David Camus
Caballeros de la Vera Cruz
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Libro I
(«Con este signo vencerás»)
Prólogo
Replicóles Pilato: «Pues ¿qué he de hacer de Jesús, llamado el Cristo?». Dicen todos: «Sea crucificado». Y siguió éclass="underline" «Pero ¿qué mal ha hecho?». Mas ellos comenzaron a gritar más, diciendo: «¡Sea crucificado!».
Mateo, XXVII, 22-23
Dios tenía un hijo, y ese hijo murió. Lo clavaron en una cruz y murió. Esta es la historia de esa cruz y del hombre que partió en su busca en el año de gracia de 1187.
Después de la Crucifixión, nadie se había preocupado de la Vera Cruz. Hasta el año 312, cuando Constantino, en vísperas de la batalla del Puente Milvio, vio en sueños una gran cruz de fuego. «In hoc signo vinces», le murmuró el arcángel Gabriel. Constantino lo escuchó, colocó esta divisa y esta cruz sobre los escudos de sus soldados y consiguió la victoria. En 326, santa Elena, la madre de Constantino, realizó un viaje de peregrinación a Jerusalén para buscar el objeto que había soñado su hijo. De nuevo se apareció Gabriel y dijo a Elena mientras dormía: «Cava bajo el Gólgota y encontrarás la Vera Cruz». Elena hizo lo que el arcángel le había ordenado y desenterró el madero en el que Cristo había sido crucificado. Tras el hallazgo de la Santa Cruz, Constantino envió a sus mejores arquitectos a Jerusalén para ofrecerle el más hermoso de todos los relicarios: la iglesia del Santo Sepulcro.
Miles de peregrinos de todo el mundo afluyeron entonces a la ciudad santa para adorar la cruz. Sin embargo, algunos espíritus taciturnos no dejaron de señalar que se trataba de un instrumento de tortura. Temían que fuera un mal presagio, y desfilaban de rodillas por la ciudad cantando salmos y rezando. Querían retrasar a cualquier precio la llegada de la Jerusalén celestial -¡el advenimiento del Anticristo!-, que otros, en cambio, reclamaban con sus invocaciones: «¡Apresuremos el Apocalipsis -proclamaban estos impetuosos- para establecer cuanto antes el reino de Dios!».Y todos se flagelaban siguiendo la Santa Cruz…
Por desgracia, en 614 todo este tumulto atrajo la atención del rey de Persia, Cosroes, que envió su ejército al asalto de Jerusalén. Ahora bien, el general en jefe de Cosroes sentía un amor apasionado por su reina, una ferviente cristiana, y por eso se dirigió al Santo Sepulcro para apoderarse de la Vera Cruz y secuestrar al patriarca de Jerusalén, con intención de ofrecerlos a su soberana.
La ciudad agonizaba. Los hierosolimitanos se lamentaban: «Oh, Jerusalén, tú que eres tan bella, ¿a quién tienes para defenderte? ¿Quién te devolverá tu corazón, oh Jerusalén adorada?».
Heraclio I, emperador del Imperio bizantino, fue sensible a sus súplicas. Con sus elefantes derrotó al ejército de Cosroes y, no contento con eso, arrasó Ctesifonte. Temiendo por su vida, Cosroes preguntó a Heraclio I cómo podía aplacar su furor.
«¡Devuelve su alma a Jerusalén!», le respondió este.
Una semana más tarde, la Vera Cruz era restituida.
Jerusalén revivía. Sus habitantes festejaron el acontecimiento durante varios días, para descubrir después que el emperador bizantino se había llevado la Santa Cruz con él, a Constantinopla, y que Sofronio, su patriarca, no había sido liberado.
Así y todo, los hierosolimitanos se conformaron con la situación. En cualquier caso se felicitaban por pertenecer a una ciudad que indudablemente había nacido para la religión, como Venecia para el comercio, o París para la filosofía. Por desgracia para sus habitantes, esa era también la opinión del califa Ornar, que en 637 se apoderó de la ciudad santa en nombre de Alá. El califa respetó, con todo, el Santo Sepulcro y la libertad de los judíos y los cristianos, de manera que Heraclio no abandonó Constantinopla.
Pasaron casi cuatro siglos. El año mil se aproximaba, y una corriente incesante de peregrinos afluía a Jerusalén. En 1009, sin embargo, lo que resonó en la ciudad no fueron las trompetas del Apocalipsis, sino el ruido de los picos y piquetas que centenares de obreros descargaban contra las paredes del Santo Sepulcro mientras se desgañitaban proclamando: «Allah Akbar! ¡Alá es grande!».
Al-Hakim, sexto califa de El Cairo, príncipe de Babilonia, pilar de la religión, piedra angular del islam, asociado de la dinastía y muchas cosas más -de hecho, un fundamentalista, un Calígula de la época y Dios autoproclamado-, había decidido acabar de una vez por todas con el Santo Sepulcro, Pero una fuerza misteriosa despojaba de su vigor a los obreros que atacaban los cimientos. Los infieles murmuraban: oían una voz en el interior de la tumba. ¿Era Jesús? Al-Hakim, que no temía nada, se lanzó con todo su peso contra la puerta de la tumba. Se elevó un grito, se diría que humano. Al-Hakim palideció y anunció el fin de los trabajos; luego volvió a Egipto, donde desapareció en 1021.
Si en Jerusalén los cristianos agradecían a la providencia que hubiera preservado la Santa Cruz permitiendo que estuviera en Constantinopla, en Constantinopla el nuevo emperador decía que, si Dios había permitido que un infiel atacara el Santo Sepulcro, era precisamente porque la Santa Cruz ya no se encontraba en él. El emperador obtuvo de los descendientes de Al-Hakim la autorización para reparar la iglesia, a condición de financiar la operación y de emplear solo a mahometanos. Ante la importancia de los gastos, Constantinopla se dirigió a Roma, que rehusó participar en la financiación de los trabajos. Patriarcas y papas se enviaron bulas y diplomáticos, que al punto se hacían pedazos. Para acabar, en 1054, las dos iglesias se excomulgaron una a otra. El mismo año, astrólogos chinos descubrían en el cielo una nueva estrella.
La cristiandad se encontraba en muy mala situación el día en que la Santa Cruz fue restituida al Santo Sepulcro, finalmente reconstruido. Constantinopla, encargada del mantenimiento del lugar, aumentó las tarifas. ¡Había que recuperar los gastos! ¿Por una visita a la iglesia? Dos dinares. ¿Por una rápida ojeada a la cruz? Dos dinares más. ¿Cuánto por besarla? Cien dinares, y el doble si el peregrino venía de Roma. La visita se realizaba de noche. Los visitantes solo tenían derecho a un leve beso y luego volvían a su casa, con el paraíso en el bolsillo.
En Roma, el Papa estaba furioso. «La cruz -decía- no es un objeto de comercio.» En torno a él todos callaban, seguros de que Dios les proporcionaría un día los medios para castigar a Constantinopla. Y en efecto, unos años más tarde, los seléucidas invadieron el Imperio bizantino. «¡Ayudadnos!», imploró el emperador, enviando un cargamento de piedras preciosas a Roma. La cólera del Papa se aplacó, y con la mayor calma el pontífice anunció: «Sí, ayudaremos a nuestra hermana oriental… Pero no enseguida…».