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Un ambiente de sospecha y de vigilancia parecía formarse en torno de Neleta. Se murmuraba mucho en las puertas de las barracas. La Samaruca y los parientes disputaban con las mujeres que no querían aceptar sus afirmaciones. Las comadres chismosas, en vez de enviar a sus pequeños a la taberna por vino o aceite, iban en persona a plantarse ante el mostrador, buscando varios pretextos que la tabernera se levantase de la silla, que se moviera para servirlas, mientras ellas la seguían con mirada voraz, apreciando las líneas de su talle agarrotado.

—Sí que està —decían unas con aire de triunfo al avistarse con las vecinas.

—No està —gritaban otras—. Tot són mentires.

Y Neleta, que adivinaba la causa de tantas idas y venidas, acogía con sonrisa burlona a las curiosas… ¡Tanto bueno por aquí! ¿Qué mosca les había picado, que no podían pasar sin verla…? ¡Parecía que en su casa se ganaba un jubileo…!

Pero esta alegría insolente, la audacia con que provocaba la curiosidad de las comadres, evaporábase por la noche, después de una jornada de sufrimientos asfixiantes y de forzada serenidad. Al despojarse de la coraza de ballenas caía repentinamente su valor, como el del soldado que se ha excedido en un empeño heroico y no puede más. El desaliento se apoderaba de ella, al mismo tiempo que las hinchadas entrañas se esparcían libres de opresión. Pensaba con terror en el suplicio que había de sufrir al día siguiente para ocultar su estado.

No podía más. Ella, tan fuerte, lo declaraba a Tonet en el silencio de unas noches que ya no eran de amor, sino de zozobra y dolorosas confidencias. ¡Maldita salud! ¡Como envidiaba ella a las mujeres enfermizas en cuyas entrañas jamás germina la vida…!

En estos instantes de desaliento hablaba de huir, de dejar la taberna encomendada a su tía, refugiándose en un barrio apartado de la ciudad hasta que saliera del mal paso. Pero la reflexión la hacía ver inmediatamente lo inútil de la fuga. La imagen de la Samaruca surgía ante ella. Huir equivaldría a acreditar lo que hasta entonces sólo eran sospechas. ¿Dónde iría que no la siguiese la feroz cuñada de Cañamel…?

Además, estaban a fines del verano. Iba a recoger la cosecha de sus campos de arroz y despertaría la curiosidad de todo el pueblo una ausencia injustificada, tratándose de una mujer que con tanto celo cuidaba sus intereses.

Se quedaría. Afrontaría cara a cara el peligro: permaneciendo en su sitio la vigilarían menos. Pensaba con terror en el parto, misterio doloroso que aún aparecía más lúgubre envuelto para ella en las sombras de lo desconocido, y procuraba olvidar su miedo ocupándose de las operaciones de la siega, regateando con los braceros el precio de su trabajo. Reñía a Tonet, que por encargo suyo iba a vigilar a los jornaleros, pero llevando siempre en el barquito la escopeta de Cañamel y su fiel perra la Centella, y ocupándose más de disparar a las aves que de contar las gavillas del arroz.

Algunas tardes abandonaba la taberna al cuidado de la tía y marchaba a la era, una replaza de barro endurecido en medio del agua de los campos. Estas excursiones eran un calmante para su dolorosa situación.

Oculta tras las gavillas, arrancábase el corsé con gesto angustioso y se sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja de arroz, que esparcía un olor punzante. A sus pies daban vueltas los caballos en la monótona tarea de la trilla, y ante ellos extendía la Albufera su inmensa lámina verde, reflejando invertidas las montañas rojas y azuladas que cortaban el horizonte.

Estas tardes serenas calmaban la inquietud de los dos amantes. Se sentían más felices que en la cerrada alcoba, cuya oscuridad se poblaba de terrores. El lago sonreía dulcemente al arrojar de sus entrañas la cosecha anual; los cantos de los trilladores y de los tripulantes de las grandes barcas cargadas de arroz parecían arrullar a la Albufera madre después de aquel parto que aseguraba la vida a los hijos de sus riberas.

