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A mediodía, don Joaquín, hambriento y deseoso de salir de aquel cubo que le obligaba a permanecer inmóvil, llamó al barquero. En vano sonaba su voz en el silencio.

—Sangonera…! Sangonera!

El vagabundo, con la cabeza por encima de la borda, le miraba fijamente, repitiendo que iba en seguida; pero continuaba inmóvil, como si no lo llamasen a él. Cuando el cazador, rojo de tanto gritar, le amenazaba con un escopetazo, hizo un esfuerzo, se puso en pie tambaleando, buscó la percha por toda la barca teniéndola junto a sus manos, y por fin comenzó a aproximarse lentamente.

Al saltar don Joaquín al barquito pudo estirar sus piernas, entumecidas por tantas horas de espera. El barquero, por su mandato, comenzó a recoger los pájaros muertos; pero lo hacía a tientas, como si no los viese, echando el cuerpo fuera con tanto ímpetu, que varias veces hubiese caldo al agua a no sostenerlo el amo.

Malaït! —exclamaba el cazador—. Es que estàs borracho?

Pronto tuvo la explicación examinando sus provisiones ante la mirada estúpida de Sangonera. ¡Los pucheros vacíos; la bota arrugada y mustia; las botellas abiertas; de pan sólo algunos mendrugos, y la cesta de la fruta podía volcarse sobre el lago sin miedo a que cayera nada!

Don Joaquín sintió deseos de levantar la culata de su escopeta sobre el barquero; pero pasado este impulso, quedóse contemplándolo con asombro. ¿Aquel destrozo lo había hecho él solo…? ¡Vaya un modo de dar mojaditas que tenía el bigardo! ¿Dónde se había metido tanta cosa…? ¿Podía caber en estómago humano…?

Pero Sangonera, oyendo al enfurecido cazador, que le llamaba pillo y sinvergüenza, sólo sabía contestar con voz quejumbrosa:

—Ai, don joaquín…! Estic mal! Molt mal…!

Sí que se sentía mal. No había más que ver su cara amarillenta, sus ojos que en vano pugnaban por abrirse, sus piernas que no podían sostenerse erguidas.

Enfurecido el cazador, iba a golpear a Sangonera, cuando éste se desplomó en el fondo del barquito, clavándose las uñas en la faja como si quisiera abrirse el vientre. Encorvábase hecho una pelota, con dolorosas convulsiones que crispaban su cara, dando a los ojos una vidriosa opacidad.

Gemía y al mismo tiempo arqueábase con profundas convulsiones, pugnando por arrojar del cuerpo el prodigioso atracón, que parecía asfixiarle con su peso.

El cazador no sabía qué hacer, y otra vez encontraba enojoso su viaje a la Albufera. Tras media hora de juramentos, cuando ya se creía condenado a coger la percha y emprender por sí mismo la marcha hacia el Saler, se apiadaron de sus gritos unos labradores de los que cazaban sueltos por el lago.

Reconocieron a Sangonera y adivinaron su mal. Era un atracón de muerte: aquel vagabundo debía acabar así.

Movidos por esa fraternidad de las gentes del campo, que les impulsa a prestar ayuda hasta a los más humildes, cargaron a Sangonera en su barca para llevarlo al Palmar, mientras uno de ellos se quedaba con el cazador, satisfecho de servirle de barquero a cambio de disparar su escopeta.

A media tarde vieron las mujeres del Palmar caer al vagabundo a la orilla del canal, con la inercia de un fardo.

—Pillo…! Alguna borrachera! —gritaban todas.

Pero los buenos hombres que hacían la caridad de llevarlo en alto como un muerto hasta su mísera barraca movían la cabeza tristemente. No era sólo embriaguez, y si el vago escapaba de aquélla, bien podía decirse que su carne era de perro. Relataban aquel atragantamiento portentoso que le ponía a morir, y las gentes del Palmar reían asombradas, sin ocultar al mismo tiempo su satisfacción, contentas de que uno de los suyos demostrase tan inmenso estómago.

