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Cuando se cerró la ventana y Tonet quedó solo en la oscuridad de la noche, sintió que de golpe se desplomaba todo su valor. El lío de ropas y de carne blanducha que llevaba bajo su brazo le infundía miedo. Parecía que instantáneamente se había despertado en él una nerviosidad extraña que aguzaba sus sentidos. Oía todos los rumores del pueblo, hasta los más insignificantes, y le parecía que las estrellas tomaban un color rojo. El viento estremeció un olivo enano inmediato a la taberna, y el rumor de las hojas hizo correr a Tonet como si todo el pueblo despertase y se dirigiera hacia él preguntando qué llevaba bajo el brazo. Creyó que la Samaruca y sus parientes, alarmados por la ausencia de Neleta durante el día, rondaban la taberna como otras veces y que la feroz bruja iba a aparecer en la orilla del canal. ¡Qué escándalo si le sorprendían con aquel envoltorio…! ¡Qué desesperación la de Neleta…!

Arrojó en el fondo de su barquito el paquete de ropas, del cual comenzó a salir un llanto desesperado, rabioso; y cogiendo la percha, pasó el canal con una velocidad loca. Perchaba furiosamente, como espoleado por los lloros del recién nacido, temiendo ver iluminadas las ventanas de las casas y que las sombras de los curiosos le preguntasen adónde iba.

Pronto dejó atrás las viviendas silenciosas del Palmar y salió a la Albufera.

La calma del lago, la penumbra de una noche tranquila y estrellada, pareció darle valor. Arriba el azul oscuro del cielo; abajo el azul blanquecino del agua, conmovido por estremecimientos misteriosos que hacían temblar en su fondo el reflejo de las estrellas. Chillaban los pájaros en los carrizales y susurraba el agua con el coleteo de los peces persiguiéndose. De vez en cuando confundíase con estos rumores el llanto rabioso del recién nacido.

Tonet, cansado por aquella noche de continuos viajes, seguía moviendo su percha, empujando el barquito hacia el Saler. Su cuerpo sentíase embrutecido por la fatiga; pero el pensamiento, despierto y aguzado por el peligro, funcionaba con más actividad aún que los brazos.

Ya estaba lejos del Palmar, pero aún le faltaba más de una hora para llegar al Saler. De allí a la ciudad, otras dos horas largas de camino. Tonet miró al cielo: debían ser las tres. Antes de dos horas surgiría el alba y el sol estaría ya en el horizonte cuando llegase él a Valencia. Además, pensaba con terror en la larga marcha por la huerta de Ruzafa, vigilada siempre por la Guardia Civil; en la entrada en la ciudad bajo la mirada de los del resguardo de Consumos, que querrían examinar el paquete que llevaba bajo el brazo; en las gentes que se levantaban antes del amanecer y le encontrarían en el camino, reconociéndolo. ¡Y aquel llanto desesperado, escandaloso, que cada vez era más fuerte y constituía un peligro aun en medio de la soledad de la Albufera…!

Tonet veía ante él un camino interminable, infinito, y sentía que las fuerzas le abandonaban. Nunca llegaría a las calles de la ciudad, desiertas al amanecer, a los portales de las iglesias, donde se abandonaba a los niños como un fardo enojoso. Era fácil desde el Palmar, en la soledad silenciosa del dormitorio, decir: «Tonet, haz esto»; pero la realidad se encargaba después de ponerse delante con sus obstáculos infranqueables.

Aun en el mismo lago crecía por momentos el peligro. Otras veces podía navegarse de una orilla a otra sin encontrar a nadie; pero aquella noche la Albufera estaba poblada. En cada mata, en cada replaza, notábase el trabajo de hombres invisibles, los preparativos de la tirada.

Todo un pueblo iba y venia en la oscuridad sobre los negros barquitos. En el silencio de la Albufera, que transmitía los ruidos a prodigiosas distancias, sonaban los mazos clavando las estacas de los puestos de los cazadores, y como rojas estrellas brillaban a flor de agua los manojos de inflamadas hierbas, a cuya luz terminaban sus preparativos los barqueros. ¿Cómo seguir adelante, entre gentes que le conocían, acompañado por el lloro del recién nacido, lamento incomprensible en medio del lago? Cruzóse con una barca que pasó a larga distancia, pero al alcance de la voz. Sin duda se habían extrañado de aquel llanto.

