– A lo largo de todo el trayecto -continuó Morgennes-, Masada no dejó de rezar, de gemir, de llorar, de lamentarse de su suerte y de la de Jerusalén, la ciudad santa, su amada, la ciudad donde nosotros, los cristianos, le habíamos prohibido habitar.
– Evidentemente -señaló Alexis-. ¡Cada vez que la ciudad estaba amenazada, los judíos entregaban las llaves a sus enemigos!
– En resumen:-continuó Morgennes-, armó tanto escándalo que acabé por sentir lástima de él. No podía olvidar lo que nos había hecho a nosotros, los hospitalarios, al pequeño rey Balduino, a su mujer, a sus jóvenes esclavos, lo que había querido hacer a Yahyah… Pero fue más fuerte que yo. No quería ser quien lo condenara a muerte, habiendo escapado yo mismo a esta condena del modo que sabes… De manera que abrí el pomo de Crucífera para extraer las lágrimas de Alá. Hacía años que no las había visto, y puedo asegurarte que estaban exactamente igual que el día que las descubrí.
Morgennes había tendido la reliquia a Masada, que se había puesto a temblar de alegría al verla. No se había atrevido a cogerla enseguida. Y luego, cuando por fin se había decidido, en el mismo momento en que la alcanzaba, ¡una larga trompa gris se había adelantado y se la había arrancado de la mano! Un instante después, la reliquia había desaparecido en la garganta del pequeño elefante, que la masticó con una mueca de contento innegable, con esa sensación de plenitud que solo aporta la contemplación, o la apropiación, de las cosas santas.
– ¿Cómo? -se indignó el comendador del Krak-. ¿Y se lo permitisteis?
– ¿Y cómo íbamos a evitarlo? -exclamó Morgennes-.Yo no soy más fuerte que un elefante, aunque sea joven. En cuanto a matarlo para recuperarlas…, ya las había triturado.
– ¡Se las comió…! En fin -dijo Beaujeu con un suspiro-, lo hecho hecho está. Habrá que creer que eres más clemente que Dios, que no perdona a quien tú has perdonado.
– Yo no se lo he perdonado -lo corrigió Morgennes-. Pero es cierto que sentí compasión por él.
– Está aún peor ahora…
Los dos hombres se miraron con aire grave un cierto tiempo.
Luego dejaron escapar una leve risa y se sirvieron un poco más de vino de Damasco, de un cargamento que los hospitalarios acababan de interceptar en la ruta de Homs.
– Está claro que Dios te tiene bajo su santa protección -señaló Beaujeu-. No me gustaría tenerte por enemigo, y quisiera que encontráramos una estratagema… sé que peco al decir esto… que te permitiera, noble y buen hermano, escapar a tu castigo.
– No habrá vuelta atrás sobre esa decisión -dijo Morgennes.
– No, pero se puede revisar en parte… No eres tú quien merece perdernos, Morgennes; somos nosotros los que somos indignos de conservarte.
El comendador del Krak se levantó, reflexionó un instante y soltó:
– ¿Y si no hubieras entregado la Vera Cruz?
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Morgennes.
– ¿Qué estás diciendo?
– Perdóname, noble y buen hermano, me he expresado mal. Deja que te lo explique: tú tenías derecho a cuarenta días para traérnosla, y no has necesitado ni diez. Has realizado una hazaña digna de los más grandes héroes de la Antigüedad. A decir verdad, no conozco hombre con más méritos que tú en Tierra Santa…
Morgennes no oyó lo que Alexis dijo a continuación. Las palabras del comendador del Krak se perdían en una niebla espesa. Morgennes no escuchaba. Estaba totalmente perdido en sus reflexiones, volcado hacia su pasado. Antes de conversar con Casiopea, no le había parecido que un hombre tuviera que tener un pasado. O bien lo había olvidado. Pero al verla -como la veía ahora, caminando a lo largo de los caminos de ronda del Krak en compañía de Simón-, se preguntó qué podía haber sido lo que lo había alejado de ese pasado. ¿Y su madre, la Viuda de la Gaste Fóret? En su memoria no se dibujaba ningún rostro, ningún rasgo, ni un sonido, ni un olor, ni un hecho. Era un fantasma perdido en las zonas borrosas de su vida. ¿Reaparecería algún día? ¿Y lo deseaba él? No habría sabido decirlo.
Absorbido en la contemplación de los rasgos de Casiopea, Morgennes se amonestó por haber deseado impedir, en Hattin, que cumpliera su misión. Y ese joven, ese Simón, ¿se parecía a él cuando era más joven? ¿Un hombre lleno de ardor y determinación, seguro de tener a Dios de su lado y de encontrarse en el camino recto?
Morgennes recordó unas palabras recientes de Guillermo: «Importa bastante poco, Morgennes, que seas justo, con tal de que te esfuerces en serlo. Que estés preocupado por la justicia basta para distinguirte de la masa de los hombres. Lo mismo ocurre con la verdad. Búscala. No la encontrarás nunca, porque no es de este mundo. Pero al menos te acercarás a ella. Porque si es difícil alcanzar la verdad, en cambio, es fácil alejarse de ella. Y el que se mantiene apartado de la verdad lo sabe…».
Otra cara se superpuso a la de Guillermo: el rostro, más joven, de Alexis de Beaujeu; sus rasgos demacrados y su mirada inquieta hablaban de los graves pensamientos que lo ocupaban y de las grandes responsabilidades que pesaban sobre sus hombros.
Morgennes volvió a la realidad justo a tiempo para oír las últimas palabras del discurso de Alexis.
– Lo que empieza en Jerusalén termina en Jerusalén.
– ¿Cómo? -dijo Morgennes.
Beaujeu dio unos pasos por la habitación, yendo de una ventana a la otra, lanzando rápidas ojeadas al exterior, y luego se volvió hacia su amigo.
– No escuchabas, ¿verdad?
– Debo confesar que no.
– Hum…
El comendador estaba acostumbrado a las ausencias de Morgennes. ¿A qué podían deberse? Él las atribuía a su estancia en prisión y a su posterior huida, poco después de haber recuperado las lágrimas de Alá, muchos años atrás. Desde entonces Morgennes había cambiado.
Alexis se sorprendía por su aparente falta de sensibilidad. Sin embargo, Dios sabía que Morgennes tenía corazón. Pero vivía como retirado de sus sentimientos, que recuperaba solo en raros momentos. El resto del tiempo era una fortaleza. Morgennes era como el Krak de los Caballeros, encaramado en lo alto de su montaña.
– Este es mi plan -anunció Beaujeu-. Me gustaría que llevaras la Vera Cruz a Jerusalén.
– Pero… ¿y Roma?
Alexis hizo un gesto con la mano.
– Roma, Roma… Roma no tendrá motivo de queja; ella también tendrá su Vera Cruz.