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Y era tanta su energía al expresarse de esta manera, que Tonet no osaba replicar. Además, aquel mozo que pretendía imponerse por su valor a todo el pueblo sentíase dominado por Neleta y la tenía miedo, adivinando que no estaba tan seguro de su afecto como creyó al principio.

No era que Neleta se cansase de aquellos amores. Le quería, pero su riqueza la daba sobre él una gran superioridad. Además, la mutua posesión durante las noches interminables del invierno, en la taberna cerrada y sin correr riesgo alguno, había amortiguado en ella la excitación del peligro, la temblorosa voluptuosidad que la dominaba en tiempos de Cañamel al besarse tras las puertas o tener sus citas rápidas en los alrededores del Palmar, siempre expuestos a una sorpresa.

A los cuatro meses de esta vida casi marital, sin otro obstáculo que la vigilancia de la Samaruca fácilmente burlada, Tonet creyó por un momento que podrían realizarse sus deseos matrimoniales. Neleta se mostraba preocupada y grave. La arruga vertical de su entrecejo delataba penosos pensamientos. Por los más insignificantes pretextos reñía con Tonet; lo insultaba, repeliéndolo y lamentándose de su amor, maldiciendo el momento de debilidad en que le había abierto los brazos; pero después, a impulsos de la carne, lo aceptaba de nuevo, entregándose con abandono, como si la pena que la dominaba fuese irreparable.

Su humor desigual y nervioso convertía las noches de amor en agitadas entrevistas, durante las cuales alternaban las caricias con las recriminaciones, y faltaba poco para que se mordieran las bocas que momentos antes se besaban. Por fin, una noche, Neleta, con palabras entrecortadas por la rabia, reveló el secreto de su estado. Había enmudecido hasta entonces, dudando de su desgracia; pero ahora, tras dos meses de observación, estaba segura. Iba a ser madre… Tonet se sintió aterrado y satisfecho al mismo tiempo, mientras ella continuaba sus lamentaciones. Aquello podía haber ocurrido, viviendo Cañamel, sin peligro alguno. Pero el demonio, que sin duda andaba de por medio, había creído mejor hacer surgir el obstáculo en momentos difíciles, cuando ella estaba interesada en ocultar sus amores para no dar gusto a los enemigos.

Tonet, pasado el primer momento de sorpresa, la preguntó con timidez qué pensaba hacer. En el temblor de su voz adivinó ella los ocultos pensamientos del amante, y rompió a reír con una carcajada irónica, burlona, que revelaba el temple de su alma. ¡Ah! ¿creía que por esto iba a casarse? No la conocía. Podía estar seguro de que antes se mataba que ceder ante sus enemigos. Lo suyo era muy suyo, y lo defendería. ¡De ésta no se casaba Tonet, pues para todo hay remedio en el mundo…!

Pasó esta explosión de rabia por la jugarreta que se permitía la naturaleza, sorprendiéndolos cuando más seguros se creían; y Neleta y Tonet continuaron su vida como si nada ocurriese, evitando hablar del obstáculo que surgía entre ellos, familiarizándose con él, tranquilos porque su realización era aún remota y confiando vagamente en cualquier circunstancia inesperada que pudiera salvarles.

Neleta, sin hablar de ello al amante, buscaba el medio de deshacerse de la nueva vida que sentía latir en sus entrañas como una amenaza para su avaricia.

La tía, asustada por sus confidencias, hablaba de remedios poderosos. Recordaba sus conversaciones con las viejas del Palmar al lamentarse de la rapidez con que se reproducen las familias en la miseria. Por consejo de su sobrina, iba a Ruzafa o entraba en la ciudad para consultar las curanderas que gozaban de oscura fama en las últimas capas sociales, y volvía allá con extraños remedios compuestos de ingredientes repugnantes que volcaban el estómago.

Tonet, muchas noches sorprendía en el cuerpo de Neleta emplastos hediondos, a los que la tabernera concedía la mayor fe: cataplasmas de hierbas silvestres, que daban a sus veladas de amor un ambiente de brujería.

Pero todos los remedios demostraban su ineficacia con el curso del tiempo. Pasaban los meses y Neleta se convencía con gran desesperación de la inutilidad de sus esfuerzos.

Como decía la tía, aquel ser oculto estaba bien «agarrado», y en vano luchaba Neleta por anularlo dentro de sus entrañas.

Las entrevistas de los amantes durante la noche eran borrascosas. Parecía que Cañamel se vengaba, resucitando entre los dos, para empujarlos el uno contra el otro.

Neleta lloraba de desesperación, acusando a Tonet de su desgracia. Él era el culpable; por él veía comprometido su porvenir. Y cuando, con la nerviosidad de su estado, se cansaba de insultar al Cubano, fijaba sus ojos iracundos en el vientre, que, libre de la opresión a que estaba sometido durante el día para burlar la curiosidad de los extraños, parecía crecer cada noche con monstruosa hinchazón. Neleta odiaba con furor salvaje el ser oculto que se movía en sus entrañas, y con el puño cerrado se golpeaba bestialmente, como si quisiera aplastarlo dentro de la cálida envoltura.

Tonet también lo odiaba, viendo en él una amenaza. Contagiado por la codicia de Neleta, pensaba con terror en la pérdida de una parte de aquella herencia que consideraba como suya.

Todos los remedios de que había oído hablar confusamente en las libres conversaciones entre barqueros los aconsejaba a su amante. Eran pruebas brutales, atentados contra la naturaleza que ponían los pelos de punta, o remedios ridículos que hacían sonreír; pero la salud de Neleta se burlaba de todo. Aquel cuerpo, en apariencia delicado; era fuerte y sólido y seguía en silencio cumpliendo la más augusta función de la naturaleza, sin que los malvados deseos pudieran torcer ni retardar la santa obra de la fecundidad.

Pasaban los meses. Neleta tenía que hacer grandes esfuerzos, sufrir inmensas molestias para ocultar su estado a todo el pueblo. Se apretaba el corsé por las mañanas de un modo cruel, que hacía estremecer a Tonet. Muchas veces le faltaban las fuerzas para contener el desbordamiento de la maternidad.

Tira…, tira! —decía ofreciendo al amante los cordones de su corsé con un gesto fiero, apretando los labios para contener los suspiros de dolor.

Y Tonet tiraba, sintiendo en la frente un sudor frío, estremeciéndose de la voluntad que demostraba aquella mujercita, rugiendo sordamente y tragándose las lágrimas de su angustia.

Se pintaba el rostro y echaba mano de toda la perfumería barata para mostrarse en la taberna fresca, tranquila y hermosa como siempre, sin que nadie pudiese leerle en el rostro los síntomas de su estado. La Samaruca, que husmeaba como un perdiguero en torno de la casa, presentía algo anormal al lanzar sus rápidas miradas pasando por la puerta. Las demás mujeres, con la experiencia de su sexo, adivinaban lo que ocurría a la tabernera.