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Al entrar se sorprendió viendo a Neleta sentada ante los toneles, con una palidez de cera, pero sin la menor inquietud en sus ojos, como si hubiese pasado la noche tranquilamente. Tonet se asombraba ante la fuerza de ánimo de su amante.

Cambiaron una mirada profunda de inteligencia, como miserables que se sienten unidos con nueva fuerza por la complicidad.

Después de larga pausa, ella se atrevió a preguntarle. Quería saber cómo habla cumplido su encargo. Y él contestó, con la cabeza inclinada y los ojos bajos, cual si todo el pueblo le contemplase… Sí; lo había dejado en lugar seguro. Nadie podría descubrirlo.

Tras estas palabras, cambiadas con rapidez, los dos quedaron silenciosos, pensativos: ella tras el mostrador; él sentado en la puerta, de espaldas a Neleta, evitando verla. Parecían anonadados, como si gravitase sobre ellos un peso inmenso. Temían hablarse, pues el eco de su voz parecía avivar los recuerdos de la noche anterior.

Habían salido de la situación difícil; ya no corrían ningún peligro. La animosa Neleta se asombraba de la facilidad con que todo se había resuelto. Débil y enferma, encontraba ánimos para permanecer en su sitio; nadie podía sospechar lo ocurrido durante la noche, y sin embargo, los amantes se sentían súbitamente alejados. Algo se había roto para siempre entre los dos. El vacío que dejaba al desaparecer aquel pequeñuelo apenas visto se agrandaba inmensamente, aislando a los dos miserables. Pensaban que en adelante no tendrían más aproximación que la mirada que cruzasen recordando su antiguo crimen. Y en Tonet aún era más grande la inquietud al recordar que ella desconocía la verdadera suerte del pequeño.

Al llegar la noche, se llenó la taberna de barqueros y cazadores que volvían a sus tierras de la Ribera, mostrando los manojos de pájaros muertos ensartados por el pico. ¡Gran tirada! Todos bebían, comentando la suerte de determinados cazadores y la brutal hazaña de Sangonera. Tonet iba de grupo en grupo con el deseo de distraerse, discutiendo y bebiendo en todos los corrillos. Su propósito de olvidar por medio de la embriaguez le hacía beber y beber con forzada alegría, y los amigos celebraban el buen humor del Cubano. Nunca le habían visto tan alegre.

El tío Paloma entró en la taberna y sus ojillos escudriñadores se fijaron en Neleta.

—Reina…! Què blanca! És que estàs mala…?

Neleta habló vagamente de una jaqueca que no la habla dejado dormir, mientras el viejo guiñaba sus ojos maliciosamente, uniendo la mala noche a la fuga inexplicable de su nieto. Después se encaró con éste. Le había puesto en ridículo ante aquel señor de Valencia. Su conducta no era digna de un barquero de la Albufera. Con menos motivo había dado de bofetadas a más de uno en sus buenos tiempos. Sólo a un perdido como él podía ocurrírsele convertir en barquero a Sangonera, que habla reventado de hartura apenas lo dejaron solo.

Tonet se excusó. Tiempo le quedaba de servir a aquel señor. Dentro de dos semanas sería la fiesta de Santa Catalina, y Tonet se prestaba a ser su barquero. El tío Paloma, aplacando su cólera ante las explicaciones del nieto, dijo que ya habla invitado a don Joaquín a una cacería en los carrizales del Palmar. Vendría a la semana siguiente, y él y Tonet serían sus barqueros. Había que contentar a la gente de Valencia, para que la Albufera tuviera siempre buenos aficionados. Si no, ¿qué sería de la gente del lago?

Aquella noche se emborrachó Tonet, y en vez de subir a la habitación de Neleta se quedó roncando junto al hogar. Ninguno de los dos se buscó; parecían huir uno del otro, encontrando cierto alivio en su aislamiento. Temblaban de verse juntos en la habitación. Temían que resucitase el recuerdo de aquel ser que había pasado entre los dos como el lamento de una vida inmediatamente sofocada.

