, apoyándose en el más cercano y lanzando un quejido al colocar el pie en el suelo.

Neleta acompañó a su marido hasta la barca-correo. La tía había ido delante, por la mañana, en el «carro de las anguilas», para preparar la casita de Ruzafa.

Por la noche, al acostarse, después de cerrada la taberna, Neleta creyó oír por el lado que daba al canal un silbido tenue que conocía desde niña. Entreabrió una ventana para mirar. ¡Él estaba allí! Paseaba como un perro triste, con la vaga esperanza de que le abrieran. Neleta cerró, volviéndose a la cama. Resultaba una locura el propósito de Tonet. No era tonta para comprometer su porvenir en un rapto de apasionamiento juvenil. Como decía su enemiga la Samaruca, ella sabía más que una vieja.

Halagada, sin embargo, por el apasionamiento de Tonet, que corría a ella tan pronto como la consideraba sola, la tabernera se durmió pensando en su amante. Había que dejar correr el tiempo. Tal vez, cuando menos lo esperasen, retoñaría la antigua felicidad.

La vida de Tonet había sufrido un nuevo cambio. Volvía a ser bueno, a vivir con su padre, a trabajar en los campos, que estaban casi cubiertos de tierra gracias a la tenacidad del tío Toni.

Los desmanes del Cubano en la Dehesa habían terminado. La Guardia Civil de la huerta de Ruzafa visitaba con frecuencia la selva. Aquellos soldados bigotudos, de cara inquisitorial, hacían llegar hasta él su resolución de contestar con una bala de máuser el primer escopetazo que disparase entre los pinos. El Cubano aprovechó la advertencia. Las gentes del correaje amarillo no eran como los guardas de la Dehesa: podían dejarlo tendido al pie de un árbol y después pagaban con un pedazo de papel dando cuenta del hecho. Licenció a Sangonera, y otra vez volvió el vagabundo a su vida errante, coronándose de flores de los ribazos cuando estaba ebrio y buscando por el lago la mística aparición que tanto le había impresionado.

Tonet, por su parte, colgó la escopeta en la barraca de su padre y juró ante éste un arrepentimiento eterno. Quería que le tuvieran por hombre grave. Sería para el tío Toni respetuoso y bueno, como éste lo había sido con el abuelo. Acababan para siempre las calaveradas. El padre, enternecido, abrazó a Tonet, lo que no había hecho desde que volvió de Cuba, y juntos se entregaron al enterramiento de los campos con el ardor del que ve su obra próxima a terminar.

La tristeza daba nuevas fuerzas a Tonet, endureciendo su voluntad. Impulsado por la pasión, que le roía las entrañas, había rondado varias noches en torno de la taberna, sabiendo que Neleta estaba sola. Había visto entreabrirse levemente las hojas de una ventana y volver a cerrarse. Sin duda le había reconocido, y a pesar de esto, permanecía muda, inabordable. Nada debía esperar. Sólo le quedaba el cariño de los suyos. Y cada vez se unía más al tío Toni y la Borda, participando de sus ilusiones y sus penas, compartiendo con ellos la miseria y admirándoles con la sencillez de sus costumbres, pues apenas bebía y pasaba las veladas relatando al padre sus aventuras de guerrillero. La Borda mostrábase radiante de felicidad, y cuando hablaba con alguna vecina, era para elogiar a su hermano. ¡El pobre Tonet!, ¡cuán bueno era!, ¡cómo alegraba al padre cuando quería…!

Neleta abandonó repentinamente la taberna para ir a Ruzafa. Tan grande fue su prisa, que. no quiso esperar la barca-correo, y llamó al tío Paloma para que en su barquito la condujese al Saler, al puerto de Catarroja, a cualquier punto de tierra firme desde donde pudiera dirigirse a Ruzafa.

Cañamel estaba muy grave: agonizaba. Para Neleta no era esto lo más importante. Su tía había llegado por la mañana con noticias que la dejaron inmóvil de sorpresa tras el mostrador. La Samaruca estaba en Ruzafa hacía cuatro días. Se había metido en la casa como parienta, y la pobre tía no osaba protestar. Además llevaba con ella a un sobrino, al que quería como un hijo, y que vivía con ella: el mismo a quien Tonet había pegado la noche de les albaes. Al principio la enfermera calló, con su bondad de mujer sencilla: eran parientes de Cañamel, y no tenía tan mal corazón que fuese a privar al enfermo de estas visitas. Pero después oyó algunas de las conversaciones de Cañamel y su cuñada. Aquella bruja se esforzaba por convencerle de que nadie le quería como ella y el sobrino. Hablaba de Neleta, asegurando que, tan pronto como él emprendió el viaje, el nieto del tío Paloma entraba en su casa todas las noches. Además… —aquí vacilaba de miedo la viejael día anterior se presentaron en la casa dos señores conducidos por la Samaruca y su sobrino: uno que preguntaba a Cañamel con voz queda y otro que escribía. Debía ser cosa de testamento.