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Las mujeres más ricas del Palmar, que frecuentaban el presbiterio, sentían tierna conmiseración por aquel infeliz que se había reconciliado con el Señor después de una vida de perro. Quisieron que emprendiese dignamente el último viaje, y marcharon a Valencia para los preparativos del entierro, gastando una cantidad que jamás había visto Sangonera en vida.

Lo vistieron con un hábito religioso, dentro de un ataúd blanco con galones de plata, y el vecindario desfiló ante el cadáver del vagabundo.

Sus antiguos compañeros se frotaban los ojos enrojecidos por el alcohol, conteniendo la risa que les causaba ver a su amigote tan limpio, en una caja de soltero y vestido de fraile. Hasta su muerte parecía cosa de broma. ¡Adiós, Sangonera…! ¡Ya no se vaciarían los mornells antes de la llegada de sus dueños; ya no se adornaría con las flores de los ribazos, como un pagano ebrio! Había vivido libre y feliz, sin las fatigas del trabajo, y hasta en el trance de la muerte sabia marchar al otro mundo, con aparato de rico, a costa de los demás.

A media noche metieron el féretro en el ‹ carro de las anguilas», entre los cestones de la pesca, y el sacristán del Palmar, con otros tres amigos, condujo el cadáver al cementerio, deteniéndose en todas las tabernas del camino.

Tonet no se dio exacta cuenta de la muerte de su compañero. Vivía entre tinieblas, siempre bebiendo, y la embriaguez causaba en él un mutismo profundo. El miedo contenía su verbosidad, temiendo hablar demasiado.

—Sangonera ha mort! El teu compañero! —le decían en la taberna.

Él contestaba con gruñidos, bebiendo y dormitando, mientras los parroquianos atribuían su silencio a la pena por la muerte del camarada.

Neleta, blanca y triste, como si a todas horas pasase y repasase un fantasma ante sus ojos, pretendía evitar que su amante bebiera.

—Tonet, no begues —decía con dulzura.

Y se asustaba ante el gesto de rebelión, de sorda cólera con que le contestaba el borracho. Adivinaba que su imperio sobre aquella voluntad se había desvanecido. Algunas veces veía brillar en sus ojos un odio naciente, una animosidad de esclavo resuelto a chocar con el antiguo opresor, aniquilándole.

No prestaba atención a Neleta, y llenaba su vaso en todos los toneles de la casa. Cuando le sorprendía el sueño, tendíase en cualquier rincón, y allí. permanecía como muerto, mientras la Centella, con el dulce instinto de los perros, acariciaba su rostro y sus manos.

Tonet no quería que despertase su pensamiento. Tan pronto como la embriaguez comenzaba a desvanecerse, sentía una inquietud penosa. Las sombras de los que entraban en la taberna, al proyectarse en el suelo, le hacían levantar la cabeza con alarma, como si temiese la aparición de alguien que turbaba sus sueños con el escalofrío del terror. Necesitaba reanudar la embriaguez, no salir de su estado de embrutecimiento, que le amodorraba el alma embotando sus sensaciones.

Al través de los velos con que la embriaguez envolvía su pensamiento, todo le parecía lejano, difuso, borroso. Creía que iban transcurridos muchos años desde aquella noche pasada en el lago: la última de su existencia de hombre, la primera de una vida de sombras, que atravesaba a tientas con el cerebro oscurecido por el alcohol. El recuerdo de aquella noche le hacía temblar apenas se sentía libre de la embriaguez. Solamente borracho podía tolerar este recuerdo, viéndolo indeciso, como una de esas vergüenzas lejanas cuya evocación duele menos perdida en las brumas del pasado.

Su abuelo vino a sorprenderle en este embrutecimiento. El tío Paloma aguardaba al día siguiente la llegada de don Joaquín para una cacería en los carrizales. ¿Quería cumplir el nieto su palabra? Neleta le instó a que aceptase. Estaba enfermo, le convenía distraerse, llevaba más de una semana sin salir de la taberna. El Cubano se sintió atraído por la promesa de un día de agitación. Su entusiasmo de cazador volvió a renacer. ¿Iba a vivir siempre lejos del lago?