Al día siguiente Tonet volvió a embriagarse. No quería verse a solas con su razón; necesitaba embrutecerla con el alcohol para conservarla muda y dormida.

Llegaban a la taberna nuevas noticias sobre el estado de Sangonera. Se moría sin remedio. Los hombres habían vuelto a sus faenas y las mujeres que entraban en la barraca del vagabundo reconocían la impotencia de sus remedios. Las más viejas explicaban la enfermedad a su modo. Se le habla podrido el tapón de alimentos que cerraba la boca de su estómago. No había más que ver cómo se le hinchaba el vientre.

Llegó el médico de Sollana, en una de sus visitas semanales, y lo llevaron a la barraca de Sangonera. El jornalero de la ciencia movió la cabeza negativamente. Nada quedaba que hacer. Era una apendicitis mortaclass="underline" la consecuencia de un abuso extraordinario que llenaba de asombro al médico. Y por el pueblo repetían lo de la apendicitis, recreándose las mujeres en pronunciar una palabra tan extraña para ellas.

El vicario don Miguel creyó llegado el momento de entrar en la barraca de aquel renegado. Nadie como él sabía despachar a la gente con prontitud y franqueza.

—Che! —dijo desde la puerta—, tu eres cristià?

Sangonera hizo un gesto de asombro. ¿Que si era cristiano? Y como escandalizado por la pregunta, miró al techo de su barraca, acariciando con arrobamiento y esperanza el pedazo de cielo azul que se veta por los desgarrones de la cubierta.

Bueno; pues, entre hombres, ¡fuera mentiras!, continuó el vicario. Debía confesarse, porque iba a morir. Ni más ni menos… Aquel cura de escopeta no usaba rodeos con sus feligreses.

Por los ojos del vagabundo pasó una expresión de terror. Su existencia llena de miserias se le apareció con todo el encanto de la libertad sin límites. Vio el lago, con sus aguas resplandecientes; la Dehesa rumorosa, con sus espesuras perfumadas, llena de flores silvestres, y hasta el mostrador de Cañamel, ante el cual soñaba, contemplando la vida de color de rosa al través de los vasos… ¡Y todo aquello iba a abandonarlo…! De sus ojos vidriosos comenzaron a rodar lágrimas. No había remedio: le llegaba la hora de morir. Contemplaría en otro mundo mejor la sonrisa celestial, de inmensa misericordia, que una noche le acarició junto al lago.

Y con repentina tranquilidad, entre náuseas y crispamientos, confesó en voz baja al sacerdote sus raterías contra los pescadores, tan innumerables, que no podía recordarlas más que en masa. Junto con sus pecados revelaba sus esperanzas: su fe en Cristo, que vendría nuevamente a salvar a los pobres; su encuentro misterioso de cierta noche en la orilla del lago. Pero el vicario le interrumpía con rudeza:

—Sangonera, menos romansos, Tu delires…! La veritat…, digues la veritat.

La verdad ya la habla dicho. Todos sus pecados consistían en huir del trabajo, por creer que era contrario a los mandatos del Señor. Una vez se había resignado a ser como los demás, a prestar sus brazos a los hombres, poniéndose en contacto con la riqueza y sus comodidades, y ¡ay!, pagaba esta inconsecuencia con la vida.

Todas las mujeres del Palmar se mostraron enternecidas por el final del vagabundo. Había vivido como un hereje después de su fuga de la iglesia, pero moría como un cristiano. Su enfermedad no le permitía recibir al Señor, y el vicario le administró el último sacramento, manchándose la sotana con sus vómitos.

Sólo entraban en la barraca algunas viejas animosas que se dedicaban por abnegación a amortajar a todos los que morían en el pueblo. En la choza era insoportable el hedor. La gente hablaba con misterio y asombro de la agonía de Sangonera. Desde el día anterior no eran alimentos lo que arrojaba su boca: era algo peor; y las vecinas, apretándose las narices, se lo imaginaban tendido en la paja, rodeado de inmundicias.

Murió al tercer día de enfermedad, con el vientre hinchado, la cara crispada, las manos contraídas por el sufrimiento y la boca dilatada de oreja a oreja por las últimas convulsiones.