—Compañero —gritó una voz lejana—, què portes ahí?

Tonet nada dijo, pero sus fuerzas le abandonaron para seguir el viaje, y se sentó en un extremo del barquito, soltando la percha. Quería permanecer allí, aunque le sorprendiese el amanecer. Tenía miedo a continuar, y se abandonaba, con el anonadamiento del rezagado que se arroja al suelo sabiendo que va a morir. Reconocíase impotente para cumplir su promesa. ¡Que le sorprendiesen, que todos se enteraran de lo ocurrido, que Neleta perdiese su herencia…! ¡Él no podía más!

Pero apenas hubo adoptado esta resolución desesperada, comenzó a marcarse en su cerebro una idea que parecía quemarle con su contacto. Primero fue un punto de fuego, después un ascua, luego una llamarada, hasta que por fin rompió como formidable incendio que hinchaba su cabeza, amenazándola como un estallido, mientras un sudor helado se esparcía por su frente como la respiración de este hervidero.

¿Para qué ir más lejos…? El deseo de Neleta era que desapareciese el testigo de su falta, para no perder una parte de la fortuna; abandonarlo, ya que con su presencia podía comprometer la tranquilidad de los dos; y para esto, ningún sitio como la Albufera, que había ocultado muchas veces a hombres buscados por la justicia, salvándolos de minuciosas persecuciones.

Temblaba al pensar que el lago no conservaría la existencia de aquel cuerpecillo débil y naciente; pero ¿acaso el pequeño tenía más asegurada la vida si lo abandonaba en cualquier callejón de la ciudad? «Los muertos no vuelven para comprometer a los vivos.» Y Tonet, al pensar esto, sentía resucitar en él la dureza de los viejos Palomas, la cruel frialdad de su abuelo, que veía morir sus hijos pequeños sin una lágrima, con el pensamiento egoísta de que la muerte es un bien en la familia del pobre, pues deja más pan para los que sobreviven.

En un momento de lucidez, Tonet se avergonzó de su maldad, de la indiferencia con que pensaba en la muerte del ser que estaba a sus pies y que callaba ahora, como fatigado por el llanto rabioso. Le había contemplado un instante, y sin embargo, su vista no le produjo ninguna emoción. Recordaba su rostro amoratado, el cráneo puntiagudo, los ojos saltones, la boca enorme, que se contraía, estirándose de oreja a oreja: una ridícula cabeza de sapo que le había dejado frío, sin que latiese en él el más débil sentimiento. ¡Y sin embargo, era su hijo…!

Tonet, para explicarse esta frialdad, recordaba lo que muchas veces había oído a su abuelo. Sólo las madres sienten una ternura instintiva e inmensa por sus hijos desde el momento que nacen. Los padres no los aman enseguida: necesitan que transcurra el tiempo, y sólo cuando crece el pequeño se sienten unidos a él por un continuo contacto, con cariño reflexivo y grave.

Pensaba en la fortuna de Neleta, en la integridad de aquella herencia que consideraba como propia. Alterábanse sus duras entrañas de perezoso que ve resuelto para siempre el problema de la existencia, y su egoísmo se preguntaba si era prudente comprometer la buena fortuna de su vida por conservar un ser pequeño y feo, igual a todos los recién nacidos, que no le causaba la más leve emoción.

Porque él desapareciese nada malo ocurriría a los padres; y si él vivía, tendrían que regalar a gentes odiadas la mitad del pan que se llevaban a la boca. Tonet, confundiendo la crueldad y el valor con esa ceguera propia de los criminales, se reprochaba su indecisión, que le tenía como clavado en la popa de la barca, dejando pasar el tiempo.

La oscuridad era cada vez más tenue. Se adivinaba la proximidad del día. Sobre el cielo gris del amanecer pasaban, como resbaladizas gotas de tinta, algunos grupos de aves. Lejos, por la parte del Saler, sonaban los primeros escopetazos. El pequeñuelo comenzó a llorar, martirizado por el hambre y el frío de la mañana.