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El comendador del Krak se inclinó hacia la Santa Cruz que Morgennes había llevado consigo del oasis de las Cenobitas.

– ¿Es posible que durante todos estos años la Vera Cruz haya estado escondida allí, a espaldas de todos? En ese caso solo habríamos adorado a un falso Dios, a un ídolo…

– No -dijo Morgennes.

– ¿Y eso?

– Dios se encarna donde a Él le place. La Santa Cruz que nosotros hemos adorado hasta ahora era tan verdadera como la del oasis. En cierto modo es la adoración la que hace la cruz, no la madera.

– Comprendo. Pero, entonces, ¿cuántas Veras Cruces puede haber?

– Una infinidad. Tantas como creyentes, en cualquier caso… Beaujeu se apoyó pensativamente en la ventana con pesadas cortinas de lana blanca y contempló la montaña.

– ¡Qué belleza!

Morgennes observó con él las quebradas y los montes escarpados del Yebel Ansariya, que se extendían hasta el horizonte, más allá del cual se adivinaba el mar, o al menos su reflejo.

– Sin embargo, hay en estas montañas tantas cosas diferentes… Fortalezas en manos de los asesinos, plazas fuertes templadas, nosotros mismos, pastores…

Beaujeu volvió al centro de la sala, su habitación, que se situaba tradicionalmente en lo alto de la más reducida de las trece torres del Krak.

– No, tu misión no ha terminado aún. Llevarás la cruz truncada a Jerusalén, que la necesita más que Roma. Y Roma, por su parte, tendrá esto…

Y tocó con el dedo la Vera Cruz, la de las cenobitas.

– Si Dios quiere que Roma reconozca en ella a la cruz en que Cristo fue crucificado, pues bien, que así sea. Si no…

Morgennes terminó la frase por él.

– El Temple habrá ganado.

Beaujeu apretó el puño y lo descargó contra la mesa, haciendo saltar las copas.

– ¡Vive Dios que eso no sucederá!

Su mirada febril no se apartaba de Morgennes.

Unos instantes más tarde, Morgennes y Beaujeu bajaron a la sala principal para tomar su cena en compañía de los otros caballeros de la casa. Una treintena de pobres, llegados de las comarcas circundantes, compartían la comida de los hospitalarios, conforme al uso que quería que, a la muerte de un hermano, se alimentara a un pobre en su nombre durante un número de días que dependía de su rango.

Todos comían en un silencio que solo interrumpía la lectura de los Evangelios. Cada uno se aplicaba a acabar su caldo, pinchando un trozo de carne con la punta de su cuchillo, llevándose a la boca la yema de un huevo cocido con su cáscara, lamiéndose los dedos, en tanto que un aguador llenaba los vasos. Mientras compartía el pan del hermano comendador, Morgennes detectó varias miradas orientadas discretamente en su dirección. La mayoría de los hermanos sentados junto a ellos eran desconocidos para Morgennes, y todos le parecían muy jóvenes. Tenían -como Simón- la tez pálida de los recién llegados.

– Estos jóvenes bisoños no tardarán en foguearse -murmuró Beaujeu, que había adivinado sus pensamientos.

– Si no mueren antes -respondió en un susurro Morgennes.

De hecho, dos rostros trabajados por el tiempo y las emociones habían atraído su atención. El primero era el de un hombre de unos cuarenta años, que debía de ser italiano, y muy rico, a juzgar por sus vestiduras. El otro no era un desconocido. Morgennes ya se había cruzado con él, en otro tiempo, estando en compañía de Balian II de Ibelin, pues aquel hombre era el valeroso escudero de Balian, Ernoul. Explicaban de él que ya había rechazado por dos veces ser nombrado caballero: «No tengo más ambición que seguir siendo escudero de Balian y servirlo como mejor pueda», decía.

Al acabar la comida, mientras los hermanos abandonaban la sala para dejar su lugar al segundo servicio, Alexis de Beaujeu invitó a Morgennes a inspeccionar las murallas con él.

– Hemos montado nuevas catapultas, capaces de lanzar piedras de un centenar de libras hasta a seis arpendes. Con ellas aplastaremos a los ejércitos de Saladino si algún día se atreven a acercarse a nuestros muros.

Otros invitados se unieron a ellos, y entre estos se encontraban Ernoul y el misterioso italiano que había llamado la atención de Morgennes. Alexis se lo presentó.

– Morgennes, este es Tommaso Chefalitione, un veneciano que nos ha prestado grandes servicios. Él ha conducido a Josías de Tiro a Palermo y luego a Ferrara…

Morgennes, que había oído hablar mucho de Josías a Guillermo, aprovechó para pedir noticias de él.

– Por lo que sé -dijo Chefalitione-, se encontrará ahora en camino hacia la corte del rey de Francia. Felipe Augusto debe disponerse a recibirlo, y podéis apostar que lo escuchará con atención. A pesar de su juventud, este Josías tiene mucho talento. No dudo de que triunfará donde tantos otros antes que él fracasaron. Si llega a convencerlos, de aquí a principios de año tres poderosos ejércitos, sin contar con el del rey de Sicilia, vendrán a reforzar las defensas de Jerusalén. La ciudad estará salvada.

– Temo que tengan que volver a tomarla, si no llegan pronto -precisó Ernoul.

Todos se volvieron hacia él. Su rostro preocupado constituía el más elocuente de los discursos. Ernoul entrelazó sus manos de largos dedos y, con una voz sorprendentemente delicada para su corpulencia, añadió:

– Saladino ha abandonado Tiro. Su ejército pronto acampará bajo las murallas de Jerusalén. Necesitamos tropas. Y las necesitamos ahora, no dentro de seis meses ni dentro de seis semanas.

Se había expresado con gran suavidad, pero también con mucha firmeza. Morgennes observó a Ernoul. Tenía bajo los ojos unos profundos cercos negros que daban peso a su mirada y a sus palabras; sus cabellos se erizaban en remolinos que se resistían a aplastarse y revelaban un carácter ansioso, empeñado en alcanzar su objetivo. Porque, desde principios del mes de septiembre, Ernoul no había dejado de recorrer Tierra Santa buscando ayuda desesperadamente. Los templarios, sin embargo, no estaban preparados, y los hospitalarios se reagrupaban, preparándose para partir hacia Tiro, donde el marqués de Montferrat plantaba cara valientemente a Saladino mientras esperaba unos improbables refuerzos.

– Al llegar a Jerusalén -continuó Ernoul-, el conde y yo mismo sufrimos una gran sorpresa al ver el desorden que imperaba en la ciudad. Todo estaba patas arriba, con gentes que corrían a refugiarse en ella y otras que se apresuraban a abandonarla. Privada de su rey, desposeída de su principal reliquia, Jerusalén agonizaba, como tantas otras veces en la historia. Los hierosolimitanos vieron en Balian el milagro que todos esperaban: un jefe enviado por Dios que iba a salvarlos.

Pero a Balian lo retenía la promesa que había hecho a Saladino de no permanecer en la ciudad más que una sola noche. Al día siguiente a su llegada debía abandonar Jerusalén con su mujer y sus hijos, que Heraclio había ocultado en los sótanos de la torre de David, ordenando a los templarios blancos que prohibieran el acceso a Balian.