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El tío Paloma relataba lo ocurrido a grandes rasgos: la aparición de la perra con su horrible presa; la fuga de Tonet; después, a la vuelta del Saler, su minuciosa exploración por la mata, presintiendo una desgracia, y su hallazgo del cadáver. P-1 lo adivinaba todo. Recordaba la desaparición de Tonet la víspera de la tirada; la palidez y el desfallecimiento de Neleta; su aspecto de enferma después de aquella noche, y con su astucia de viejo reconstruía el parto doloroso en el silencio nocturno, con el terror a ser oída por los vecinos, y después el infanticidio, un crimen que le hacia despreciara Tonet, más por cobarde que por criminal.

El viejo, después de soltar su secreto, se sentía aliviado. A su tristeza sucedía la indignación. ¡Miserables! Aquella Neleta resultaba una perra ardorosa que había perdido al muchacho, empujándolo al crimen por conservar su dinero; pero Tonet era cobarde dos veces, y más que por su delito, renegaba de él viendo que se mataba, loco de miedo, ante las consecuencias. El «señor» se disparaba dos tiros antes que dar la cara; encontraba más cómodo desaparecer que pagar su falta, sufriendo el castigo. Siempre huyendo de la obligación, buscando las sendas fáciles por miedo a la lucha. ¡Qué tiempos, Cristo! ¿Qué juventud era aquella…?

Su hijo apenas le escuchaba. Seguía inmóvil, anonadado por la desgracia, y doblaba la cabeza, como si las palabras de su padre fuesen un golpe que le abatía para siempre.

La Borda volvió a gemir.

—Silenci! He dit silenci! —dijo con voz fosca el tío Toni.

A su pena inmensa, reconcentrada y muda, le molestaba que otros se aliviasen con el llanto, mientras él, por su dureza de varón fuerte, no podía desahogar el dolor en lágrimas.

El tío Toni habló por fin. Su voz no temblaba, pero velábase con la débil ronquera de la emoción.

La muerte vergonzosa de aquel desdichado era un final digno de su conducta. Se lo había predicho: acabaría mal. Cuando se nace pobre, la pereza es el crimen. Así lo ha arreglado Dios, y hay que conformarse… Pero ¡ay! era su hijo…, ¡su hijo! ¡La carne de su carne! Su férrea rectitud de hombre honrado mostrábase insensible ante la catástrofe; pero allá dentro del pecho sentía cierta opresión, como si le hubieran arrancado parte de sus entrañas y estuviesen a aquellas horas sirviendo de pasto a las anguilas de la Albufera.

Quería verlo por última vez, ele entendía su padre…? Quería tenerle en sus brazos, como de pequeño, cuando lo adormecía cantándole que el pare trabajaba para hacerle labrador rico, dueño de muchos campos.

Pare… pare! —decía con voz angustiosa al tío Paloma—. A on està…?

El viejo contestó indignado. Debían dejar las cosas como las había arreglado la casualidad. Era una locura torcer su curso. Nada de escándalos ni de levantar la punta del misterio. Así estaba bien: oculto todo.

La gente, al no ver a Tonet, creería que había huido en busca de aventuras y de vida regalada, como al marchar a América. El lago conservaba bien sus secretos; transcurrirían años antes que una persona pasase por el sitio donde estaba el suicida. La vegetación de la Albufera lo tapa todo. Además, si hablaban, si publicaban la muerte, todos querrían saber más, intervendría la justicia, se averiguaría la verdad, y en vez de un Paloma desaparecido, cuya vergüenza sólo conocían ellos, tendrían un Paloma deshonrado que se daba muerte por huir del presidio y tal vez del carafalet. No, Tono; lo decía él con su autoridad de padre. Por unos cuantos meses de existencia que le quedaban, debía respetarle, no amargar sus últimos días con la deshonra. Quería beber tranquilo con los demás barqueros, pudiendo mirarlos cara a cara. Todo estaba bien: a callar, pues… Además, si descubrían el cadáver, no lo enterrarían en sagrado. Su crimen y su suicidio le privaban de la misma sábana de tierra que los demás. Mejor estaba en el agua, hundido en el barro, rodeado de cañas, como último vástago maldito de una famosa dinastía de pescadores.