Pasó el día cargando cartuchos, limpiando la magnifica escopeta del difunto Cañamel; y ocupado en esto, bebió menos. La Centella saltaba en torno de él, ladrando de alegría al ver los preparativos.

A la mañana siguiente se presentó el tío Paloma, trayendo en el barquito a don Joaquín con todos sus arreos vistosos de cazador.

El viejo estaba impaciente y daba prisa a su nieto. Sólo quería detenerse el tiempo preciso para que el señor tomase un bocado, y en seguida a los carrizales. Había que aprovechar la mañana.

Al poco rato partieron: Tonet delante llevando la Centella en su barquito, como un mascarón de proa, y a continuación la barca del tío Paloma, donde don Joaquín examinaba con asombro la escopeta del viejo, aquella arma famosa llena de remiendos, de la que tantas proezas se contaban en el lago.

Los dos barquitos salieron a la Albufera. Tonet, viendo que su abuelo perchaba hacia la izquierda, quiso saber adónde iban. El viejo se asombró de la pregunta. Iban al Bolodró, la mata más grande de las inmediatas al pueblo. Allí abundaban más que en otros puntos los gallos de cañar y las pollas de agua. Tonet quería ir lejos: a las matas del centro del lago. Y entre los dos barqueros comenzó una empeñada discusión. Pero el viejo acabó por imponerse, y Tonet tuvo que seguirle de mala voluntad, moviendo sus hombros como resignado.

Los dos barquitos entraron en un callejón de agua entre los altos carrizos. La anea crecía a manojos entre los senills; las cañas se confundían con los juncos, y las plantas trepadoras, con sus campanillas blancas y azules, se enredaban en esta selva acuática formando guirnaldas. La confusa maraña de raíces daba una apariencia de solidez a los macizos de cañas. En el callejón, el agua mostraba en su fondo extrañas vegetaciones que subían hasta la superficie, no sabiéndose en ciertos momentos si navegaban los barquitos o se arrastraban sobre campos verdosos cubiertos por un débil cristal.

El silencio de la mañana era profundo en este rincón de la Albufera, que aún parecía más salvaje a la luz del sol; de vez en cuando, un chillido de pájaro en la espesura, un ruido de burbujas en el agua, delatando la presencia de bichos ocultos entre las viscosidades del fondo.

Don Joaquín preparaba la escopeta, esperando que pasasen los pájaros de un lado a otro del espeso carrizal.

—Tonet, dóna una volta —ordenó el viejo.

Y el Cubano salió con su barquito a toda percha para rodar en torno de la mata, sacudiendo las cañas, a fin de que, asustados los pájaros, se trasladasen de una punta a otra del carrizal.

Tardó más de diez minutos en dar la vuelta al cañar. Cuando volvió al lado de su abuelo ya disparaba don Joaquín contra los pájaros que, inquietos y asustados, cambiaban de guarida, pasando por el espacio descubierto.

Asomábanse las pollas a aquel callejón desprovisto de cañas que dejaba su paso al descubierto. Dudaban un momento en arriesgarse, pero por fin, unas volando y otras a nado pasaban la vía de agua, y en el mismo momento alcanzábalas el disparo del cazador.

En este espacio angosto el tiro era seguro, y don Joaquín gozaba las satisfacciones de un gran tirador, viendo la facilidad con que abatía las piezas. La Centella se arrojaba del barquito, alcanzaba a nado los pájaros, todavía vivos, y los traía con expresión triunfante hasta las manos del cazador. La escopeta del tío Paloma no estaba inactiva. El viejo tenía empeño en halagar al parroquiano, adulándole a tiros, como era su costumbre. Cuando veía un pájaro próximo a escapar, disparaba, haciendo creer al burgués que era él quien lo había derribado.

Pasó a nado una hermosa zarceta, y por pronto que tiraron don Joaquín y el tío Paloma, desapareció en el carrizal.

Va ferida! —gritó el viejo barquero.