La calma de la tarde dulcificaba el carácter irritado de Neleta, infundiéndola nuevas confianzas. Contaba con los dedos el curso de los meses y el término de la gestación que se verificaba en sus entrañas. Faltaba poco tiempo para el penoso suceso que podía cambiar la suerte de su vida. Sería al mes siguiente, en noviembre, tal vez cuando se celebrasen en la Albufera las grandes tiradas llamadas de San Martín y Santa Catalina. Al contar, recordaba que aún no hacía un año que Cañamel había muerto; y con su instinto de perversa inconsciente, deseosa de arreglar su vida de acuerdo con la dicha, se lamentaba de no haberse entregado meses antes a Tonet. Así hubiera podido ostentar su estado sin miedo, atribuyendo al marido la paternidad del nuevo ser.

La posibilidad de que la muerte interviniese en sus asuntos reanimaba su confianza. ¿Quién sabe si después de tantos terrores iba a nacer muerta la criatura? No seria la primera. Y los amantes, engañados por esta ilusión, hablaban del niño muerto como de una circunstancia segura, inevitable, y Neleta espiaba los movimientos de sus entrañas, mostrándose satisfecha cuando el oculto ser no daba señales de vida. ¡Se moriría! Era indudable. La buena suerte que la había acompañado siempre no iba a abandonarla.

El término de la recolección la distrajo de estas preocupaciones. Los sacos de arroz se amontonaban en la taberna. La cosecha ocupaba los cuartos interiores de la casa, se apilaba junto al mostrador, quitando sitio a los parroquianos, y hasta ocupaba los rincones del dormitorio de Neleta. Ésta admiraba la riqueza encerrada en los sacos, embriagándose con el polvillo astringente del arroz. ¡Y pensar que la mitad de aquel tesoro podía haber sido de la Samaruca…! Sólo al recordar esto, Neleta sentía renacer sus fuerzas a impulsos de la cólera. Sufría mucho con la dolorosa ocultación de su estado, pero antes morir que resignarse al despojo.

Bien necesitaba de estas resoluciones enérgicas. Su situación se agravaba. Hinchábanse sus pies, sentía un irresistible deseo de no moverse, de permanecer en la cama; y a pesar de esto bajaba al mostrador todos los días, pues el pretexto de una enfermedad podía avivar las sospechas. Movfase con lentitud cuando los parroquianos la obligaban a levantarse, y su forzada sonrisa era una crispación dolorosa que hacía estremecerse a Tonet. El talle agarrotado parecía próximo a hacer estallar la fuerte envoltura de ballenas.

No puc més! —gemía desesperada al desnudarse, arrojándose de bruces en el lecho.

Los dos amantes, en el silencio de la alcoba, cambiaban sus palabras con cierto terror, como si viesen levantarse entre ellos el fantasma amenazante de su falta… ¿Y si el niño no nacía muerto…? Neleta estaba segura de ello. Le sentía rebullir en las entrañas con una fuerza que desvanecía su criminal esperanza.

Sus rebeldías de mujer codiciosa, incapaz de confesar el pecado con perjuicio de la fortuna, infundíanle la audaz resolución de los grandes criminales.

Nada de llevar la criatura a un pueblo inmediato a la Albufera, buscando una mujer fiel que lo criase. Había que temer las indiscreciones de la nodriza, la astucia de los enemigos y hasta la falta de prudencia de ellos, que, como padres, tomarían afecto al pequeñuelo, acabando por descubrirse. Neleta razonaba con una frialdad aterradora, mirando los sacos de arroz amontonados en su dormitorio. Tampoco habla que pensar en ocultarlo en Valencia. La Samaruca, una vez sobre la pista, buscaría la verdad en el mismo infierno.

Neleta clavaba en el amante sus ojos verdes, que parecían extraviados por la angustia del dolor y el peligro de la situación. Había que abandonar al recién nacido, fuese como fuese. Debía tener ánimo. En los peligros se muestran los hombres. Lo llevaría por la noche a la ciudad, lo abandonaría en una calle, a la puerta de una iglesia, en cualquier sitio: Valencia es grande… ¡y adivina quiénes fueron los padres!