Excitado por los lloros de la Borda, el viejo la amenazaba. Debía callar. ¿Es que quería perderlos?

La noche fue interminable, de un silencio trágico. El lóbrego ambiente de la barraca parecía aún más denso, como si sobre él proyectasen su sombra las alas negras de la desgracia.

El tío Paloma, con la insensibilidad del viejo duro y egoísta que desea prolongar su vida, dormitaba en la silleta de esparto. Su hijo pasaba las horas inmóvil, con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en el oleaje de sombras que la trémula luz del candil trazaba en la pared. La Borda, sentada en el fogón, sollozaba débilmente, oculta en la sombra.

Hubo un momento en que el tío Toni se estremeció como si despertase. Se irguió, fue a la puerta de la barraca, y abriéndola, miró al cielo estrellado. Debían ser las tres. La calma de la noche pareció penetrar en él, afirmando la resolución que acababa de surgir en su voluntad.

Se aproximó al viejo y lo empujó, hasta despertarlo.

Pare… pare! —dijo con voz suplicante—. A on està…?

El tío Paloma, medio dormido, protestó furioso. Debía dejarle en paz. Aquello no tenía remedio. Quería dormir, y ¡ojalá no despertase nunca…!

Pero el tío Toni continuaba suplicando. Debía pensar que era su nieto; él, que era el padre, no podría vivir mientras no lo contemplase por última vez. Se lo imaginaría a todas horas en el fondo del lago, corrompido por las aguas, devorado por las bestias, sin la sepultura en tierra que alcanzaban los más miserables, hasta aquel Sangonera que vivió sin padre. ¡Ay! ¡Trabajar sufriendo toda la vida para asegurar el pan al hijo único, y abandonarlo después, sin saber dónde está su tumba, como los perros muertos que se arrojan en la Albufera! ¡No podía ser, padre! ¡Era muy cruel! Jamás tendría valor para navegar en el lago, pensando que tal vez su barca pasaba sobre el cadáver del hijo.

Pare… pare! —imploraba moviendo al viejo casi dormido.

El tío Paloma se irguió, como si fuese a pegarle. ¿Quería dejarle en paz? ¿Buscar él otra vez a aquel cobarde…? ¡Que le dejasen dormir! No quería revolver el barro, con peligro de hacer pública la deshonra de su familia.

—Però… a on està? —preguntaba ansioso el padre.

Él iría solo; pero ¡por Dios! debía decirle el sitio. Si el abuelo no hablaba, sentíase capaz de pasar el resto de la vida registrando el lago, aunque hiciera público su secreto.

En la mata del Bolodró —dijo por fin el viejo—. Te costará d’encontrar.

Y cerró los ojos, inclinando la cabeza para reanudar aquel sueño del que no quería salir.

El tío Toni hizo un gesto a la Borda. Cogieron sus azadones de enterradores, sus perchas de barqueros, los agudos tridentes que servían para la pesca de las piezas gruesas, encendieron un farol en la luz del candil, y en el silencio de la noche atravesaron el pueblo para embarcarse en el canal.

El negro barquito, con el farol en la proa, pasó toda la noche evolucionando por el interior de los carrizales. Veíasele como una estrella roja errando a través de las cañas.

Cerca del amanecer la luz se apagó. Habían encontrado el cadáver, después de dos horas de busca angustiosa, tal como lo vio el abuelo: con la cabeza hundida en el barro, los pies fuera del agua y el pecho convertido en una masa sanguinolenta, destrozado a boca de jarro por la metralla de los cartuchos de caza.

Lo recogieron con sus tridentes del fondo del agua. El padre, al clavar su fitora en aquel bulto blanducho, izándolo a la barca con sobrehumano esfuerzo, creyó que la hundía en su propio pecho.