¡Pobre Sangonera! La noticia de su enfermedad circuló por todo el pueblo, y las mujeres fueron en grupos hasta la puerta de la barraca, asomándose a este antro del que todos huían antes. Sangonera, tendido en la paja, con los ojos vidriosos fijos en el techo y la cara de color de cera, se estremecía, rugiendo de dolor, corno si le desgarraran las entrañas. Expelía en torno de él nauseabundos arroyos de líquidos y alimentos a medio masticar.

—Com estàs, Sangonera? —preguntaban desde la puerta.

Y el enfermo contestaba con un gruñido doloroso, cambiando de posición para volver la espalda, molestado por el desfile de todo el pueblo.

Otras mujeres más animosas entraban, arrodillándose junto a él, y le tentaban el abdomen, queriendo saber dónde le dolía. Discutían entre ellas sobre los medicamentos más apropiados, recordando los que habían surtido efecto en sus familias. Después buscaban a ciertas viejas —acreditadas por sus remedios, que gozaban mayor respeto que el pobre médico del Palmar. Llegaban unas con cataplasmas de hierbas guardadas misteriosamente en sus barracas; presentábanse otras con un puchero de agua caliente, queriendo que el enfermo se lo tragase de golpe. La opinión de todas era unánime. El infeliz tenía «parada» la comida en la boca del estómago y había que hacer que «arrancase»… ¡Señor, qué lástima de hombre! Su padre muerto de una borrachera y él estirando la pata de un atracón. ¡Qué familia!

Nada revelaba a Sangonera la gravedad de su estado como esta solicitud de las mujeres. Se miraba en la conmiseración general como en un espejo y adivinaba el peligro al verse atendido por las mismas que el día anterior se burlaban de él, riñendo a los maridos y a los hijos cuando los encontraban en su compañía.

Pobret! Pobret! —murmuraban todas.

Y con esa valentía de que sólo es capaz la mujer ante la desgracia, le rodeaban, saltando sobre los residuos hediondos que salían a borbotones de su boca. Ellas sabían lo que era aquello: tenía «un nudo» en las tripas; y con caricias maternales le decidían a que abriese sus mandíbulas, apretadas por la crispación, haciéndole tragar toda clase de líquidos milagrosos, que al poco rato devolvía a los pies de las enfermeras.

Al cerrar la noche lo abandonaron; habían de guisar la cena en sus casas. Y el enfermo quedó solo en el fondo de la choza, inmóvil bajo la luz rojiza de un candil que las mujeres colgaron de una grieta. Los perros del pueblo asomaban a la puerta sus hocicos y consideraban largamente con sus ojos profundos al enfermo, alejándose después con lúgubre aullido.

Durante la noche fueron los hombres los que visitaron la barraca. En la taberna de Cañamel se hablaba del suceso, y los barqueros, asombrados de la hazaña de Sangonera, querían verle por última vez.

Se asomaban a la puerta con paso vacilante, pues los más de ellos estaban ebrios después de haber comido con los cazadores.

—Sangonera… Fill meu! Com estàs?

Pero inmediatamente retrocedían, heridos por el hedor del lecho de inmundicias en que se revolvía el enfermo. Algunos más animosos llegaban hasta él, para bromear con brutal ironía, invitándolo a beber la última copa en casa de Cañamel; pero el enfermo sólo contestaba con un ligero mugido y cerraba los ojos, sumiéndose de nuevo en su sopor, cortado por vómitos y estremecimientos. A media noche el vagabundo quedó abandonado.

Tonet no quiso ver a su antiguo compañero. Había vuelto a la taberna, después de un largo sueño en la barca; sueño profundo, embrutecedor, rasgado a trechos por rojas pesadillas y arrullado por las descargas de los cazadores, que rodaban en su cerebro como truenos interminables.