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El cazador mostrábase contrariado. ¡Qué lástima! Moriría entre las cañas, sin que pudiesen recogerla…

Búscala, Centella…! Búscala! —gritó Tonet a su perra.

La Centella se arrojó de la barca, lanzándose en el carrizal, con gran estrépito de las cañas que se abrían a su paso.

Tonet sonreía, seguro del éxito: la perra traería el pájaro. Pero el abuelo mostraba cierta incredulidad. Aquellas aves las herían en una punta de la Albufera, y como ganasen el cañar, iban a morir al extremo opuesto. Además, la perra era una antigualla como él. En otros tiempos, cuando la compró Cañamel, valía cualquier cosa, pero ahora no había que confiar en su olfato. Tonet, despreciando las opiniones de su abuelo, se limitaba a repetir:

Ja vorà vosté…; ja vorà vosté!

Se oía el chapoteo de la perra en el fango del carrizal, tan pronto inmediato como lejano, y los hombres seguían en el silencio de la mañana sus interminables evoluciones, guiándose por el chasquido de las cañas y el rumor de la maleza rompiéndose ante el empuje de la vigorosa bestia. Después de algunos minutos de espera, la vieron salir del carrizal con aspecto desalentado y los ojos tristes, sin llevar nada en la boca.

El viejo barquero sonreía triunfante. ¿Qué decía él…? Pero Tonet, creyéndose en ridículo, apostrofaba a la perra, amenazándola con el puño para que no se aproximara a la barca.

Búscala…!, búscala! volvió a ordenar con imperio al pobre animal.

Y otra vez se metió entre los carrizos, moviendo la cola con expresión de desconfianza.

Ella encontraría el pájaro. Lo afirmaba Tonet, que la había hecho realizar trabajos más difíciles. De nuevo sonó el chapoteo del animal en la selva acuática. Iba de una parte a otra con indecisión, cambiando a cada momento de pista, sin confianza en su desordenadas carreras, sin osar mostrarse vencida, pues tan pronto como tornaba hacia las barcas, asomando su cabeza entre las cañas, veía el puño del amo y oía el «búscala!» que equivalía a una amenaza.

Varias veces volvió a husmear la pista, y al fin se alejó tanto en sus invisibles carreras, que los cazadores dejaron de oír el ruido de sus patas.

Un ladrido lejano, repetido varias veces, hizo sonreír a Tonet. ¿Qué tal? Su vieja compañera podría tardar, pero nada se le escapaba.

La perra seguía ladrando lejos, muy lejos, con expresión desesperada, pero sin aproximarse. El Cubano silbó.

Aquí, Centella, aquí!

Comenzó a oírse su chapoteo cada vez más próximo. Se acercaba tronchando cañas, abatiendo hierbas, con gran estrépito de agua removida. Por fin apareció con un objeto en la boca, nadando penosamente.

Aquí Centella, aquí. —seguía gritando Tonet.

Pasó junto a la barca del abuelo, y el cazador se llevó la mano a los ojos como si le hiriese un relámpago.

Mare de Déu! —gimió aterrado, mientras la escopeta se le iba de las manos.

Tonet se irguió, con la mirada loca, estremecido de pies a cabeza, como si el aire faltase de pronto en sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de trapos, y en él algo lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme, negruzca, con las cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un ojo; todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía entenebrecer repentinamente el agua y el espacio, haciendo que en pleno sol cayese la noche sobre el lago.

Levantó la percha con ambas manos, y fue tan tremendo el golpe, que el cráneo de la perra crujió como si se rompiese, y el pobre animal, dando un aullido, se hundió con su presa en las aguas arremolinadas.

Después miró con ojos extraviados a su abuelo, que no adivinaba lo ocurrido, al pobre don Joaquín, que parecía anonadado por el terror, y perchando instintivamente, salió disparado cual una flecha por la vía de agua, como si se incorporase el fantasma del remordimiento, adormecido durante una semana, y corriera tras él, rasgándole la espalda con sus uñas implacables.

X

Su carrera fue corta. Al salir a la Albufera vio cerca algunas barcas, oyó gritos de los que las tripulaban y quiso ocultarse, con el rubor del que se ve desnudo ante gentes extrañas.

