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«Te desligo de tu juramento», había dicho Heraclio.

«Lo he prometido», había respondido Balian.

Era evidente que los dos hombres no estaban hechos para entenderse. Heraclio despreciaba la palabra dada; Balian permanecía fiel a sus compromisos. Ya circulaban rumores: lo trataban de cobarde. Decían de éclass="underline" «Se ha vendido a los infieles».

Aquellas habladurías calaron tanto que Balian envió a Ernoul a explicar la situación a Saladino y a suplicarle que le permitiera permanecer en la ciudad para defenderla. Conmovido por las palabras que Ernoul había sabido encontrar, Saladino escribió a Balian: «Quedaos mientras podáis, si ese es vuestro deseo».Y dio incluso a Ernoul una escolta de mamelucos para que luego acompañaran a la mujer de Balian, a sus hijas y a su sobrino a Tiro, donde estarían seguros.

– En esta conducta reconozco el sentido del honor de Saladino -comentó Morgennes.

– ¿Lo conocéis, pues? -inquirió Ernoul.

– Conozco su clemencia.

– Y su crueldad -añadió Beaujeu.

Los cuatro hombres se dejaron mecer por el viento sobre las altas murallas del Krak. El aire estaba cargado de ruidos diversos, de los gritos de los soldados que se ejercitaban, el entrechocar de sus armas, y la algarabía de los albañiles que reforzaban las fortificaciones o los carpinteros que montaban las máquinas de guerra.

– Formaremos tres grupos -dijo Beaujeu-. Para liberar a Morgennes de sus obligaciones para con las cenobitas, una patrulla de hospitalarios escoltará a Yemba hasta las orillas del Mar Muerto, donde podrá poner a resguardo esas preciosas tinajas. El capitán Chefalitione volverá a La Stella di Dio, en Tortosa; en cuanto a ti, Morgennes, acompañarás a Ernoul hasta Jerusalén con tus compañeros. Tu misión acabará justo después. Una vez salvada Jerusalén, volveréis aquí con la Vera Cruz.

Poco después Ernoul los dejó para ir a presentar sus respetos a Raimundo de Trípoli, cuyo estado no dejaba de agravarse.

Morgennes y Beaujeu se quedaron solos con Chefalitione, que les explicó lo que había visto en Europa, donde la nobleza se había apresurado a olvidar la suerte de sus primos establecidos en Tierra Santa. Como si volver a tomar el Santo Sepulcro fuera más importante que conservarlo; la hazaña, más importante que la duración.

Pero Tommaso decía aquello sin animosidad, con un punto de tristeza y sin dejar de sonreír ni un momento. De hecho, las costumbres de sus contemporáneos le divertían tanto como lo irritaban.

Desde su viaje a Occidente, el capitán veneciano tenía el aspecto feliz de la gente a la que la vida ha colmado con sus dones. Sus rasgos se habían suavizado, como pulidos por la mano de un ángel, lo que era el caso, ya que desde que se habían encontrado, en julio, Fenicia y él no se habían separado.

– Fenicia, que había partido hacia Provenza cuando yo era un extraño para ella, volvió aquí conmigo a pesar de los riesgos que esto representa. Ya no podemos separarnos. Extrañamente, a pesar de que solo nos conocemos desde hace unos meses, es como si hubiéramos pasado toda nuestra vida juntos. Algunas mujeres pueden modificar nuestro futuro. Esta ha cambiado mi pasado. Me ha abierto a mí mismo.

Morgennes y Alexis sonrieron, conmovidos por la ingenuidad y la belleza de estas palabras, y sorprendidos de oírlas en boca de un personaje como aquel.

– ¿Qué habéis venido a hacer aquí? -preguntó Morgennes.

Tommaso miró a Alexis de Beaujeu, que lo tranquilizó:

– Hablad sin temor, no tenemos nada que ocultar a Morgennes. A él debemos la alegría y el honor de haber encontrado de nuevo la Vera Cruz.

Chefalitione sujetó entonces la mano de Morgennes, la besó y la apretó contra su corazón.

– Santa Madonna! -exclamó-. ¿A vos debemos haber reencontrado a Dios? ¿Cómo agradecéroslo? ¡Todo el oro del mundo no bastaría para ello!

– Preguntaos más bien si no os habré privado eternamente de Dios -dijo Morgennes con un suspiro-. Lo cierto es que… en realidad no sé con certeza si lo que he hecho es un bien o un mal. En fin, la verdadera Vera Cruz, que nadie sabía perdida, ha sido reencontrada, y también la cruz de Hattin. Podría pensarse que todo va de maravilla, ¿no?

Tommaso no apartaba la mirada de Morgennes. Para el veneciano, convertido al mismo tiempo al amor y a la religión, Morgennes era un icono viviente. Un objeto de adoración.

– Habría que escribir vuestra historia -dijo.

– Uno de mis amigos se ocupa de ello -explicó Morgennes-. En fin, eso creo…

– ¡Bravo! Leeré su libro con interés. Encargaré copias.

Beaujeu interrumpió la conversación.

– Nadie aparte de nosotros debe saber que la Vera Cruz, la auténtica, ha de partir a Roma en las calas de La Stelladi Dio. Os invito a que imaginéis un medio para hacerla llegar a bordo. Un medio discreto. Tenemos hasta esta noche. No quiero guardar demasiado tiempo esta cruz aquí. No me gusta la idea de tenerla en una plaza fuerte militar y, además, no quisiera ser la persona a quien se la roben, si es que habrá un robo…

Morgennes y Tommaso asintieron. Comprendían perfectamente lo que Beaujeu quería decir. Si el honor de reencontrarla era grande, el deshonor de perderla de nuevo sería infinito.

Los tres hombres descendían los escalones que llevaban al patio de la capilla, cuando de pronto las campanas tocaron a alerta.

Morgennes y Beaujeu salieron a paso vivo a informarse de lo que ocurría.

– Lo que empieza en Jerusalén termina en Jerusalén -respondió Saladino al más joven de sus hijos, al-Afdal, que le preguntaba cuándo acabaría su guerra de reconquista.

– Entonces -preguntó al-Afdal-, ¿será pronto?

Saladino posó una mano en la cabeza de su hijo y le acarició los cabellos. Tenían la suavidad de la seda, y recordaban al sultán el pelo de sus panteras, juiciosamente acostadas en un rincón de la tienda con la cabeza apoyada sobre las patas delanteras.

– Pronto, sí. ¡Si Dios lo quiere! -añadió Saladino.

– Pero entonces, padre, ¿por qué no se van? ¿Prefieren morir? ¿Son como esos caballeros impíos que capturamos en Hattin y que prefirieron morir antes que abrazar la Ley?

– ¿Quién sabe? Tal vez preferirán rendirse. En cualquier caso, siempre podemos incitarlos a hacerlo. Es solo una cuestión de tiempo…

En realidad Saladino ardía de impaciencia y hubiera dado su vida, y la de sus cuatro hijos, por reconquistar la ciudad aquella misma noche. Pero el sultán se esforzaba en refrenar sus sentimientos, manteniendo a distancia a las voces que lo apremiaban a actuar. Para él, la guerra era una tarea larga que exigía paciencia. Así como en el ardor de la acción actuaba sin darse tiempo a reflexionar, no quería ahorrar ni un minuto de preciosa reflexión antes de dar la orden de ataque. Sin embargo, tenía prisa por acabar. Como decía el Profeta, «la contemporización es excelente, excepto cuando la ocasión se presenta».