El sol parecía herirle; la inmensa superficie del lago le causaba miedo; necesitaba agazaparse en un rincón oscuro, no ver, no oír; y viró, volviendo a meterse en los carrizos.

No fue muy lejos. La proa del barquito se hundió entre las cañas, y el miserable, soltando la percha, se dejó caer en el fondo de la embarcación con la cabeza oculta entre las manos. Por mucho tiempo callaron los pájaros, cesaron los ruidos en el carrizal, como si la vida oculta entre las cañas callase, aterrada por un rugido salvaje, un lamento entrecortado, que parecía el hipo de un moribundo.

El miserable lloraba. Después del embrutecimiento, que le había conservado en completa insensibilidad, el crimen levantábase ante él, como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si acabase de cometerlo. Cuando creía próximo a borrarse para siempre el recuerdo de su delito, la fatalidad lo hacía renacer, lo paseaba ante sus ojos, ¡y en qué forma!

El remordimiento resucitaba en él los instintos de padre, muertos desde aquella noche fatal. El horror le hacía sentir su delito con cruel intensidad. Aquella carne abandonada a los reptiles del lago era carne suya; aquella envoltura de materia, vivero de sanguijuelas y gusanos, era el fruto de sus arrebatos apasionados, de su amor insaciable en el silencio de la noche.

La enormidad del crimen le abrumaba. Nada de excusas; no debía buscar pretextos, como otras veces, para seguir adelante. Era un miserable, indigno de vivir: una rama seca del árbol de los Palomas, siempre recto, siempre vigoroso, con aspereza salvaje, pero sano en medio de su aislamiento. La mala rama debía desaparecer.

Su abuelo tenía razón al despreciarlo. Su padre, su pobre padre, al que ahora contemplaba con la grandeza de los santos, hacía bien en repelerle como un brote infame de su existencia. La infeliz Borda, con su vergonzoso origen, era más hija de los Palomas que él.

¿Qué habla hecho durante su vida? Nada; su voluntad sólo tenía fuerzas para huir del trabajo. El desdichado Sangonera había sido mejor que éclass="underline" solo en el mundo, sin familia, sin necesidades en su dura existencia de vagabundo, podía vivir inactivo, con la dulce inconsciencia de los pájaros. Pero él, devorado por ardorosos apetitos, huyendo egoístamente del deber, había querido ser rico, vivir descansado, siguiendo tortuosas sendas, despreciando los consejos de su padre, que adivinaba el peligro; y de la pereza sin dignidad, había venido a caer en el crimen.

Le espantaba su delito. Su conciencia de padre arañábale al despertar, pero aún sufría de una herida mayor y más sangrienta. La soberbia viril, aquel afán de ser fuerte y dominar a los hombres por el arrojo, le hacía sufrir el tormento más cruel. Veía en lontananza el castigo, el presidio, ¡quién sabe si el carafalet, última apoteosis del hombre-bestia! Todo lo aceptaba; pues al fin, para los hombres se habla hecho; pero por algo digno de un ser fuerte, por reñir, por matar cara a cara, tinto en sangre hasta los codos, con la locura salvaje del ser humano que se trueca en fiera… ¡Pero matar a un recién nacido sin otra defensa que su llanto! ¡Confesar ante el mundo que él, el valentón, el antiguo guerrillero, para caer en el crimen, sólo había osado asesinar a un hijo suyo!

Y lloraba, lloraba, sintiendo, más que los remordimientos, la vergüenza de su cobardía y el despecho por su vileza.

En las tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de luz cierta confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía la buena sangre de su padre. Su delito era el egoísmo, la voluntad débil, que le había hecho apartarse de la lucha por la vida. La perversa era Neleta, aquella fuerza superior que le encadenaba, aquel egoísmo férreo que arrollaba el suyo, plegándolo a todos sus contornos como una vestidura dúctil. ¡Ay, si no la hubiese conocido! ¡Si al volver de tierras lejanas no hubiera encontrado fijos en él los ojos glaucos que parecían decirle: «Tómame: ya soy rica; he realizado la ilusión de mi vida; ahora me faltas tú»!